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LA DESAPARICIÓN
En abril, millones de flores diminutas cubren las colinas pobladas de robles y las inmensas praderas del territorio osage de Oklahoma.[1] Hay violetas tricolor, bellezas de Virginia y estrellas violeta. El escritor osage John Joseph Mathews observó que esa galaxia de pétalos hace que parezca que «los dioses hubieran tirado confeti».[2] En mayo, cuando aúllan los coyotes bajo una luna desconcertantemente grande, unas plantas más altas como lágrimas de dama y rudbeckias van privando poco a poco de luz y agua a las flores menudas. Los tallos de estas se quiebran, los pétalos se alejan revoloteando, y al poco tiempo quedan sepultadas bajo tierra. Por eso los indios osage dicen que mayo es el tiempo de la luna mataflores.
El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas.[3] Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida. Muchas veces se iba «de juerga», como solían decir despectivamente en su familia: a bailar y a beber con amigos hasta que despuntaba el día. Pero esta vez habían pasado ya dos noches y Anna no había comparecido en casa de Mollie como tenía por costumbre, con sus largos cabellos negros ligeramente revueltos y sus oscuros ojos despidiendo destellos como de cristal. Cuando entraba, a Anna le gustaba quitarse los zapatos, y Mollie echaba de menos oírla deambular por la casa, un sonido que siempre la reconfortaba. Por el contrario, reinaba un silencio tan estático como la llanura.
Tres años atrás, Mollie había perdido a su otra hermana, Minnie, cuya muerte fue muy prematura. Aunque los médicos lo atribuyeron a «una enfermedad consuntiva peculiar», Mollie tuvo sus dudas.[4] No en vano Minnie había muerto con solo veintisiete años y siempre había gozado de buena salud.
Al igual que sus padres, Mollie y sus hermanas estaban inscritas en la lista osage, es decir, sus nombres constaban en el registro de miembros de la tribu. Eso quería decir, también, que poseían una fortuna. En los primeros años de la década de 1870, los osage habían sido expulsados de sus tierras en Kansas y trasladados a una pedregosa reserva, aparentemente sin valor alguno, en la región nororiental de Oklahoma. Transcurridas unas décadas, descubrieron que la reserva se asentaba sobre uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Para conseguir el petróleo, los prospectores hubieron de pagar arriendos y derechos a los osage. A principios del siglo XX, todas y cada una de las personas que figuraban en la lista de la tribu empezó a recibir un cheque trimestral. La cantidad inicial era de unos pocos dólares, pero a medida que se iba extrayendo petróleo los dividendos subieron a centenares, y luego a miles, de dólares. Y los pagos crecían prácticamente cada año, como crecían los arroyos que confluían en la pradera para formar el ancho y lodoso Cimarrón, hasta que el conjunto de la tribu osage llegó a acumular millones y millones de dólares. (Solo en 1921, la tribu ingresó más de treinta millones, lo que serían hoy más de cuatrocientos.) A los osage se los consideraba el pueblo más rico per cápita del mundo. «¡Quién lo iba a decir —proclamaba el semanario neoyorquino Outlook—.[5] El indio, en vez de morirse de hambre […] disfruta de unos ingresos fijos que ya quisiera para sí más de un banquero.»
La prosperidad de la tribu tenía perpleja a la opinión pública, pues se contradecía con las imágenes de indios americanos que se remontaban al primer y brutal contacto con los blancos, ese pecado original del cual había nacido el país. La prensa publicaba reportajes sobre los «plutócratas osage»[6] y los «millonarios pieles rojas»,[7] con sus mansiones de ladrillo y terracota y sus arañas de luz, con sus anillos de diamante y sus abrigos de pieles, y sus automóviles con chófer. Un autor se asombraba del hecho de que muchachas osage fueran a los mejores internados y lucieran suntuosos vestidos franceses, como si «une très jolie demoiselle se hubiera extraviado en su paseo por los bulevares parisinos para acabar en este pequeño asentamiento».[8]
Paralelamente, los periodistas no perdían ocasión de recalcar cualquier indicio del tradicional estilo de vida osage, cosa que parecía despertar en los lectores visiones tópicas de indios «salvajes». Un artículo en concreto hablaba de un «corro de automóviles caros alrededor de una fogata, en la que sus broncíneos propietarios, ataviados con mantas de vivos colores, asan carne al estilo primitivo».[9] Otro se hacía eco de un grupo osage que llegó a una de sus ceremonias tradicionales en un avión privado, una escena que «ni el más imaginativo de los escritores podría haber inventado».[10] Resumiendo la postura de la opinión pública sobre los osage, el Washington Post afirmaba: «Aquel típico lamento, “Ay, pobrecitos indios”, quizá habría que cambiarlo a un “Caray con los ricachones pieles rojas”».[11]
Gray Horse era uno de los asentamientos más antiguos de la reserva. Este y otros poblados —entre los cuales Fairfax, una localidad vecina de casi mil quinientos habitantes, y Pawhuska, la capital osage, con una población de más de seis mil almas— parecían visiones febriles. Por sus calles pululaban vaqueros, cazafortunas, contrabandistas, adivinos, curanderos, forajidos, alguaciles, financieros de Nueva York y magnates del petróleo. Los automóviles pasaban por caminos de carro pavimentados, y el olor a gasolina borraba la fragancia de las praderas. Un ejército de cuervos contemplaba el lugar desde los cables del teléfono. Había restaurantes —anunciados como cafeterías—, teatros de ópera y campos de polo.
Aunque Mollie no gastaba tanto como algunos de sus vecinos, sí se había hecho construir una hermosa y laberíntica casa de madera en Gray Horse, cerca de la vieja tienda que su familia había levantado con palos atados, esteras tejidas a mano y corteza de árbol. Poseía varios coches y muchos criados (los lamecacerolas de los indios, como solían llamar los colonos despectivamente a esos inmigrantes). Por regla general, los criados eran negros o mexicanos, y una persona que visitó la reserva a principios de la década de 1920 manifestó su rechazo al ver «incluso a blancos» realizando «todas las tareas domésticas que los osage consideran humillantes».[12]
Mollie fue una de las últimas personas que vieron a Anna antes de su desaparición. Aquel día, 21 de mayo, se había levantado al rayar el alba, costumbre que le venía de cuando su padre solía rezarle al sol por la mañana. Estaba habituada al coro matutino de turpiales, andarríos y gallos de las praderas, dominado ahora por el poc, poc, poc de las barrenas horadando la tierra. A diferencia de muchas de sus amigas, que rehuían la indumentaria tradicional, Mollie iba siempre con una manta india sobre los hombros. Tampoco usaba melenita de mujer liberada, sino que se dejaba el cabello suelto y lucía despejada su cara de pómulos altos y grandes ojos castaños.
Ernest Burkhart, su marido, se levantó también. De raza blanca, a sus veintiocho años tenía la típica apostura del extra de película del Oeste: cabello castaño corto, ojos azul pizarra, mandíbula cuadrada. Lo único que afeaba la imagen era la nariz; daba la impresión de que se había llevado más de un puñetazo en refriegas de bar. Hijo de un campesino pobre, de chaval, en Texas, se había dejado seducir por las historias que contaban del territorio osage, vestigio de la frontera donde supuestamente merodeaban todavía indios y vaqueros. En 1912, a los diecinueve años, preparó un hatillo como habría hecho Huck Finn y se fue a vivir con su tío a Fairfax. William K. Hale era un ganadero autoritario. Como su propio sobrino dijo de él, «no era el tipo de persona que te pedía que hicieras algo; te lo decía y ya está».[13] Hale se convirtió en un padre para el joven Ernest. Aunque su principal ocupación era hacer recados para Hale, Ernest trabajaba a veces de cochero, y fue así como conoció a Mollie, haciéndole de chófer por la ciudad.
Corbis
Mollie Burkhart
Ernest Burkhart
Ernest era aficionado al aguardiente y al póquer descubierto y solía jugar con hombres de mala reputación, pero bajo su aspecto de duro parecía haber ternura y un cierto grado de inseguridad, y Mollie se enamoró de él. La lengua materna de Mollie era el osage, pero en el colegio había aprendido algo de inglés; no obstante, Ernest decidió aprender la lengua de Mollie hasta ser capaz de charlar con ella. Mollie era diabética y él la cuidaba cuando le dolían las articulaciones y el estómago le ardía de hambre. Al enterarse de que otro joven le tenía mucho cariño, Ernest dijo que no se veía capaz de vivir sin ella.
No les fue fácil casarse. Los amigos de Ernest, que trabajaban en pozos petrolíferos, se burlaban de él tildándolo de medio indio. Y aunque las tres hermanas de Mollie se habían casado con blancos, ella creyó oportuno que el suyo fuera un matrimonio concertado osage, como el de sus padres. Aun así, Mollie, cuya familia combinaba creencias osage con católicas, no lograba entender por qué Dios iba a permitirle encontrar el amor para luego arrebatárselo. Así pues, en 1917, Ernest y ella intercambiaron alianzas y votos matrimoniales y se juraron amor eterno.
En 1921 tenían ya una hija de dos años, Elizabeth, y un hijo de ocho meses, al que llamaban Cowboy. Mollie cuidaba también de su anciana madre, Lizzie, que se había mudado a casa de ellos al enviudar. En su momento, Lizzie había temido que Mollie muriera joven por culpa de la diabetes, de ahí que suplicara a sus otras hijas que cuidaran de su hermana. Al final, sin embargo, fue Mollie la que cuidó de todas ellas.
El 21 de mayo debería haber sido un día agradable para Mollie. Le gustaba tener invitados y había organizado una pequeña merienda. Después de vestirse, dio de comer a los niños. Cowboy sufría frecuentes y horribles dolores de oídos, y ella le soplaba en las orejas hasta que el niño dejaba de llorar. Mollie era muy meticulosa con el orden y dio instrucciones a los criados a medida que la casa se iba despertando, todo el mundo de acá para allá salvo Lizzie, que estaba enferma y guardó cama. Mollie le pidió a Ernest que telefoneara a Anna para ver si podía venir a ocuparse de la enferma. Siendo la hija mayor de la familia, Anna tenía para su madre un estatus especial, y aunque era Mollie quien se ocupaba de atender a Lizzie, Anna era, pese a su carácter impetuoso, la niña de los ojos de su madre.
Cuando Ernest le dijo a Anna que Lizzie la necesitaba, ella le prometió que tomaría un taxi, y, efectivamente, llegó al poco rato, vestida con unos zapatos de un rojo subido, una falda y una manta india a juego. En la mano llevaba un bolso de piel de caimán. Antes de entrar se había peinado apresuradamente los cabellos que el viento había revuelto y se había dado un poco de colorete. Mollie, sin embargo, reparó en que se tambaleaba y farfullaba un poco. Su hermana estaba borracha.
Cortesía de Raymond Red Corn
Mollie (derecha) con sus hermanas Anna (centro) y Minnie
Mollie no pudo ocultar su disgusto. Habían llegado ya varios de los invitados. Entre ellos estaban los dos hermanos de Ernest, Bryan y Horace Burkhart,[14] quienes, atraídos por el oro negro, se habían mudado al condado de Osage y de vez en cuando le echaban una mano a Hale en el rancho. Una de las tías de Ernest, cuya idea de los indios no podía ser más racista, iba a asistir también, y lo último que Mollie quería era que Anna armase un escándalo.
No bien se hubo quitado los zapatos, Anna empezó a montar una escena. Sacó un frasco que llevaba en el bolso y al abrirlo todos notaron el acre olor a whisky de contrabando. Después de insistir en que tenía que vaciar la botella para que no la pillaran las autoridades —la ley seca llevaba un año vigente—, ofreció a los presentes un traguito de lo que llamó la mejor mula blanca.
Mollie sabía que su hermana había tenido bastantes problemas últimamente. Acababa de divorciarse de un colono llamado Oda Brown, propietario de un negocio de transporte. Desde entonces, Anna pasaba cada vez más tiempo en las tumultuosas y prósperas poblaciones de la reserva, que habían surgido rápidamente para albergar a los obreros del petróleo; ciudades como Whizbang, donde, según se decía, la gente se pasaba el día meando y la noche follando.[*] «Aquí están reunidas todas las fuerzas de la disipación y del mal —informaba un funcionario del gobierno federal—. Juego, alcohol, adulterio, mentiras, robos, asesinato.»[15] Anna se había sentido cautivada por los locales de los callejones oscuros, establecimientos que parecían normales vistos desde fuera pero en los que había habitaciones ocultas llenas de relucientes botellas de aguardiente ilegal. Más adelante, una de sus criadas diría a la policía que Anna era una persona que bebía mucho whisky y «muy ligera de cascos con los hombres blancos».[16]
En casa de Mollie, Anna empezó a coquetear con Bryan, el hermano pequeño de Ernest. Habían salido alguna vez. Bryan era un poco más taciturno que su hermano, tenía unos inescrutables ojos moteados de amarillo y se peinaba hacia atrás con brillantina el pelo que ya le raleaba. Un policía que le conocía bien lo consideraba un poco liante. Cuando Bryan preguntó a una de las criadas si le gustaría ir con él a bailar aquella noche, Anna le dijo que si tonteaba con otra, le mataría.
A todo esto, la tía de Ernest se lamentaba (en voz lo bastante alta como para hacerse oír) de que su querido sobrino se hubiera casado con una piel roja. No le costó a Mollie devolver sutilmente el golpe, pues una de las criadas que estaban atendiendo a la tía era de raza blanca, recordatorio del orden social que imperaba en la ciudad.
Anna seguía a lo suyo. Discutió con los invitados, discutió con su madre, discutió con Mollie. «No paraba de beber y de pelearse con todos —declararía después una criada—. Yo no entendía su lengua, pero estaba claro que discutían.»[17] Y luego añadió: «Anna les estaba haciendo pasar un mal rato, y a mí me entró miedo».
Aquella tarde, Mollie tenía pensado ocuparse de su madre mientras Ernest llevaba a los invitados a Fairfax, ocho kilómetros al noroeste, para reunirse con Hale e ir a ver el musical Bringing Up Father, sobre un inmigrante irlandés pobre que gana un millón de dólares a la lotería y se afana por integrarse en la alta sociedad. Bryan, que se había puesto un sombrero de cowboy, con el ala a ras de sus ojos de gato, se ofreció a llevar a Anna a su casa.
Mollie le lavó la ropa a su hermana, le dio algo de comer y se aseguró de que estuviese lo bastante sobria para haber recuperado su talante habitual, alegre y encantador, antes de marcharse. Estuvieron un rato juntas, compartiendo unos momentos de calma y reconciliación. Después, Anna se despidió, y al sonreír le brilló un empaste de oro.
Pasaban los días y Mollie estaba cada vez más preocupada. Bryan insistió en que había ido directamente a casa de Anna y que la había dejado allí antes de dirigirse a Fairfax. A la tercera noche, Mollie, fiel a su estilo sereno pero decidido, incitó a todo el mundo a ponerse en movimiento. Mandó a su marido a echar un vistazo a casa de Anna. Ernest vio que la puerta de delante estaba cerrada con llave. Atisbó por la ventana, pero dentro estaba oscuro y no parecía haber nadie.
Se quedó un momento parado, al sol. Unos días antes un frío aguacero había refrescado el suelo, pero ahora el sol caía a plomo entre los robles. En esa época del año el calor creaba espejismos en la pradera y la hierba crecida crujía bajo los pies. A lo lejos, en medio del rielar, podían verse las formas esqueléticas de unas torres de perforación.
La criada principal de Anna, que vivía al lado, salió de su casa y Ernest le preguntó: «¿Sabes dónde está Anna?».[18]
Antes del aguacero, explicó la criada, había pasado por casa de Anna para asegurarse de que no hubiera ninguna ventana abierta. «Pensé que podía entrar agua», dijo.[19] Pero la puerta estaba cerrada con llave y no había señales de Anna por ninguna parte. Se había marchado.
La noticia de su ausencia corrió de boca en boca, de porche en porche, de tienda en tienda. Para empeorar las cosas, se supo también que otro osage, Charles Whitehorn, había desaparecido una semana antes que Anna.[20] Un tipo simpático e ingenioso, Whitehorn tenía treinta años y estaba casado con una mujer medio blanca, medio cheyene.[21] Según un periódico local, Charles era tan «popular entre los blancos como entre los miembros de su tribu».[22] El 14 de mayo había salido de su casa en la parte sudoccidental de la reserva para ir a Pawhuska. Nunca volvió.
Con todo y con eso, Mollie no quiso dejarse llevar por el pánico. Era posible que Anna hubiera salido poco rato después de que Bryan la dejara en su casa, probablemente para ir a Oklahoma City o a la incandescente Kansas City, cruzando la frontera. Quizá estaba tan tranquila bailando en uno de aquellos clubs de jazz a los que le gustaba ir y no sabía nada del caos que su ausencia había provocado. E incluso si se había metido en algún lío, Anna sabía cuidar de sí misma: dentro del bolso de caimán solía llevar una pistola pequeña. Seguro que aparecía de un momento a otro, le aseguró Ernest a Mollie.
Una semana después de la desaparición de Anna un trabajador petrolero que se encontraba en una loma al norte de Pawhuska, a kilómetro y medio de la ciudad, se fijó en algo que sobresalía de unos arbustos cercanos a una torre de perforación. Al acercarse vio que se trataba de un cadáver putrefacto; la víctima tenía dos orificios de bala entre ceja y ceja. Aquello había sido una ejecución.
En el monte hacía un calor húmedo y el alboroto era tremendo. Las barrenas hacían temblar la tierra conforme horadaban el sedimento de piedra caliza; las torres de perforación balanceaban sus largos brazos terminados en zarpas. Pronto se formó un pequeño corro de gente. El cadáver estaba en tan avanzado estado de descomposición que no era posible identificarlo. Había una carta en uno de sus bolsillos. Alguien la sacó, alisó el papel y la leyó. Iba dirigida a Charles Whitehorn, y fue así como supieron desde el principio que el muerto era él.
Más o menos a la misma hora, un hombre estaba cazando ardillas en la zona de Three Mile Creek, cerca de Fairfax, con su hijo adolescente y un amigo. Mientras los dos mayores bebían agua del arroyo, el chico avistó una ardilla y apretó el gatillo. Tras la explosión, el muchacho vio que el animal, herido de muerte, empezaba a caer barranco abajo. Sin pensarlo dos veces, el chico fue en su busca, teniendo que descender por una pendiente arbolada hasta una hoya donde el aire era denso y se oía el murmullo del arroyo. Localizó la ardilla y la cogió. Justo después lanzó un grito: «¡Papá!».[23] Cuando el padre llegó al fondo del barranco, encontró a su hijo subido a una roca, señalando desde allí la musgosa orilla del arroyo: «Un muerto», dijo.
Había un cadáver hinchado y en descomposición. Parecía ser de una mujer india y yacía boca arriba, los cabellos enredados en el fango y la mirada vacía apuntando al cielo. El cuerpo estaba infestado de gusanos.
El hombre y el muchacho se alejaron rápidamente de allí y cruzaron la pradera en su carreta envueltos en una nube de polvo. Cuando llegaron al centro de Fairfax no pudieron encontrar a ningún agente de la ley, así que pararon frente a la Big Hill Trading Company, un gran almacén que tenía a su vez una empresa de pompas fúnebres. Le contaron lo sucedido al propietario del negocio, Scott Mathis, y este avisó al sepulturero, que fue con varios hombres hasta el arroyo en cuestión. Una vez allí subieron el cadáver al pescante de una carreta y, mediante una cuerda, tiraron de él hasta lo alto del barranco; una vez allí lo pusieron en una caja de madera a la sombra de unos robles. Cuando el sepulturero cubrió el cadáver con sal y hielo, este empezó a encogerse como si se le escapara un último vestigio de vida. El hombre intentó averiguar si la muerta era Anna Brown, a la cual conocía. «El cadáver estaba descompuesto y tan hinchado que parecía a punto de reventar, y olía muy mal», recordaba después.[24] Y añadió: «Estaba tan oscuro como un negro».[25]
Ni él ni los otros hombres pudieron identificar a la mujer, pero Mathis, que llevaba los asuntos financieros de Anna, se puso en contacto con Mollie y esta, en compañía de Ernest, Bryan, Rita —la otra hermana de Mollie— y su marido, Bill Smith, se encaminó hacia el arroyo. Les siguieron muchas personas que conocían a Anna, así como los típicos entrometidos morbosos. Kelsie Morrison, que era uno de los principales contrabandistas y traficantes de droga del condado, se sumó a la comitiva junto con su esposa osage.
Al llegar, Mollie y Rita se acercaron al cadáver. El olor era nauseabundo. Varios buitres sobrevolaban obscenamente la zona. Las hermanas no estuvieron seguras de que la cara perteneciera a Anna —apenas si quedaba algo de ella—, pero reconocieron la manta india y las prendas que Mollie le había lavado la tarde de la merienda. Luego, el marido de Rita, Bill, le abrió la boca con un palo que encontró y pudieron ver los empastes de oro. «Es Anna, no hay duda», dijo Bill.[26]
Rita rompió a llorar y su marido se la llevó de allí. Finalmente Mollie consiguió decir «sí», que la muerta era Anna. De la familia, Mollie era la que siempre mantenía la compostura; se alejó del arroyo en compañía de Ernest, dejando atrás un primer asomo de la oscuridad que amenazaba con destruir no solo a su familia sino a la tribu entera.
2
¿OBRA DE DIOS, O DEL HOMBRE?
Rápidamente se convocó en el barranco a un jurado dirigido por un juez de paz para averiguar las causas de la muerte.[27] Este tipo de investigaciones forenses eran un vestigio de cuando los ciudadanos de a pie asumían gran parte de la responsabilidad de indagar delitos y mantener el orden. Durante los años posteriores a la revolución, la opinión pública norteamericana se mostró contraria a la creación de departamentos de policía, temiendo que pudieran convertirse en fuerzas represivas. En cambio, los ciudadanos se organizaban en somatén para dar caza a los sospechosos. Benjamin N. Cardozo, futuro presidente del Tribunal Supremo, comentó en una ocasión que estas persecuciones se hacían «no con timidez o pusilanimidad, sino de corazón y con valentía, y echando mano de cualquier herramienta disponible y adecuada para la ocasión».[28]
Es a mediados del siglo XIX, con el crecimiento de las ciudades industriales y tras una racha de disturbios callejeros —una vez que el temor a las llamadas clases peligrosas sobrepasó el temor al Estado—, cuando nacen en Estados Unidos departamentos de policía. En la época de la muerte de Anna, aquel sistema oficioso de policía ciudadana había dejado de existir, pero quedaban vestigios, sobre todo en zonas que aún parecían vivir en la periferia de la geografía y de la historia.
El juez de paz seleccionó al jurado entre los hombres de raza blanca presentes en el barranco, Mathis entre ellos. Se les encomendó la tarea de determinar si Anna había muerto como consecuencia de la acción de Dios o bien del hombre, y, en caso de que hubiera sido un crimen, debían tratar de identificar a los autores y a sus posibles cómplices. Para llevar a cabo la autopsia, habían llamado a los hermanos Joseph y David Shoun, ambos médicos que atendían a la familia de Mollie. Rodeados por los miembros del jurado, los hermanos Shoun procedieron a examinar el cuerpo para dar un diagnóstico.
Cada cadáver tiene su historia particular. Una fractura de hioides —el hueso del cuello sobre el que se apoya la lengua— puede indicar que la víctima ha sido estrangulada. Las marcas en el cuello, además, pueden revelar si el asesino lo hizo con las manos o bien utilizó una cuerda. Algo tan insignificante como una uña rota puede indicar que hubo forcejeo previo. Un prestigioso manual de jurisprudencia médica de la época citaba el dicho: «Cuando un doctor examina un cadáver debe fijarse en todos los detalles».[29]
Cortesía del Federal Bureau of Investigation
El barranco donde se encontró el cuerpo de Anna Brown
Los hermanos Shoun improvisaron una mesa con una plancha de madera. De un botiquín sacaron varios instrumentos primitivos, entre los cuales había una sierra. El calor se colaba en la sombra del barranco. Había enjambres de moscas. Los médicos examinaron las prendas del cadáver —el bombacho, la falda— en busca de manchas o desgarrones fuera de lo normal. Al no hallar ni una cosa ni otra, intentaron determinar la hora del deceso. Esto es algo más difícil de lo que se supone, sobre todo si la persona en cuestión lleva varios días muerta. En el siglo XIX, los científicos creyeron haber resuelto el enigma estudiando las fases por las que atraviesa un cuerpo después de la muerte: la rigidez de los miembros (rigor mortis), la variación de la temperatura corporal (algor mortis) y la decoloración de la piel debida al estancamiento de la sangre (livor mortis). Pero los patólogos no tardaron en darse cuenta de que las variables que afectan a la descomposición de un cadáver —desde la humedad ambiental hasta el tipo de tejido en contacto con el cuerpo— son demasiadas como para permitir una respuesta exacta. Pese a ello, es posible hacer un cálculo aproximado de la hora de la muerte, y en su caso los Shoun determinaron que Anna llevaba muerta entre cinco y siete días.
Los médicos movieron ligeramente la cabeza de la muerta dentro de la caja. Parte del pericráneo se desprendió, dejando a la vista un perfecto agujero redondo en la parte posterior de la cabeza. «¡Le dispararon!», exclamó uno de los hermanos.[30]
Se produjo una ligera conmoción entre los presentes. Al examinar el cráneo de cerca, vieron que la circunferencia del orificio no era más grande que la de un lápiz. Mathis dedujo que la bala causante de la muerte era del calibre 32. Una vez hubieron determinado el camino seguido por la bala —había entrado justo por debajo de la coronilla, en trayectoria descendente—, ya no les cupo ninguna duda: Anna había sido asesinada a sangre fría.
En aquel entonces los agentes de la ley eran, en su mayoría, aficionados. Raras veces iban a academias especializadas o se molestaban en aprender los incipientes métodos científicos de investigación, tales como el análisis de huellas dactilares y de manchas de sangre. Los policías de la frontera en particular eran, sobre todo, pistoleros y rastreadores; se suponía que debían impedir el crimen y prender al forajido, a ser posible con vida y, si no había más remedio, muerto. «Un funcionario era, literalmente, la ley, y nada salvo su criterio y su gatillo se interponía entre él y la aniquilación», decía el Tulsa Daily World en 1928 tras la muerte de un veterano agente del orden que había trabajado en territorio osage.[31] «Muchas veces era un hombre solo contra toda una banda de malhechores.» Dado que cobraban un salario mísero y se los recompensaba por ser rápidos desenfundando, no es extraño que la línea divisoria entre buenos y malos agentes del orden fuese muy permeable. El jefe de los Dalton, una tristemente famosa banda de forajidos del siglo XIX, había sido durante una época el principal agente del orden en la reserva osage.
Cuando Anna Brown fue asesinada, el sheriff del condado de Osage, responsable de mantener la ley y el orden, era un hombre de la frontera de cincuenta y ocho años y 130 kilos de peso llamado Harve M. Freas. En un libro de 1916 sobre la historia de Oklahoma se le describe como «el terror de los bandidos».[32] Pero se rumoreaba también que Freas estaba en muy buenas relaciones con delincuentes, que daba rienda suelta a jugadores y contrabandistas como Kelsie Morrison y Henry Grammer, un as del rodeo que había estado en prisión por homicidio y que controlaba la distribución de alcohol ilegal en la zona. Un hombre que trabajaba para Grammer confesaría después a las autoridades: «Se me garantizó que si alguna vez me arrestaban […] saldría en libertad al cabo de cinco minutos».[33] Un grupo de ciudadanos del condado de Osage había aprobado previamente una moción —en nombre de «la religión, el orden público, la decencia y la moralidad»— según la cual «a todo aquel que crea que un agente de la ley debe hacer cumplir la ley se le exhorta por la presente a hablar, o escribir, al sheriff Freas cuanto antes e instarle a que cumpla con su deber».[34]
Cuando el sheriff fue informado de la muerte de Anna, estaba ya preocupado por el asesinato de Whitehorn, y en primera instancia envió a un ayudante para que recogiera pruebas. Fairfax contaba con un alguacil, el equivalente de un jefe de policía, que se unió al ayudante en el barranco cuando los hermanos Shoun estaban todavía en plena autopsia. Para identificar el arma homicida, los agentes de la ley debían extraer la bala que, aparentemente, había quedado alojada en el cráneo de la víctima. Utilizando la sierra, los Shoun cortaron el hueso y luego, con mucho cuidado, sacaron el cerebro y lo depositaron sobre el tablón que les servía de mesa. «Los sesos estaban en tan mal estado —recordaba David Shoun— que era imposible seguir la trayectoria del proyectil.»[35] Cogió un palo y hurgó en los sesos: la bala, afirmó, no estaba por ninguna parte.
Los agentes bajaron hasta el arroyo y peinaron la escena del crimen. Junto a una roca de la orilla, allá donde había yacido el cuerpo de Anna, vieron manchas de sangre. No había rastro de la bala, pero uno de los hombres reparó en una botella medio llena de un líquido transparente. Olía a aguardiente ilegal. Los agentes dedujeron que Anna debía de estar sentada en aquella piedra, bebiendo, cuando alguien se le acercó por detrás y le disparó a quemarropa, lo que hizo que cayera al suelo.
El alguacil reparó en dos diferentes huellas de neumático de coche entre la carretera y la quebrada. Dio una voz, y el ayudante del sheriff y los miembros del jurado acudieron con premura. Parecía que ambos coches habían llegado al lugar procedentes del sudeste y luego habían dado media vuelta.
No se obtuvieron más pruebas. Los agentes carecían de conocimientos de medicina legal y no hicieron un molde de las marcas de neumático; tampoco aplicaron polvo a la botella para revelar huellas dactilares ni buscaron residuos de pólvora en el cuerpo de Anna. Por no hacer, ni siquiera fotografiaron la escena del crimen, que, de todos modos, estaba ya contaminada por el gran número observadores.
Sin embargo, alguien cogió uno de los pendientes que Anna tenía puestos y se lo llevó a la madre de Mollie, que estaba demasiado enferma para bajar al arroyo. Lizzie lo reconoció al instante: Anna estaba muerta. Como para todos los osage, el nacimiento de sus hijas había sido la mayor bendición de Wah’Kon-Tah, misteriosa fuerza vital que domina el sol y la luna, la tierra y las estrellas; la fuerza en torno a la cual los osage habían organizado su vida durante siglos, con la esperanza de sacar un poco de orden del tremendo caos de la tierra; la fuerza que estaba y no estaba: invisible, remota, estimulante, desconcertante, callada. Muchos osage habían renunciado a sus creencias tradicionales, pero no Lizzie. (En una ocasión, un funcionario del gobierno federal se había quejado de que mujeres como Lizzie «mantienen vivas las viejas supersticiones y se mofan de las costumbres e ideas modernas».)[36] Alguien, algo, le había arrebatado a Lizzie antes de hora a su hija mayor y su preferida, lo que quizá era una señal de que Wah’Kon-Tah ya no los bendecía y de que el mundo iba hacia un caos todavía mayor. A partir de ahí, la salud de Lizzie empeoró todavía más, como si la pena fuera su propia enfermedad.
Cortesía del Museo de la Nación Osage
Mollie (derecha), con Anna y la madre de ambas, Lizzie
Mollie buscó apoyo en Ernest.[37] Un abogado que los conocía comentó que «la devoción que él le tiene a su esposa india y a sus hijos es insólita […] y sorprendente».[38] Ernest consoló a Mollie mientras ella dedicaba toda su atención a organizar el funeral. Había que comprar flores, un ataúd metálico blanco y una lápida de mármol. Las funerarias, intentando aprovecharse de ellos, cobraban a los osage unos precios exorbitantes, y esta vez no fue una excepción. A Mollie le pidieron 1.450 dólares por el féretro, 100 por adecentar y embalsamar el cadáver y 25 por el alquiler de un coche fúnebre. Una vez añadidos los accesorios, como guantes para los sepultureros, la suma total era astronómica. Como dijo un abogado de la ciudad, «la cosa había llegado a tal extremo que no podías enterrar a un indio osage por menos de 6.000 dólares»,[39] cantidad que, calculada según la inflación, equivaldría a 80.000 dólares de ahora.
Acordaron que el funeral reflejara las tradiciones osage y católicas de la familia.[40] Mollie había estudiado en un colegio misionero en Pawhuska e iba a misa con regularidad. Los domingos, mientras la luz matinal se colaba por los ventanales, le gustaba sentarse en los bancos y escuchar el sermón del cura. También le gustaba hacer vida social y ver a sus amistades, y el domingo era el día ideal para ello.
El funeral de Anna empezó en la iglesia. William Hale, el tío de Ernest, tenía mucha relación con Anna y la familia de Mollie, y fue uno de los portadores del féretro. El sacerdote entonó el rítmico himno del siglo XIII «Dies Irae», que termina con este ruego:
Señor, ten piedad,
concédeles el descanso eterno.
Una vez que el sacerdote hubo rociado el féretro con agua, Mollie condujo a su familia y a los deudos hasta un cementerio de Gray Horse, un lugar tranquilo y aislado con vistas a la inmensa pradera. El padre de Mollie y la hermana de esta, Minnie, estaban enterrados allí en parcelas contiguas, y al lado había una fosa recién cavada, húmeda y oscura, esperando el ataúd de Anna, que ya había sido transportado hasta el lugar. En la lápida se leía esta inscripción: «Nos veremos en el cielo». Normalmente en el cementerio levantaban una última vez la tapa del ataúd antes de la inhumación para que los seres queridos pudieran despedirse, pero el estado del cadáver lo hizo inviable. Lo más preocupante era que no se le pudo pintar la cara con los símbolos de la tribu y de su clan, algo que era tradición en los sepelios osage. Mollie temía que, si no se seguía este ritual de ornamentación, el espíritu de Anna pudiera extraviarse. No obstante, Mollie y su familia introdujeron en el féretro de Anna comida suficiente para el viaje de tres días hasta lo que los osage llaman el Terreno de la Caza Feliz.
Los deudos de más edad, como la madre de Mollie, empezaron a recitar cánticos-plegaria osage, confiando en que los oyera Wah’Kon-Tah. El gran historiador y escritor John Joseph Mathews (1894-1979), que tenía sangre osage, documentó muchas de las tradiciones de la tribu. Describiendo una oración típica, escribía: «Mi alma de niño se llenó de un temor agridulce, de un anhelo exótico, y cuando terminó me quedé allí tendido en mi exultante trance de temor, deseando fervientemente que hubiera una continuación, y temiendo al mismo tiempo que la hubiera. Más adelante, cuando ya tenía uso de razón, me pareció que ese cántico, esa canción-plegaria, esa súplica tan emotiva, siempre terminaba antes de llegar al final con un gemido de frustración».[41]
En el camposanto, de pie junto a Ernest, Mollie oyó la canción de la muerte de boca de los mayores, las voces entreveradas de llanto. Oda Brown, el exmarido de Anna, estaba tan afectado que hubo de alejarse. A las doce en punto del mediodía —momento en que el sol, la mayor manifestación del Gran Misterio, alcanzaba su cénit—, los hombres agarraron el féretro y empezaron a descolgarlo en el interior de la fosa. Mollie observó el reluciente ataúd blanco hundiéndose en la tierra hasta que los estremecedores gemidos dejaron paso al repicar de la tierra contra la tapa del féretro.
3
EL REY DE LAS COLINAS OSAGE
Los asesinatos de Anna Brown y Charles Whitehorn causaron mucho revuelo. Un titular a toda plana en el Pawhuska Daily Capital rezaba así: DESCUBIERTOS DOS CASOS DE ASESINATO CASI AL MISMO TIEMPO.[42] Había innumerables hipótesis sobre quién podía ser el autor. Las dos balas que extrajeron del cráneo de Whitehorn parecían ser de una pistola del calibre 32, el mismo tipo de arma con la que supuestamente habían asesinado a Anna Brown. ¿Era simple coincidencia que ambas víctimas fueran acaudalados indios osage de treinta y tantos años? ¿O acaso había sido obra de un asesino en serie, alguien como el doctor H. H. Holmes, que había matado al menos a veintisiete personas, muchas de ellas durante la Exposición Universal de Chicago de 1893?
Lizzie dejó que fuera Mollie quien hablara con las autoridades. En vida de Lizzie, los osage habían ido apartándose irremediablemente de sus tradiciones. Louis F. Burns, un historiador osage, escribió que, a partir del descubrimiento del petróleo, la tribu había quedado «a la deriva en un mundo extraño», y añadía: «No había nada familiar a lo que agarrarse para mantenerse a flote en el universo de la riqueza blanca».[43] En los viejos tiempos un clan osage, dentro del cual había un grupo denominado los Viajeros en la Niebla, asumía el liderazgo siempre que la tribu experimentaba cambios repentinos o se lanzaba a territorios desconocidos. Mollie, pese al desconcierto que muchas veces le causaba tanta agitación a su alrededor, asumió el liderazgo familiar a modo de moderna viajera en la niebla. Hablaba inglés, estaba casada con un blanco, y no había sucumbido a las tentaciones que tanto daño habían hecho a muchos jóvenes de la tribu, como Anna. Para algunos osage, en especial ancianos como Lizzie, el petróleo era una bendición maldita. «Algún día este petróleo desaparecerá y el Gran Padre Blanco dejará de enviarnos suculentos cheques varias veces al año —dijo un jefe de los osage en 1928—.[44] No habrá más automóviles caros ni más ropa nueva. Sé que entonces mi pueblo será más feliz.»
Mollie presionó para que se investigara el asesinato de Anna, pero la mayoría de los funcionarios mostró poco interés por lo que para ellos no era nada más que una «india muerta». En vista de ello, Mollie decidió acudir a William Hale, el tío de Ernest.[45] Sus intereses empresariales dominaban ya el condado y él se había convertido en un ferviente defensor de la ley y el orden: había que proteger a los que llamaba «gente temerosa de Dios».
Hale, que tenía cara de búho, el pelo negro y tieso y unos ojillos siempre alerta emboscados bajo las cejas, se había instalado en la reserva hacía casi dos decenios. Como una versión en la vida real del Thomas Sutpen de Faulkner, parecía haber surgido de la nada: un hombre sin pasado. Había llegado al territorio con poco más que un hatillo de ropa y un gastado Antiguo Testamento, y enseguida se embarcó en lo que una persona que le conocía bien calificó de «lucha por la vida y por la riqueza» en un «primitivo estado de civilización».[46]
Hale encontró trabajo de vaquero en un rancho. Antes de que el ferrocarril extendiera sus brazos por todo el Oeste, los vaqueros llevaban ganado desde Texas hasta territorio osage para que los animales pacieran en la suculenta hierba de tallo azul, y de allí hasta Kansas, donde eran enviados a mataderos de Chicago y otras ciudades grandes. Estos viajes alimentaron la fascinación por el cowboy, pero el trabajo de vaquero no tenía nada de romántico. Hale cobraba una miseria por trabajar día y noche; montado a caballo aunque cayera granizo, o relámpagos, o en plena tormenta de arena, sobrevivió a estampidas haciendo girar a las reses en círculos cada vez más pequeños para que no lo pisotearan. Sus prendas apestaban a sudor y estiércol y tenía muchos huesos maltrechos, cuando no rotos. Al final compró unas cuantas reses en territorio osage con un dinero ahorrado y préstamos. «Es el tipo con más energía que he visto en mi vida —recordaba un hombre que invirtió en su negocio—. Hasta cuando cruzaba la calle parecía que estuviera haciendo algo importantísimo.» [47]
Hale quebró al poco tiempo, un amargo fracaso que no hizo sino cebar el horno de su ambición. Después de comenzar de nuevo en el negocio de la ganadería, muchas veces dormía en una tienda de campaña en la fría y ventosa llanura, a solas con su furia. Años más tarde, un periodista describía a Hale al lado de una fogata yendo de