Milagros de Nuestra Señora (Los mejores clásicos)

Gonzalo de Berceo

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

Como veremos, la vida de Gonzalo de Berceo se extiende a lo largo de la primera mitad del siglo XIII, un siglo sin duda decisivo para la historia de la humanidad. Es el siglo del arte gótico, en que las nuevas concepciones recién creadas por los años de su nacimiento en el Norte de Francia inundarían las ciudades de Europa de grandes catedrales (León, Burgos y Toledo en los reinos de su nacimiento y contexto cultural), difundirían una nueva escultura y una nueva pintura, en las que la rigidez, hieratismo y simbolismo del románico serían sustituidas por una concepción del arte más representativo, más atento a reproducir la realidad visible y más propenso a describir los sentimientos y afectos humanos.

Es el siglo en que la Iglesia, hasta entonces concebida prioritariamente como una estructura de poder, volcada hacia las élites de la aristocracia y la realeza, emprende una intensa campaña de instrucción religiosa de las capas bajas, cada vez más preocupadas por asuntos espirituales, cada vez más atentas a una religiosidad íntima y no siempre ortodoxa; si las instituciones características de la Alta Edad Media eran los monasterios, rurales, jerarquizados, dominados por las grandes familias, volcados en un culto de pura adoración a Dios, desde comienzos del siglo XIII el impulso innovador de los concilios, los obispos y las órdenes mendicantes se vuelcan sobre la sociedad, en particular sobre las ya poderosas y populosas ciudades, se esfuerzan en la educación para la piedad del pueblo en su conjunto y crean una nueva espiritualidad, más individualista, más íntima, más basada en las convicciones personales que en el formalismo exterior de aquella religiosidad románica que todavía domina la obra de Berceo, vinculado a un monasterio y, por tanto, a las formas más tradicionales de la fe y la práctica religiosa.

Es el siglo en que las viejas estructuras sociales de la aristocracia, basadas en la especialización militar y las necesidades defensivas y ofensivas, heredada de la época de las invasiones y altamente impregnadas de germanismo, se ven complementadas por el desarrollo de las ciudades, basadas en una sociedad pacífica de artesanos, comerciantes e industriales, necesitados de independencia personal para viajar, comprar, vender y producir. Una sociedad burguesa, un tanto al margen del espíritu caballeresco y de los valores aristocráticos cuya presión produciría cambios ingentes. Aumentó la necesidad de proteger y fomentar los valores subjetivos y la autonomía del individuo, que tuvo opción a liberarse del excesivo control personal propio del feudalismo, aumentó exponencialmente la producción de riqueza y bienestar, se multiplicó la población, se incrementó el nivel de vida, se multiplicó la extensión de las tierras cultivadas... El paisaje europeo, que durante la Antigüedad y, más aún, la Alta Edad Media, estaba constituido por extensos despoblados, ocupados por el bosque, los pantanos y las alimañas, salpicados de pequeños núcleos de población y una pobrísima red de comunicaciones adquirió una fisionomía muy cercana a la que hoy conocemos. La densidad de población y la esperanza de vida alcanzaron niveles antes inigualados, incluso en la época dorada del Imperio Romano; fueron las grandes crisis del siglo XIV las que rompieron esta línea ascendente, de forma que los parámetros vitales del siglo XIII caerían imparablemente hasta el XVII y sólo en el XVIII volverían a alcanzarse los valores de aquella centuria. El siglo XIII es el siglo de máxima expansión y desarrollo de la sociedad medieval en todos sus niveles.

Es a su vez el siglo en que las estructuras sociales del feudalismo y el poder temporal de la Iglesia se fortalecerían y difundirían a todos los niveles de la sociedad y llegarían hasta los últimos rincones de Europa; en Castilla y León, es en este momento cuando las organizaciones de cuño feudal y la estructuración de los grandes linajes van invadiendo las capas dominantes a medida que avanza la centuria. La monarquía se convierte en eje de la sociedad y, por primera vez, alcanza la hegemonía política en el reino, por encima de las grandes familias feudales, afianza su autonomía respecto al poder de la Iglesia y se declara libre del poder del Emperador, expresión suprema de la autoridad civil desde los tiempos de Carlomagno. La alianza entre el Rey y las ciudades, la disponibilidad de dinero en efectivo por la nueva burguesía para organizar grandes ejércitos, las concepciones políticas de la Universidad, basadas en el derecho romano, centralistas y fortalecedoras del poder real fueron los instrumentos de los nuevos tiempos.

La sociedad de los siglos XII y XIII era por tanto densa y rica, y estaba centralizada en múltiples focos de poder que absorbían sus disponibilidades creativas e inversoras; estos focos de poder eran fundamentalmente tres: la Iglesia, la burguesía y el poder político, irregularmente distribuido entre la aristocracia y la Monarquía según las peculiaridades de cada país. La coincidencia de intereses entre los tres a lo largo de este período permitió una expansión como Europa no volvería a conocer hasta las grandes exploraciones geográficas y colonizadoras que se abrieron en el siglo XVI y se cerraron en el XIX. En tiempos de Carlomagno, Europa estaba prácticamente reducida a Francia, Italia y la ribera del Rin. Durante los siglos XI-XIII, la expansión de los reinos cristianos fue espectacular: por oriente, los pueblos de habla alemana extendieron su influencia, su poder y su economía por toda Europa Central. Algo semejante sucedió en Occidente; los reinos cristianos de la península Ibérica, que antes apenas ocupaba una estrecha franja al Norte, crecieron espectacularmente. Hacia el año 1100, los condes de Barcelona habían reconquistado toda Cataluña, pero Valencia seguía siendo musulmana, en Aragón, sucedía lo mismo con las actuales tierras de Zaragoza y Teruel, los reyes castellanos habían conseguido apoderarse de Toledo, pero más al oeste las tierras leonesas terminaban en Salamanca y las portuguesas, en Coimbra. Muy al contrario, después de 1253, año de la caída de Sevilla, sólo las actuales provincias españolas de Granada, Málaga y Almería seguían en poder de los musulmanes. La mitad del territorio de la península Ibérica se había incorporado a los dominios cristianos entre 1050 y 1250.

El crecimiento fue igualmente espectacular hacia el exterior. Los normandos consiguieron incluir Inglaterra, Sicilia y Nápoles entre las tierras de dominación o de influencia de la aristocracia francesa. Las cruzadas establecieron principados cristianos, fuertemente influidos por los franceses y, en menor medida, por la Corona de Aragón en las islas del Mediterráneo central y oriental, desde las Baleares hasta Chipre y Rodas; la totalidad de Tierra Santa, penosamente conquistada por los cruzados desde fines del siglo XI, se perdió a lo largo del siglo XIII (Jerusalén cayó en manos de Saladino en 1244 y en 1291 los mamelucos se apoderaron del último reducto cristiano en el continente, San Juan de Acre); sin embargo, desde entonces pervivieron numerosos establecimientos comerciales cristianos a lo largo del norte de África y las intervenciones militares y políticas de los estados de la península Ibérica en esta área fueron continuas y cada vez más intensas, hasta que las grandes campañas de los portugueses a fines del siglo XV y del Emperador en la primera mitad del XVI permitieron soñar en la incorporación de África al mundo cristiano. Los estados del norte de Europa, en los siglos centrales de la Edad Media, se articularon intensamente en la política del continente y las relaciones comerciales y diplomáticas llegaron a establecer contactos, es cierto que esporádicos y aislados, con el impero mongol y hasta con los territorios de la India. Nunca, ni en los mejores tiempos del Imperio Romano, había conocido Europa una extensión y un impulso semejantes.

Lo mismo cabe decir desde el punto de vista cultural. Las universidades, durante los siglos XII y XIII, recuperaron la totalidad del saber antiguo, culminado con las traducciones de Aristóteles y la construcción de la Escolástica; la ciencia y la técnica alcanzaron también de nuevo un cenit superior al de la Antigüedad, aunque ellos mismos no fueran conscientes de ello. Las letras latinas y el dominio de una literatura profana, de interés meramente humano, en continuo retroceso desde la decadencia del Imperio Romano, alcanzaron nuevo esplendor con el llamado renacimiento del siglo XII, cuyo último fruto, y el más espectacular, fue la aparición de las literaturas vulgares. Hasta entonces, toda la creación literaria y cultural se había expresado en latín, lengua de la Iglesia, de la Universidad, del Derecho y de todas las instituciones eclesiásticas o mundanas; en consecuencia, ni la aristocracia ni los burgueses ni, mucho menos, el pueblo bajo tenían facilidades para acceder a la escritura, la cultura, la literatura ni los conocimientos técnicos, que se expresaban siempre en latín.

Muy al contrario, en estos nuevos tiempos el provenzal había ido creando una lengua literaria, rica, flexible y de calidad, que había alcanzado perfecto desarrollo hacia 1100, cincuenta años más tarde sucedió lo mismo con el francés, y el italiano (de momento el dialecto siciliano) y el gallego-portugués llegaron al mismo punto hacia 1200 y les seguirían inmediatamente el castellano y el catalán. A la muerte de Berceo, cada país conocía una lengua literaria basada en el habla popular que permitía la difusión social de la escritura y de los conocimientos que se transmiten por escrito: la literatura de entretenimiento, los saberes prácticos (desde el derecho o la medicina hasta la contabilidad), la cultura religiosa (dominante en las creencias del período) y hasta materiales de uso privado: cartas, libros de contabilidad, memorias familiares, testamentos... Si exceptuamos el fenómeno de la alfabetización universal, que no tuvo presencia en la historia de Europa hasta muy entrado el siglo XIX, desde mediados del siglo XIII la relación entre la sociedad y la escritura se parecía más a los usos modernos que a los de la Antigüedad, que había contado con un sistema de escritura mucho menos práctico, mucho menos extendido socialmente y con una influencia infinitamente menor incluso en el mundo de la literatura y el pensamiento. Al mismo tiempo, la escritura y la lengua vulgar vehicularon una literatura y una mentalidad por primera vez ajena a los intereses de la Iglesia: los cantares de gesta, la poesía de los trovadores y la novela cortés y caballeresca llevaron a primer plano los intereses de la nobleza, los fabliaux y la primitiva narrativa en las distintas lenguas crearon, también por primera vez, una literatura de entretenimiento no subordinada a la difusión de modelos ideológicos eclesiásticos, a menudo incluso transgresora de aquellos principios.

Esta relación de factores innovadores no excluye la existencia de un mundo propio y autónomo, muy distinto del nuestro, al que debemos aproximarnos si deseamos comprender la personalidad de nuestro escritor. Para una cabal comprensión de la personalidad de Gonzalo de Berceo resulta imprescindible partir de su condición social de clérigo. La nobleza medieval descendía, en principio, de aquellos germanos que en el siglo V habían destruido el Imperio Romano y que conservaron durante muchas generaciones su lengua de origen; sabemos, por ejemplo, que la aristocracia franca no adoptó el romance hasta el advenimiento de la dinastía capeta (987). Este factor hizo que las clases dominantes, en lo que podríamos llamar el poder civil, se desentendieran en general de la cultura y la escritura, ligadas al uso del latín; todo ello, sumado a la decadencia económica y la desintegración política de Europa en la Alta Edad Media, hizo que el saber quedara confinado a los ambientes eclesiásticos y, especialmente, a los monasterios.

En la Baja Edad Media, la difusión de la literatura trovadoresca y caballeresca aseguró el desarrollo de las letras seculares en lengua vulgar y la difusión de la lectura y la escritura entre la aristocracia, pero lo que solemos conocer como “cultura”, ligada a la escuela y a la erudición, siguió siendo hasta el Renacimiento patrimonio de la Iglesia. De ahí que en siglo XIII, y durante mucho tiempo, “clérigo” sea sinónimo de lo que hoy denominaríamos “letrado”. La contraposición de las armas y las letras, inherente a la vida medieval, tuvo una abultada expresión literaria que arranca en castellano con la Disputa de Elena y María, del siglo XIII, y llega hasta el Quijote (I, 38).

A mediados de este siglo se desarrolla rápidamente la prosa castellana, que alcanzaría su apogeo en el reinado de Alfonso X (1253-1284) y se adopta esta lengua en la cancillería de Castilla y León, sustituyendo al latín. Desde fines del siglo XII, se afirma asimismo en este reino el uso del gallego como lengua de la lírica cortés y paralelamente surge una escuela literaria, el mester de clerecía, donde se inserta la obra de Berceo, que intenta verter al castellano los contenidos y recursos propios de la rica tradición cultural latina en la Edad Media para uso de los seglares, que desconocían esta lengua. La obra de Berceo se integra por tanto en un doble contexto cultural, altamente significativo: en cuanto escrita en castellano, es una de las obras inaugurales de su literatura, cuya génesis resulta escasamente posterior a su monumento fundacional, el Poema de Mio Cid, y resulta ser el representante más destacado del mester de clerecía, uno de los movimientos más innovadores, que intentaba poner a disposición de las clases no letradas, en particular las clases dominantes, el patrimonio intelectual que en el pasado había monopolizado la Iglesia; en cuanto obra de un monje que se proyecta sobre la sociedad de los seglares, es una obra divulgadora, destinada a enriquecer su nivel religioso y social. Y, sin lugar a dudas, ha de integrarse en un panorama más amplio: los intereses espirituales e institucionales de la Iglesia, la orden y los monasterios para los que Berceo operaba; hoy se viene subrayando, quizá con razón, que la obra de Berceo no iba destinada preferente o directamente a los laicos, como se suele aceptar, sino más bien a los jóvenes que en ellos se formaban. Lo cual no excluye, ni de lejos, que pudiera tener o proponerse también cierta proyección sobre la sociedad laica, a la que se había dedicado el que fue, sin duda su modelo: el Libro de Alexandre.

2. CRONOLOGÍA

AÑO

AUTOR-OBRA

HECHOS HISTÓRICOS

HECHOS CULTURALES

1189

Tercera Cruzada.

Obra de Créthien de Troyes.

1196

¿Nacimiento de Berceo?

1207

Creación de los Franciscanos.

Fundación de la Universidad de Palencia.

1208?

Creación de la Universidad de Palencia.

1212

Victoria de Las Navas de Tolosa.

1215

IV Concilio de Letrán.

1216

Fundación de los Dominicos.

1217

Fernando III, rey.

1218

Fundación de la Orden de la Merced.

Gautier de Coinci comienza los Miracles de Nôtre Dame.

1221

Primer documento firmado por Berceo.

1236

Hermandad entre los monasterios de San Millán y Santo Domingo.

Conquista de Córdoba.

1243

Conquista de Murcia.

Libro de los Fueros de Castiella.

1246

Último documento firmado por Berceo.

Muere el obispo don Tello, citado como vivo en el Milagro 14.

1248

Conquista de Sevilla.

1251

Comienzo de Las siete partidas.

1252

El Milagro 25 cita a Fernando III como vivo.

Muere Fernando III. Alfonso X, rey.

1264

Primera versión de las Cantigas de Santa María.

3. VIDA Y OBRA DE GONZALO DE BERCEO

Como consecuencia de su aprendizaje escolar —y quizá, asimismo, de su indudable conocimiento de los trovadores— Berceo, a diferencia de los juglares de gesta, habla a menudo de sí mismo en el cuerpo de su obra. La última estrofa del milagro de Teófilo contiene una explícita reclamación de autoría:

«Madre del tu Golzalvo seï remembrador

que de los tos miraclos fue enterpretador

(Madre, de tu Gonzalo no te olvides

que de los tus milagros fue versificador.)»

Por estas referencias a su persona sabemos que fue natural de Berceo, cerca de Nájera (Rioja), y que se crió en el monasterio de San Millán de Suso.

La tradición asegura que este cenobio fue creado por su santo titular, muerto el año 574, aunque su más antigua mención documental es del 924; en el siglo X se creó un nuevo monasterio, gemelo del anterior, en el fondo del valle. De ahí que sean conocidos como de Suso (“arriba” en castellano antiguo) y de Yuso (“abajo”), respectivamente. Muy cerca queda el monasterio de Santo Domingo de Silos; este santo había nacido hacia el año 1000 en Cañas, también cerca del lugar de Berceo, y fue monje y prior de San Millán de Suso. En 1041, fue elegido abad de Silos, donde murió en 1073; por otra parte, el año 1090 fue firmado un convenio entre los monasterios de San Millán y Santo Domingo, renovado en 1236, en el período de plena actividad de Berceo. Como veremos, su obra literaria parece hecha a medida de estas tres comunidades monásticas. En cuanto a su cronología absoluta sólo podemos decir que el Milagro XIV fue escrito antes de 1246, pero el Milagro XXV de esta edición ha de suponerse posterior a 1252, fecha de la muerte del rey Fernando III; lo más probable hoy parece ser que este milagro constituye un añadido del autor, posterior a la primitiva terminación del libro, pero en cualquier caso, y no habiéndose cuestionado su autenticidad, hemos de suponer vivo a Berceo entre ambas fechas.

Tenemos otra fuente de datos en un grupo de documentos referentes a San Millán que se extienden entre 1221 y 1246; en todos ellos aparece como abad Juan Sánchez y como testigo Gonzalo de Berceo, y no parece descabellada la hipótesis de que éste hubiera sido su secretario, aunque figura siempre en calidad de testigo y de clérigo secular, no monje. Por otra parte, en el primero de dichos documentos era ya diácono, dignidad que no se podía alcanzar hasta los veinticinco años, por lo que debió nacer al menos en 1196. Resumiendo todos los datos, Berceo nacería como fecha más tardía en 1196 y moriría no antes de 1252; cultivó un género literario de orientación erudita y gozó de la confianza del abad de San Millán, aunque no formaba parte de la comunidad.

Es en este contexto que hemos de situar el episodio más conflictivo de la vida de Berceo. En un momento de intenso cambio económico, cuando las bases de las rentas rurales de que se alimentaban los monasterios y la aristocracia fueron erosionadas por la inflación, todas estas instituciones intentaron asegurar por todos los medios sus instrumentos de financiación, e incrementarlos cuando les fue posible. La Iglesia absorbía además las funciones que hoy ha asumido el estado del bienestar: la cultura, la enseñanza, la atención a los débiles y los desamparados y la solidaridad entre ricos y pobres; la merma en su nivel económico, que amenazaba la consecución de estos fines, indujo a todos los privilegiados, clérigos y laicos, a recurrir a todo tipo de ardides que perpetuaran su estatus, y no fue infrecuente la falsificación de documentos que autentificaran derechos dudosos, o, sencillamente, indemostrables. El monasterio de San Millán gestó una de estas operaciones destinadas a obtener de toda Castilla el voto de este santo, equivalente, en la práctica, a un impuesto, y no parece que Berceo, dada su posición en el cenobio, hubiera podido permanecer al margen de la operación, con la que bien pudiera relacionarse la redacción de la Vida de San Millán de la Cogolla.

Aparte de los Milagros, Berceo escribió otros poemas de dicados a la Virgen: “Loores de Nuestra Señora”, “El planto que fizo la Virgen...”, a diversos temas religiosos y vidas de santos: San Millán, Santa Oria, y Santo Domingo de Silos.

4. Milagros de Nuestra Señora

Las colecciones de milagros nacieron en el Oriente cristiano, aunque en Occidente se remontan al mismo San Agustín. En el siglo VI se inicia su significación literaria con el papa Gregorio Magno, de cuya obra nos hemos hecho eco repetidamente, y a su coetáneo Gregorio de Tours le cabe la gloria de haber compilado una de las mayores colecciones conocidas. A medida que los siglos pasan, se difunden nuevas compilaciones, tanto para la lectura como para uso de predicadores, que se generalizan desde el siglo XI. En este momento se distingue ya una especialización de colecciones de carácter general, que viajan por toda Europa —a las que debe vincularse la de Berceo— y de colecciones de carácter local, con los milagros atribuidos a determinado santuario. El más importante de los recopiladores de este periodo es, sin duda, Guillermo de Malmesbury, muerto en 1147.

Desde este momento se multiplican los manuscritos. El desarrollo del culto a María, característico de la religiosidad medieval desde San Bernardo (1091-1153), coincide con el auge de la predicación, notorio desde el papado de Inocencio 111 (1198-1216), creándose la necesidad de colecciones de anécdotas piadosas con que los clérigos pudieran ejemplificar sus sermones. Por lo general, son éstas las colecciones de relatos muy breves y sintéticos, que el predicador había de desarrollar y vestir con los pormenores adecuados a la ocasión o al público. Por fin, la difusión de la lectura y la escritura entre la nobleza, de la que nos ocupábamos al comienzo de estas páginas, produce la aparición de colecciones romances en verso, de gran desarrollo formal. Entre ellas destacan los Miracles de Nôtre Dame de Gautier de Coinci (1177-1235), los Milagros de Berceo y las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio. La suma de tantas circunstancias concurrentes hizo que se multiplicaran las narraciones de milagros y, muy especialmente, los marianos.

Como todo género literario, el milagro ofrece una estructura peculiar. Como regla general, pero sobre todo en Berceo, comienza con una introducción que sitúa los hechos en un lugar determinado; la época, sin embargo, queda totalmente imprecisa, al modo de la narración folclórica. Es en este marco donde se sitúa inmediatamente el protagonista, descrito con rápidas pinceladas:

«En Coloña la rica, cabeza de regnado,

avié un monesterio de Sant Peidro clamado;

avié en él un monge assaz mal ordenado,

de lo que diz la regla avié poco cuidado.» (Copla 160)

Se trata habitualmente de un personaje en crisis, que, por sus vicios o tentaciones, cae en poder del diablo. Sin embargo, la existencia de un fondo de bondad o de predisposición a la gracia —muchas veces un mero signo externo de piedad mariana— da pie a una intervención de la Virgen que devuelve las cosas al punto de partida. El pecador, escarmentado por lo sucedido, enmienda su vida y el relato termina con la alabanza del protector.

El sentimiento religioso del hombre moderno siente serios reparos ante muchos de estos milagros. Si nos fijamos en el número VI de esta colección, veremos cómo un ladrón es salvado de la horca, donde había sido llevado en estricto cumplimiento de la ley, por la conservación de un resto de devoción que se manifiesta en el hábito de hacer una inclinación ante la imagen de la Virgen. Es cierto que, tras esta salvación milagrosa, enmienda su vida, pero faltan al menos dos cosas para que este final obtenga nuestro asentimiento: la proporción entre causa y efecto —el saludo y el perdón de la vida— y un mínimo de religiosidad interior.

Por último, hay algo que nos sorprende mucho más: la naturaleza de la mayoría de estos milagros. En el número XIV se produce un incendio en una abadía que destruye toda la iglesia, pero respeta la imagen de la Virgen y cuanto la rodea sin chamuscarla siquiera. Algo semejante sucede con el Milagro XIX: una embarazada queda aislada por la marea alta en una islita donde por fuerza había de morir ahogada; sin embargo, al poco rato se retiran las aguas, aparece esta mujer con un niño en brazos y explica que se ha salvado gracias a la Virgen, que le ha facilitado a su vez un parto rápido e indoloro. En ambos relatos concurren circunstancias extrañas y efectos ajenos a los esperados (la imagen no se quema, la embarazada se salva y logra un parto muy especial); en el segundo caso, concurre el testimonio de la protagonista, pero no creo que la Iglesia calificara hoy oficialmente como milagros ninguno de estos hechos.

Algo semejante sucede con el milagro de la iglesia robada, que cierra la colección: unos ladrones roban una iglesia; se llevan todos los enseres de una mujer, pobre e indefensa, que la servía, sin que suceda nada extraordinario. Sin embargo, cuando intentan apoderarse de un bello velo que cubría la imagen de la Virgen, ésta monta en cólera e interviene castigando a los impíos. Un mínimo de la sensibilidad humana de nuestros tiempos se conmueve mucho más con la desgracia de la pobre mujer que con el sacrilegio de tocar la imagen, aunque no cabe la menor duda de que la nuestra no coincide con la medieval en ninguno de estos aspectos.

No hemos de pensar que Berceo sea, por ello, una excepción en el ámbito de los narradores medievales. En las Cantigas de Santa María de Alfonso X se encuentran numerosas anécdotas irrelevantes que hoy despertarían, en el mejor de los casos, una sonrisa irónica. En la número 361 se nos refiere cómo las monjas del monasterio de las Huelgas de Burgos acostaban y agasajaban a una imagen de la Virgen como si de un niño se tratara; en cierto momento, la estatua hizo señas de complacencia, con el consiguiente alborozo de la comunidad. Estos hechos serían considerados hoy meras fantasías (cuando no figuraciones de mujeres ociosas o con escaso equilibrio psicológico) y, sin embargo, merecieron la atención de un autor que se viene considerando figura cimera de la cultura europea en el siglo XIII. En algunos casos, Berceo parece salir al paso de objeciones de este tipo; en el Milagro X se refiere la historia de dos hermanos, Pedro y Lorenzo, ambos con tachas de consideración en su conducta. El primero fue a parar al purgatorio y el segundo, ya a las puertas del infierno, es resucitado para que enmiende su vida y logre la remisión de las penas de su hermano. Con el fin de ser creído, y como si su propia resurrección no diera el necesario testimonio de veracidad, esgrime dos pruebas: el cardenal que le dejó en el brazo un apretón de San Lorenzo y el anuncio de que morirá a los treinta días, que hace exclamar a los presentes:

(...) «Esto signo es coñocido,

si diz verdat o non, será bien entendido.» (Copla 266)

Lo mismo puede decirse del Milagro XXI; una abadesa embarazada, denunciada al obispo, se salva por un nuevo parto maravilloso. Una vez librada de esta acusación y a salvo el honor del monasterio, confiesa al obispo su pecado; en este caso, es un ermitaño, a quien un ángel había confiado la educación del recién nacido, el que confirma la veracidad de los hechos.

En cualquier caso, incluso desde el punto de vista estrictamente doctrinal, los Milagros de Berceo parecen a veces al borde de la ortodoxia, especialmente por la sobrevaloración de la Virgen en el mecanismo de la salvación. Este fenómeno es común a toda la mariología del siglo XIII, y se debe, en parte, a la adopción, en numerosos puntos, de aspectos de la religiosidad popular y de los recursos de la predicación. Piénsese, por ejemplo, en la excesiva humanización de la Virgen, que se comporta como una mujer demasiado irascible (coplas 229-231) y hasta como una amante desdeñada (coplas 340-341). Sin embargo, y como muy bien ha observado Margherita Morreale, la clave de estas anomalías está en el hecho de que estas colecciones de milagros “no son obras de ascética (...) ni siquiera de piedad, sino de devoción, por lo que están ancladas a su época y a los gustos y prejuicios que fomentaron tan peculiar literatura”. Son muy significativas al respecto las palabras de B. Tuchman: “Sobre todo, la Virgen era la fuente, siempre piadosa y confiable, de consuelo, llena de compasión a la fragilidad humana, despreocupada de leyes y jueces, pronta a socorrer a quien estuviera en dificultad y, en medio de todas las iniquidades, afrentas y males sin sentido, la única que jamás defraudaba. (...) De la Iglesia se recibía no justicia, sino perdón”.

Hay que tener, asimismo, en cuenta otro tipo de factores, y muy especialmente que Berceo, como todos los autores del mester de clerecía, nunca pretendió la originalidad. En efecto, todos los milagros, excepto el de la iglesia robada, pertenecen al grupo más conocido y más prestigioso de la tradición europea latina. La comparación con varias de las colecciones más difundidas muestra paralelismos muy estrechos con, al menos, cuatro de ellas. La obra de Berceo debe derivar de algún texto hoy ignorado, pero muy cercano a éstos. Desde muy antiguo, se viene señalando que los milagros de las colecciones europeas se dividen en un grupo que aparece en casi todas y otro cuyos componentes no encontramos sino en pocas ocasiones; entre los de Berceo, sólo la iglesia robada (XXIV) pertenece a este segundo grupo. Berceo repite a cada paso que él no hace sino contar en lengua vulgar el contenido de un texto (escrito o dictado lo llama él) en cuya autoridad se refugia. Este recurso es muy antiguo y ya muy extendido en su tiempo; sin embargo, la crítica moderna, comparando el texto de Berceo con el de los manuscritos latinos más cercanos ha demostrado que, como sucede a menudo, el tópico es fiel reflejo de la realidad.

En primer lugar, hemos de observar que las intervenciones de Berceo sobre su fuente distan de ser constantes, al menos hasta donde podemos llegar con los textos actuales, pero permiten, no obstante, unas conclusiones de aceptable validez. En general, podemos decir que se mantiene fiel al esquema doctrinal y narrativo, pero actúa con mucha libertad en los detalles: substituye pasajes doctrinales por elementos líricos, aprovecha y desarrolla los esbozos de técnica descriptiva y narrativa y la suple cuando es demasiado escueta, inventando elementos secundarios en la trama, motivaciones y matices psicológicos. Su trabajo es, ante todo, de intensificación, actualización y enriquecimiento de los recursos del modelo. Comparándolo con otros narradores romances, destaca por su escasa afición a la exposición y justificación doctrinal y por una marcada tendencia a mejorar la coherencia de la trama y de los personajes. De ahí la superioridad de los Milagros sobre su modelo, sin contar aún con el efecto enriquecedor del estilo. En principio, debe quedar constancia de que Berceo no hizo sino seguir los criterios y opiniones de su tiempo y, en muchos aspectos, el texto mismo que versificaba.

De cuanto queda dicho se desprende que era muy difícil dar a estas misceláneas de relatos un mínimo de coherencia y de unidad, pero este problema hemos de entenderlo de forma muy distinta de lo que sugiere la actual concepción de la obra literaria. Los escritores medievales no entendían la unidad de la composición en el sentido tan estricto de los modernos. Obras de transmisión oral como los cantares de gesta se enriquecían o empobrecían de episodios con el paso de uno a otro juglar, y los fallos de memoria hacían que algunas canciones trovadorescas cambiaran el orden y el número de sus estrofas de uno a otro manuscrito. En cualquier caso echamos siempre en falta el sentido de una verdadera tectónica narrativa en el conjunto de estos relatos. Por otra parte, Berceo permanece ligado a una estética literaria de tipo románico, en la que una obra no era considerada como una organización significativa cuyas partes carecen de valor autónomo, sino una yuxtaposición de unidades aislables del conjunto, al modo de un retablo. Es en este sentido como hemos de plantearnos el problema de la unidad en la obra de Berceo.

Tanto en la tradición grecolatina, especialmente desde los pitagóricos, como en la Biblia hay unos números típicos o simbólicos que se repiten en atención a su naturaleza y a su significado, y estas concepciones fueron altamente desarrolladas en la Edad Media. Dentro de esta tradición, los Milagros aparecen estructurados en torno al cinco, el número mariano por excelencia. Veinticinco, el número de los milagros relatados, es el cuadrado de cinco, y los múltiplos y los cuadrados conservan el valor de los números de base. El diez y el tres tienen valor sagrado, remiten a la divinidad; pues bien, la Divina Comedia se compone de cien cantos (el cuadrado de diez) organizados en uno de introducción y tres partes de treinta y tres cantos cada una, la edad de Cristo. Asimismo, la primitiva colección de las Cantigas de Santa María constaba de cien composiciones y la definitiva, de cuatrocientas. No cabe duda de que nos encontramos, por tanto, con una cifra convencional pero altamente significativa.

En lo que respecta a la introducción, Berceo se sitúa en un prado que describe en las primeras quince coplas: la eterna verdura, el olor de las flores, las cuatro fuentes, los árboles y sus sombras donde el autor, peregrino, descansa, mientras escucha el armonioso canto de los pájaros. Estamos ante un tópico de origen latino, el locus amoenus, que cuajó definitivamente desde el siglo XII y se prolonga a lo largo de la literatura europea de todos los tiempos. Por otra parte, este modelo de paisaje ideal se usó muy pronto en las descripciones del paraíso terrenal y se convirtió en trasunto del cielo, de ahí que, según Berceo,

«Semeja esti prado egual de Paraí

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