Sé quién eres

Yrsa Sigurdardóttir

Fragmento

cap-1

1

Las olas mecían el pequeño barco con un vaivén constante e imprevisible. La proa cabeceaba lentamente al tiempo que unas bruscas sacudidas balanceaban con fuerza la embarcación. El capitán se afanaba en amarrar la embarcación a un pequeño noray metálico, pero el oxidado pontón flotante reculaba constantemente y parecía querer jugar. Paciente, el capitán repetía sus movimientos una y otra vez: lanzaba el cabo deshilachado hacia el poste, pero cada vez que el lazo estaba a punto de caer en el blanco, algo parecía tirar de él. Daba la impresión de que el mar se burlaba de ellos y pretendía demostrarles quién llevaba las riendas. El capitán logró por fin amarrar el barco, aunque era difícil saber si lo había conseguido porque las olas se habían cansado de jugar con él o porque la experiencia y la paciencia del marinero habían vencido. Se volvió hacia los tres pasajeros y les anunció con semblante inexpresivo:

—Ya hemos llegado, cuidado al bajar. —Seguidamente señaló con el mentón las cajas, las bolsas y los bultos que llevaban consigo—. Os puedo echar una mano para descargarlo todo, pero me temo que no podré ayudaros a llevar las cosas hasta la casa. —Entornó los ojos y escudriñó el océano—. Creo que será mejor que regrese cuanto antes. Tendréis tiempo de sobra para organizarlo todo cuando me vaya. Tiene que haber alguna carretilla por ahí.

—Tranquilo. —Garðar le dirigió una vaga sonrisa sin hacer ningún ademán de disponerse a descargar. Movió inquieto los pies y resopló sonoramente. Después miró hacia tierra, donde podían distinguirse unas casas por encima de la playa. A lo lejos brillaban algunos tejados más. A pesar de que eran las primeras horas de la tarde, la tenue luz del invierno se desvanecía rápidamente. No tardaría en hacerse de noche—. No es lo que se dice una gran metrópoli —dijo fingiendo estar de buen ánimo.

—No. ¿Qué esperabas? —El capitán no pudo ocultar su sorpresa—. Pensaba que ya habíais venido antes. ¿No os lo queréis pensar dos veces? Os puedo llevar de vuelta sin problema. Gratis, por supuesto.

Garðar negó con la cabeza, y parecía que procuraba rehuir la mirada de Katrín. En vano, ella buscaba sus ojos para asentir o al menos manifestar que estaría dispuesta a dar media vuelta. Aquella aventura nunca le había hecho tanta ilusión como a él, pero tampoco se había opuesto a ella abiertamente. En vez de eso, se había dejado llevar por el entusiasmo de Garðar y por la certeza de que todo saldría según lo previsto. Pero en aquel momento, al ver que él mismo no parecía tenerlas todas consigo, la confianza de Katrín se tambaleaba. La invadía el presentimiento de que, en el mejor de los casos, todo iba a resultar un fracaso; prefirió no pensar en lo que podría pasar en el peor de los casos. Miró hacia Líf, apoyada en la borda mientras trataba de recuperar el equilibrio que había perdido en el muelle de Ísafjörður. Tenía muy mal aspecto tras haber combatido contra el mareo la mayor parte del trayecto. Apenas quedaba rastro de aquella mujer resuelta que tanto entusiasmo había mostrado en acompañarlos y a la que le traían sin cuidado los reparos de Katrín. Ni siquiera el propio Garðar parecía el de siempre. Aquel supuesto arrojo que había mostrado durante los preparativos del viaje se había esfumado gradualmente conforme se aproximaban a la costa. Katrín tampoco se encontraba mucho mejor, allí sentada sobre el saco de la leña, negándose a ponerse en pie. La única diferencia entre ella y sus dos compañeros era que a ella nunca le había hecho gracia aquel viaje. El único pasajero que parecía ansioso por desembarcar era Putti, el perrito de Líf, que había dado la talla como marinero a pesar de los pronósticos que auguraban que el pobre no soportaría la travesía.

Reinaba un silencio sepulcral que solo rompía el murmullo de las olas. ¿Cómo se les había podido ocurrir que aquello iba a salir bien? Ellos tres, solos en pleno invierno en una aldea abandonada perdida en el norte, sin electricidad ni calefacción y con el mar como único camino de vuelta. Si ocurriera algo no podrían acudir a nadie. Y ahora que Katrín se enfrentaba por fin a la gran empresa, se daba cuenta de sus limitaciones. Ninguno de ellos era precisamente un excursionista experimentado y reconstruir casas abandonadas era la última de sus habilidades. Abrió la boca con la intención de tomar la iniciativa y aceptar la oferta del capitán, pero la cerró sin decir nada y suspiró en su lugar. El momento había pasado, la situación ya no iba a cambiar y, obviamente, ya se había hecho demasiado tarde para oponer resistencia. Sabía bien que solo podía culparse a sí misma de haber terminado metida en aquella locura, pues había dejado escapar un sinfín de oportunidades para manifestarse en contra o cambiar de parecer. Desde el principio podría haber sugerido, por ejemplo, que cedieran su parte de la casa o que las obras esperasen hasta el verano, cuando se reanudaran las conexiones en barco con la zona. Katrín sintió de pronto una brisa helada y se ajustó el abrigo. Aquella idea no tenía ni pies ni cabeza.

Pero la principal culpable de aquella insensatez no había sido su pasividad, sino la vehemencia del difunto Einar, quien había sido el mejor amigo de Garðar y el esposo de Líf. Ahora que ya no se encontraba entre ellos no tenía sentido enfadarse con él, pero aun así Katrín estaba convencida de que él era el mayor responsable de que aquella historia hubiera terminado en semejante disparate. Dos veranos atrás, Einar había viajado hasta Hornstrandir para hacer senderismo y había conocido un poco la zona de Hesteyri, el lugar donde se encontraba la casa. A la vuelta les había hablado de aquella aldea perdida en los confines del mundo, de su belleza, la calma y los interminables senderos que llevaban a parajes inolvidables. Sin embargo, no era su pasión por la naturaleza la que había despertado el interés de Garðar, sino el hecho de que Einar no hubiera podido pasar una noche en Hesteyri porque su único hostal estaba completo. Katrín no recordaba a quién de los dos se le había ocurrido la idea de averiguar si había alguna casa de la zona en venta para poder acondicionarla como albergue, pero daba igual; una vez que se planteó la posibilidad, ya no hubo vuelta atrás. Garðar llevaba en el paro ocho meses y la idea de hacer por fin algo de provecho se apoderó de él. Su entusiasmo no amainó precisamente cuando Einar dijo que estaría encantado de participar y colaborar activamente tanto en las labores de reconstrucción como en su financiación. Por su parte, Líf había echado más leña al fuego reiterando efusivamente lo fantástico que le parecía el proyecto y animándoles con su típica despreocupación para que siguiera adelante. Su euforia había llegado a exasperar a Katrín, quien sospechaba que, en realidad, Líf pretendía tomarse un descanso de su marido mientras este pasaba una larga temporada remodelando una casa en un lugar remoto del norte. En aquel entonces su matrimonio parecía estar atravesando una crisis, aunque, más tarde, el fallecimiento de Einar dejó a Líf sumida en un dolor insondable. A Katrín la invadía el desagradable pensamiento de que todo habría sido mejor si Einar hubiera fallecido antes de haber adquirido la casa. Pero, por desgracia, no había ocurrido así, y ahora tenían que cargar con la propiedad y con un solo hombre entusiasmado con la idea de continuar con el proyecto, en lugar de dos. La dec

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