PRÓLOGO
Mokhtar Alkhanshali y yo convenimos en vernos en Oakland. Él acaba de regresar de Yemen, tras escapar con vida por los pelos. Ciudadano estadounidense, Mokhtar había sido abandonado a su suerte por su gobierno para esquivar las bombas saudíes y a los rebeldes hutíes. No tenía manera de salir del país. Los aeropuertos estaban destruidos y las carreteras de salida resultaban impracticables. No se planearon evacuaciones, no se prestó ayuda. El Departamento de Estado dejó en la cuneta a miles de estadounidenses de origen yemení, que se vieron obligados a apañárselas solos para huir de una guerra relámpago: la aviación saudí arrojó en Yemen decenas de miles de bombas fabricadas en Estados Unidos.
Espero a Mokhtar (pronunciado Mook-tar) frente a la cafetería Blue Bottle de la plaza Jack London. El resto del país está pendiente del juicio que está celebrándose en Boston, donde dos jóvenes hermanos han sido acusados de detonar diversos artefactos durante el maratón de la ciudad, que han causado nueve muertos y cientos de heridos. Por encima de Oakland sobrevuela un helicóptero de la policía, que vigila una huelga de estibadores en el puerto. Estamos en 2015, catorce años después del 11S y el séptimo de gobierno del presidente Barack Obama. Como país, hemos progresado desde la intensa paranoia de la época Bush; en cierta medida el acoso a nuestros compatriotas musulmanes ha remitido, pero cualquier delito cometido por un estadounidense musulmán reaviva las llamas de la islamofobia durante unos cuantos meses.
Cuando llega Mokhtar, me parece mayor y más contenido que la última vez que lo vi. El hombre que hoy baja del coche viste pantalones chinos y chaleco de punto. Lleva el pelo corto y engominado y la perilla acicalada. Camina con calma preternatural, el torso apenas se mueve mientras las piernas lo transportan al otro lado de la calle y hasta nuestra mesa en la acera. Nos estrechamos la mano y observo que en la derecha luce un gran anillo de plata, de delicada filigrana y enorme rubí engastado.
Entra en el Blue Bottle a saludar a los amigos que trabajan allí y a sacarme una taza de café etíope. Insiste en que espere a que se enfríe antes de bebérmelo. El café no debería tomarse demasiado caliente, dice; el calor enmascara el sabor, retrae las papilas gustativas. Cuando por fin nos acomodamos y el café se ha enfriado, comienza a contarme la historia de su cautiverio y liberación en Yemen, me habla de su juventud en el distrito Tenderloin de San Francisco –en muchos sentidos, el más conflictivo de la ciudad– y de cómo, mientras trabajaba de portero en un bloque de pisos de lujo del centro, descubrió su vocación por el café.
Mokhtar habla rápido. Es muy divertido y profundamente sincero, e ilustra sus anécdotas con fotografías que ha sacado con el móvil. A veces pone la música que escuchó durante un episodio en particular del relato. A veces suspira. A veces le asombra su vida, su buena suerte, ser un niño pobre del Tenderloin que ahora disfruta de un éxito considerable como importador de café. A veces se ríe, sorprendido de no estar muerto, dado que sobrevivió a un bombardeo saudí en Saná y fue secuestrado por dos facciones diferentes cuando Yemen sucumbió a la guerra civil. Pero fundamentalmente quiere hablar de café. Mostrarme fotografías de cafetos y caficultores. Hablar de la historia del café, de las historias de hazañas y aventuras que han conducido al café a su actual condición de combustible de gran parte de la productividad mundial y mercancía global de setenta mil millones de dólares. La única ocasión en que ralentiza el discurso es cuando describe la preocupación que causó a familiares y amigos al quedar atrapado en Yemen. Sus grandes ojos se humedecen y Mokhtar hace una pausa, se queda un momento mirando las fotos del teléfono antes de recuperarse y continuar.
Ahora, que estoy terminando este libro, han pasado tres años desde nuestro encuentro de aquel día en Oakland. Antes de embarcarme en este proyecto, era bebedor ocasional de café y escéptico en lo tocante al café de especialidad. Me parecía demasiado caro y consideraba que cualquiera que se preocupara tanto por la preparación del café o su origen, o que hiciera cola por ciertos cafés preparados de determinados modos, era tonto y pretencioso.
Pero visitar cafetales y caficultores por todo el mundo, desde Costa Rica a Etiopía, me ha educado. Mokhtar me ha educado. Visitamos a su familia en el Central Valley californiano y recolectamos bayas de café en Santa Bárbara, en la única plantación cafetera de Norteamérica. Mascamos qat en Harar y, en las colinas que se alzan sobre la ciudad, paseamos entre algunos de los cafetos más antiguos del planeta. Al volver sobre sus pasos en Yibuti, visitamos un campo de refugiados polvoriento y desastrado cerca del puesto costero de Obock y vi a Mokhtar pelear por recuperar el pasaporte de un joven estudiante de odontología yemení que había escapado de la guerra civil y no tenía nada, ni siquiera identidad. En las montañas más remotas de Yemen, Mokhtar y yo bebimos té azucarado con botánicos y jeques y escuchamos los lamentos de quienes no tenían ningún interés en la guerra civil y solo anhelaban la paz.
Después de todo esto, los votantes estadounidenses –gracias a sus colegios electorales– eligieron presidente a un hombre que había prometido impedir la entrada de musulmanes en el país «hasta que descubramos lo que ocurre». Tras la investidura, intentó por dos veces prohibir a los ciudadanos de siete países de mayoría musulmana viajar a Estados Unidos. La lista incluía Yemen, quizá un país más incomprendido que cualquier otro. «Espero que en los campos tengan wifi», me dijo Mokhtar tras las elecciones. Era una broma macabra que circulaba por la comunidad musulmana estadounidense, basada en la suposición de que Trump, a la primera ocasión –si, por ejemplo, un musulmán provocaba un atentado terrorista en territorio nacional–, propondría el registro o incluso el internamiento de los musulmanes de Estados Unidos. Cuando hizo la broma, Mokhtar llevaba una camiseta con el lema HAZ CAFÉ, NO LA GUERRA.
El sentido del humor de Mokhtar invade cuanto hace y dice, y confío en haber capturado en estas páginas ese humor y la forma en que moldea su manera de ver el mundo, incluso ante los mayores peligros. En un momento dado de la guerra civil yemení, una milicia capturó y encarceló a Mokhtar en Adén. Como se ha criado en Estados Unidos y se ha empapado de la cultura pop americana, se le ocurrió pensar que uno de sus captores se parecía a Karate Kid; cuando Mokhtar me relataba el episodio, siempre llamaba Karate Kid al captor. Al emplear este apodo no pretendo subestimar el peligro que corrió Mokhtar, pero me parece importante reflejar la actitud de un hombre casi imposible de inmutar y que considera la mayoría de los peligros meros impedimentos temporales a otras preocupaciones más fundamentales: localizar, tostar e importar café yemení, y el progreso de los agricultores por los que lucha. Y además sospecho que su captor se parecería al Ralph Macchio de principios de los ochenta.
Mokhtar es a un tiempo humilde con respecto a la historia que habita e irreverente frente al lugar que ocupa en ella. Pero la suya es una historia a la antigua. Trata esencialmente del Sueño Americano, que sigue extremadamente vivo y extremadamente amenazado. Su historia también habla del café y de cómo ha intentado mejorar la producción cafetera de Yemen, el país donde empezó a cultivarse hace quinientos años. También trata del barrio del Tenderloin, un valle de desesperación en una ciudad de imponente riqueza como San Francisco, de las familias que lo habitan y luchan por hacerlo con seguridad y dignidad. Trata de la curiosa preponderancia de los yemeníes en el negocio de las licorerías en California y la sorprendente historia de los yemeníes en el Central Valley. Y de cómo su trabajo en California remite a su larga historia agrícola en el Yemen. Y de cómo el comercio directo puede cambiar la vida de los agricultores, granjeándoles influencia y prestigio. Y de cómo americanos como Mokhtar Alkhanshali, ciudadanos estadounidenses que mantienen fuertes lazos con los países de sus antepasados, con celo emprendedor y esfuerzo perseverante tienden los puentes indispensables entre el mundo desarrollado y el mundo en vías de desarrollo, entre los países que producen y los que consumen. Y de cómo estos constructores de puentes personifican con exquisitez y coraje la razón de ser de este país, un lugar de oportunidades radicales y bienvenida incesante. Y de cómo cuando nos olvidamos de que ahí se encuentra la clave de lo mejor de este país, nos olvidamos de nosotros mismos: una mezcla de personas unidas no por el aislamiento, la cobardía y el miedo, sino por una exuberancia irracional, por un empuje global a escala humana, por la inherente rectitud de avanzar, seguir siempre adelante, movidas por un coraje ilimitado e implacable.
NOTA A PROPÓSITO DEL LIBRO
El presente libro es una obra de no ficción que describe los acontecimientos tal como los vivió y los recuerda Mokhtar Alkhanshali. Durante la fase de investigación, a lo largo de casi tres años, me entrevisté durante cientos de horas con Mokhtar. Siempre que ha sido posible, he corroborado sus recuerdos con la ayuda de otros que también estuvieron presentes, o con documentación histórica. Todos los diálogos se recogen tal como Mokhtar o algún otro de los participantes los recuerda. Se han cambiado algunos nombres. En todos los casos, cuando el diálogo tiene lugar en Yemen, debe entenderse que transcurre en árabe. He procurado, con la ayuda de Mokhtar, reflejar fielmente en inglés el tono y el espíritu de las conversaciones.
EL MONJE DE MOKA
LIBRO I
1
LA CARTERA
Miriam le regalaba cosas a Mokhtar. Normalmente, libros. Le regaló Das Kapital. Le regaló Noam Chomsky. Cultivaba su mente. Alimentaba sus aspiraciones. Salieron durante un año más o menos, pero tenían poco futuro. Él era un estadounidense musulmán de origen yemení y ella, medio palestina, medio griega y cristiana. Pero era bella, y fiera, y luchó por Mokhtar más que él mismo. Cuando Mokhtar le dijo que quería un título universitario y estudiar derecho, ella le compró una cartera. Un maletín de abogado, fabricado en Granada, primorosamente confeccionado con el cuero más suave, con remaches y hebillas metálicas y elegantes compartimentos interiores. Tal vez, pensó Miriam, el objeto conduciría al sueño.
Las piezas iban encajando, pensó Mokhtar. Por fin había ahorrado suficiente para matricularse en el City College de San Francisco y empezaría el curso en otoño. Después de dos años en el City, estudiaría dos más en la San Francisco State University y luego tres en la facultad de derecho. Cuando terminase tendría treinta años. No era ideal, pero sí un programa asequible. Por primera vez en toda su vida académica, experimentaba algo parecido a la claridad y el ímpetu.
Necesitaba un ordenador portátil, de modo que le pidió un préstamo a su hermano Wallead. Wallead era más joven –se llevaban menos de un año y por eso decían que eran gemelos irlandeses–, pero tenía la vida resuelta. Después de trabajar durante años de portero de un rascacielos residencial llamado Infinity,Wallead se había matriculado en la Universidad de California, en Davis. Y había ahorrado suficiente para pagar el portátil de Mokhtar. Wallead cargó el MacBook Air nuevo a la tarjeta de crédito y Mokhtar prometió devolverle los mil cien dólares a plazos. Mokhtar metió el portátil en la cartera de Miriam; encajaba a la perfección y quedaba abogadesco.
Mokhtar se llevó la cartera a la cena benéfica por Somalia. Corría el año 2012 y Mokhtar y un grupo de amigos habían organizado una cena en San Francisco para recaudar dinero para los somalíes afectados por la hambruna, que ya se había cobrado cientos de miles de vidas. Estaban en Ramadán, de modo que todos comieron abundantemente mientras escuchaban a los oradores, estadounidenses de origen somalí, hablar de las dificultades que afligían a sus compatriotas. Se recaudaron tres mil dólares, casi todos en metálico. Mokhtar guardó el dinero en la cartera y, de traje y con el maletín de cuero cargado con un portátil nuevo y un fajo variopinto de billetes, se sintió como un hombre de acción, resolutivo.
Porque se sentía lleno de energía y era impulsivo por naturaleza, convenció a otro de los organizadores, Sayed Darwoush, para transportar la recaudación esa misma noche a Santa Clara, a una hora en coche más al sur. Una vez en Santa Clara irían a la mezquita y entregarían el dinero a un representante de Islamic Relief, la organización humanitaria de ámbito global que distribuía ayuda en Somalia. Otro de los organizadores le pidió que llevara una nevera con las sobras de rooh afza, una bebida paquistaní rosada que se prepara con leche y agua de rosas.
–¿Seguro que tienes que ir esta noche? –preguntó Jeremy.
Jeremy pensaba a menudo que Mokhtar asumía demasiadas responsabilidades y demasiado pronto.
–No hay problema –dijo Mokhtar.
«Tiene que ser esta noche», pensó.
Así que Sayed condujo y durante el trayecto por la 101 fueron reflexionando sobre la generosidad que se había demostrado esa noche, y Mokhtar pensó en lo bien que sentaba tener una idea y verla realizada. Pensó, también, en cómo sería tener un título de derecho, ser el primero de los Alkhanshali de América con un doctorado en jurisprudencia. Cómo terminaría por licenciarse y representar a solicitantes de asilo, a otros americanos de origen árabe con problemas migratorios. Algún día se presentaría a unas elecciones.
A medio camino de Santa Clara, le venció la fatiga. Organizar la cena le había llevado semanas; ahora el cuerpo exigía descanso. Mokhtar apoyó la cabeza en la ventanilla.
–Cierro los ojos un momento –dijo.
Cuando se despertó, estaban en el aparcamiento de la mezquita de Santa Clara. Sayed le sacudió por el hombro.
–Despierta –le dijo.
La oración comenzaba en unos minutos.
Mokhtar bajó del coche, adormilado. Sacaron la nevera de rooh afza del maletero y corrieron hacia la mezquita.
Solo después de la oración, Mokhtar reparó en que se había dejado fuera la cartera. En el suelo, al lado del coche. Se había olvidado el maletín, con los tres mil dólares y el portátil nuevo de mil cien dólares, en el aparcamiento, a medianoche.
Corrió hacia el coche. La cartera había desaparecido.
Buscaron por todo el aparcamiento. Nada.
En la mezquita nadie había visto nada. Mokhtar y Sayed buscaron toda la noche. Mokhtar no durmió. Sayed se fue a casa por la mañana. Mokhtar se quedó en Santa Clara.
No tenía sentido quedarse, pero le resultaba imposible volver a casa.
Telefoneó a Jeremy.
–He perdido la cartera. He perdido tres mil dólares y un ordenador portátil por la maldita leche rosa. ¿Qué le digo a la gente?
Mokhtar no podía contar a los cientos de personas que habían donado dinero para aliviar la hambruna somalí que su aportación había desaparecido. No podía contárselo a Miriam. No quería imaginar lo que habría pagado Miriam por la cartera, lo que pensaría de él: perder cuanto tenía, todo de una vez. No podía contárselo a sus padres. No podía contarle a Wallead que estarían pagando mil cien dólares por un ordenador que Mokhtar no iba a utilizar jamás.
A los dos días de perder la cartera, otro amigo de Mokhtar, Ibrahim Ahmed Ibrahim, viajaba a Egipto para comprobar en qué había quedado la Primavera Árabe. Mokhtar lo acompañó en coche al aeropuerto, a medio camino de casa de sus padres. Ibrahim estaba acabando los estudios en Berkeley; obtendría el título en cuestión de meses. No supo qué decirle a Mokhtar. «No te preocupes» no parecía suficiente. Desapareció en la cola del control de seguridad y voló a El Cairo.
Mokhtar se sentó en una de las butacas de cuero negro del atrio del aeropuerto y permaneció allí varias horas. Vio el ir y venir de la gente. Las familias de salida o de entrada, camino del hogar. Los empresarios con maletines y planes. Se quedó en la terminal internacional, un monumento al movimiento, sentado, vibrando, sin ir a ninguna parte.
2
PORTERO DEL INFINITY
Mokhtar se hizo portero. No. Embajador de Vestíbulo. Era el término que preferían en el Infinity. Significaba que Mokhtar era portero. Mokhtar Alkhanshali, primogénito de Faisal y Bushra Alkhanshali, hermano mayor de Wallead, Sabah, Khaled, Afrah, Fowaz y Mohamed, nieto de Hamood al Khanshali Zafaran al Eshmali, león de Ibb, descendiente de la tribu Al Shanan, principal rama de la confederación tribal Bakil, era portero.
El Infinity era un grupo de cuatro edificios residenciales, cada uno con vistas a la bahía de San Francisco, a la ciudad bañada de sol y las colinas de la East Bay. En los bloques del Infinity vivían médicos, millonarios de las nuevas tecnologías, atletas profesionales y jubilados pudientes. Todos iban y venían por el relumbrante vestíbulo del Infinity y Mokhtar les abría las puertas para que pasaran sin tener que esforzarse.
Ya no contaba con la opción del City College. Después de perder la cartera, Mokhtar tuvo que conseguir trabajo a jornada completa. Omar Ghazali, amigo de la familia, le había prestado los tres mil dólares para realizar la donación a Islamic Relief. Pero Mokhtar tenía que devolverle el dinero y, entre eso y los mil cien que debía a Wallead, la universidad tendría que esperar indefinidamente.
Wallead le ayudó a conseguir el puesto de portero; era el mismo que había ocupado él unos años atrás. Entonces Wallead había ganado veintidós dólares a la hora y ahora Mokhtar, su hermano mayor, ganaba dieciocho. Cuando Wallead era portero, los trabajadores estaban sindicados, pero el sindicato se había desmantelado y ahora dirigía el edificio una peruana atildada llamada María, que repiqueteaba por los suelos relucientes subida a tacones de aguja. A María le había gustado el pulcro aspecto de Mokhtar y le había ofrecido el empleo. Mokhtar no podía quejarse, ganaba dieciocho dólares a la hora cuando el sueldo mínimo en California era de ocho con veinticinco.
Pero no estaba estudiando, ya no tenía una ruta definida hacia la universidad. Pasaba los días en el vestíbulo de la Torre B del Infinity, abriendo puertas a los residentes y los diversos miembros del sector servicios que alimentaban y masajeaban a los residentes, la gente que paseaba a los perrillos minúsculos, que limpiaba los pisos e instalaba los candelabros nuevos. Mokhtar siempre se llevaba un libro –estaba intentándolo de nuevo con Das Kapital–, pero leer resultaba casi imposible para un Embajador de Vestíbulo. Las interrupciones eran constantes, el ruido, enervante. El vestíbulo quedaba a pie de calle y el vecindario estaba en proceso de cambio, levantaban un edificio nuevo cada mes, estaban transformando South of Market en una especie de mini-Manhattan. El estruendo de la construcción era arrítmico y le desquiciaba los nervios.
El ruido era una cosa, pero el principal impedimento a la lectura, o al pensar, lo representaba la puerta misma. El vestíbulo era una caja de cristal, un hexágono transparente, y el Embajador de Vestíbulo debía mantenerse alerta ante cualquier humano que se acercara desde cualquier ángulo y atento a las puertas dobles que daban a la calle. La mayoría de los que se acercaban eran conocidos –residentes, trabajadores de mantenimiento del Infinity, repartidores–, pero también recibían visitantes esporádicos. Invitados, entrenadores, agentes inmobiliarios, terapeutas, operarios de mantenimiento. Mokhtar tenía que estar presto a saltar sobre cualquiera que se aproximara a la puerta.
Si era un repartidor, Mokhtar podía levantarse, sonreír y abrir la puerta sin prisas. Pero si era un residente, Mokhtar disponía de un par de segundos para saltar de la silla de detrás de la recepción, correr a la puerta (sin aparentar que corría desesperadamente), abrirla, sonreír y ceder el paso. Si la mano del vecino tocaba la puerta antes que la suya, malo. Mokhtar tenía que llegar el primero, mantener la puerta abierta, lucir una sonrisa amplia, tener una pregunta preparada y plantearla con alegría y sin malicia: «¿Cómo ha ido el footing, señorita Agarwal?».
Todo esto era nuevo. Era cosa de María. Cuando estaban sindicados y Wallead era Embajador de Vestíbulo, el trabajo se definía como «sedente», con lo que quería decirse que el Embajador de Vestíbulo no tenía que levantarse cada vez que alguien entraba o salía. Pero la llegada de María lo había cambiado. Ahora el trabajo exigía una vigilancia constante, la habilidad de levantarse de un brinco y cruzar el vestíbulo con elegancia y celeridad.
No importaba que cualquiera pudiera abrir fácilmente la puerta por sí mismo. Esa no era la cuestión. La cuestión era el toque personal. Tener un hombre sonriente con un pulcro traje azul abriendo la puerta indicaba tanto lujo como consideración. Les decía a los residentes que aquel era un edificio de cierta distinción, que ese individuo arreglado y atento del vestíbulo no solo recogía sus paquetes y garantizaba que los invitados fueran bien recibidos y las visitas inesperadas aprobadas o vetadas, sino que además se tomaba la molestia de abrirles la puerta, de decirles «Buenos días», «Buenas tardes», «Buenas noches», «Parece que va a llover», «No coja frío», «Disfrute del partido», «Disfrute del concierto», «Que tenga un buen paseo». Ese hombre encantador saludaría a su perro, saludaría a sus nietos, saludaría a su nueva novia, saludaría al arpista que habían contratado para que amenizara la cena.
Esto último era verdad. Era una persona de verdad. Había un arpista de verdad, que dirigía una compañía llamada I Left My Harp in San Francisco. Mokhtar llegó a conocerlo bien. Por unos cientos de dólares acudía con el arpa y tocaba mientras la gente comía, mientras los demás bebían. Una pareja que vivía en una de las plantas superiores lo contrataba una vez al mes. Era simpático. Como lo era el que reparaba las arañas: era búlgaro y solía pararse a hablar con Mokhtar. La nutricionista de mascotas llevaba mechas azuladas en el pelo y un brazo cargado de tintineante joyería de plata. Cada día cruzaba aquellas puertas un desfile caleidoscópico. Una docena más o menos de entrenadores personales, y Mokhtar tenía que conocerlos a todos, cuál de ellos mejoraba la salud y la longevidad de qué residente. Los asesores de arte, los compradores personales, las niñeras, los alfombristas, los médicos particulares. Los repartidores de comida china en bicicleta, los de pizza en coche, los de la tintorería a pie.
Pero fundamentalmente llegaban mensajeros. El de FedEx, el de UPS, el de DHL, que traían paquetes de Zappos, Bodybuilding.com, diapers.com. A algunos les gustaba hablar, otros llegaban apurados, siempre tarde, solo necesitaban una firma, «Gracias, tío». Algunos conocían a Mokhtar por su nombre, otros no se molestaban en averiguarlo. A algunos les gustaba charlar, quejarse, cotillear. Pero el volumen de paquetes que cruzaba aquella puerta… costaba de creer.
«¿Qué tenemos hoy?», preguntaba Mokhtar.
«Anacardos de Oregón», respondía el mensajero.
«Filetes de Nebraska; habría que meterlos inmediatamente en la nevera.»
«Unas camisas de Londres.»
Mokhtar firmaba el recibo y guardaba los paquetes en el almacén de detrás de la recepción y, cuando el residente entraba al vestíbulo, levantaba un dedo y una ceja contenta y anunciaba que había llegado un paquete. La alegría era mutua. Una vez uno de los vecinos mayores, James Blackburn, abrió una caja y le enseñó a Mokhtar un par de plumas Montblanc nuevas.
–Las mejores plumas del mundo –afirmó el señor Blackburn.
Mokhtar, siempre educado, admiró las plumas y preguntó un par de detalles. A los pocos meses, en Navidad, se encontró un regalo en el mostrador, y al desenvolverlo descubrió una pluma idéntica. Regalo del señor Blackburn.
Para la mayoría de los residentes el dinero era nuevo y estaban acostumbrándose a la vida en el Infinity. Si querían una relación más formal, Mokhtar se adaptaba. Si querían charlar, charlaba, y de vez en cuando había tiempo y ganas para mantener una conversación. Quizá mientras esperaban al coche en el vestíbulo. Mokhtar tenía que levantarse y aguardar junto a la puerta, listo para cuando llegara el vehículo, de modo que quedaban unos minutos incómodos, en que los dos observaban fijamente la calle.
–¿Un día ajetreado? –podía preguntar un residente.
–No mucho –respondía Mokhtar.
Era importante no parecer nunca aturullado. Un Embajador de Vestíbulo debía proyectar un aire de competencia serena.
–¿Te has enterado de que el nuevo pitcher de los Giants se ha mudado a la Torre B? –decía el residente; entonces llegaba el coche y ahí quedaba la cosa.
Pero en ocasiones profundizaban. Con James Blackburn profundizaron. Incluso antes de la pluma Montblanc, había mostrado interés por Mokhtar.
–Eres un tipo listo, Mokhtar. ¿Qué planes tienes?
Mokhtar lo apreciaba. James, un jubilado blanco de sesenta y tantos años, era un tío majo al que también incomodaban sus encuentros. Si daba por sentado que Mokhtar anhelaba algo mejor que trabajar de recepcionista y portero estaría menospreciando su actual ocupación, que, que él supiera, para Mokhtar constituía un triunfo personal. Por otro lado, si daba por sentado que aquel era un triunfo personal para Mokhtar, se derivaban toda una serie de asunciones todavía más peliagudas.
La mayoría de los residentes no preguntaban. No querían saber. El trabajo, la presencia de Mokhtar, suponía un recordatorio de que había quienes vivían en torres de cristal y quienes les abrían las puertas. ¿Le habían visto leyendo Los condenados de la tierra? Mokhtar no ocultaba sus lecturas. ¿Le habían visto en las noticias, participando ocasionalmente en una protesta en demanda de mejoras en las relaciones entre la policía y la comunidad árabe y musulmana de San Francisco, o liderándola? Mokhtar había recibido atención pública alguna vez y en ocasiones creía que tenía futuro como organizador, representando a árabes y musulmanes a mayor nivel. ¿Como concejal? ¿Alcalde? Algunos residentes del Infinity conocían su labor de joven activista y para la mayoría constituía un enigma incómodo. Mokhtar sabía que preferían un portero algo más dócil, algo menos interesante.
Pero estaba James Blackburn.
–¿Dónde has crecido? –preguntaba–. ¿Naciste aquí o fuera del país?
3
EL NIÑO QUE ROBABA LIBROS
El recuerdo más temprano de Mokhtar sobre San Francisco era el de un hombre defecando en un Mercedes. Ocurrió el día que su familia llegó a Tenderloin. Mokhtar tenía ocho años, era el mayor de los por entonces cinco hermanos. Durante años la familia había vivido en el vecindario de BedStuy, en Brooklyn, donde su padre, Faisal, regentaba el Mike’s Candy and Grocery: un colmado propiedad del abuelo de Mokhtar, Hamood. Pero Faisal no quería vender alcohol, nunca se había sentido cómodo haciéndolo. Tras años de planificación y angustiosa deliberación, finalmente Faisal y su esposa Bushra se liberaron. Se mudaron a California, donde a Faisal le habían prometido trabajo de conserje. Prefería verse sin un chavo y empezar de cero a seguir bajo el dominio de su padre vendiendo licores.
Encontraron piso en el distrito de Tenderloin, considerado el más problemático y pobre de la ciudad. El día que llegaron a San Francisco, Mokhtar viajaba en el asiento trasero con sus hermanos cuando pararon en un semáforo. Miró un Mercedes que tenían al lado y, justo mientras contemplaba el coche, su pintura inmaculada y cromados relucientes, un hombre harapiento saltó al capó, se bajó los pantalones y defecó. Estaban a una manzana de donde iban a vivir.
Pasaron de un piso espacioso en Brooklyn, de una vida que Mokhtar recordaba sin estrecheces –donde los niños tenían su propia habitación, repleta de juguetes– a un piso de una habitación en el 1036 de la calle Polk, situado entre dos tiendas de pornografía. Mokhtar y sus cinco hermanos dormían en el dormitorio y sus padres en el salón. Las sirenas ululaban toda la noche. Los adictos gemían. La madre de Mokhtar, Bushra, tenía miedo de salir sola por el barrio y mandaba a Mokhtar a hacer la compra al colmado de la calle Larkin. En uno de sus primeros recados, alguien arrojó una botella en su