En el verano de 1973 llegué por primera vez a Colombia. Iba de Nueva York, donde vivía, camino a Chile, porque allá me habían prometido una beca para hacer la universidad en Santiago. En Nueva York unos amigos me pusieron en contacto con un rabino ortodoxo de entusiasmos revolucionarios que se ganaba la vida como agente de viajes. Durante una larga tarde, el rabino trazó conmigo un itinerario que, según él, me ahorraría unos cuantos y muy apreciados dólares comparado con el precio de un vuelo directo Nueva York-Santiago. Tendría que hacer una primera escala en Miami y la segunda en la ciudad costeña de Santa Marta, Colombia. Ahí un tren me llevaría hasta las grises alturas de la capital colombiana, donde me tocaba tomar un tercer vuelo.
En la estación ferroviaria de Santa Marta compré un boleto de segunda clase a Bogotá, y me acomodé en un vagón casi vacío, en una banca de madera con el respaldo en ángulo recto, también de madera. Hacía calor en la costa; pero lo que hacía en el tren un par de horas después, conforme nos internábamos en el verde inacabable de la sabana tropical, era un infierno. Cansada por el ya largo viaje, amodorrada y mecida por el traqueteo del tren lentísimo, atolondrada por el calor y perdida la cuenta de la despaciosa sucesión de paradas, dormitaba con la cabeza rebotando contra la ventana sucia cuando el tren se detuvo una vez más. Alcé la mirada, y con desgano traté de limpiar el vidrio con el dorso de la muñeca para ver mejor el letrero que anunciaba el nombre de la estación. Tardé un segundo en procesar las letras:
«Aracataca».
¡Aracataca! Froté el vidrio otra vez, llamé inútilmente al conductor, corrí a la puerta para ver si podía poner aunque fuera un pie en el suelo de un lugar cuya historia mítica conocía mejor que la de mi familia, pero el tren ya arrancaba de nuevo. ¡Aracataca! Froté una vez más el vidrio para ver mejor el pueblo, traté de asomar la cabeza por la rendija abierta en la parte superior de la ventana, pero en los esfuerzos perdí la oportunidad de ver sus calles polvorientas, que habían quedado atrás en un suspiro.
Rígida contra el torturante asiento, en cortocircuito entre la frustración y la euforia, vi cómo el aire se oscurecía al otro lado de la ventana inmunda y pensé que en segundos reventaría un aguacero tropical. Pero era otra la causa de la oscuridad repentina: el tren se abría paso entre una nube densa de mariposas amarillas, una tempestad de alas que se desvaneció en un parpadeo.
A Gabriel García Márquez, que era en general un hombre circunspecto e inexpresivo, se le mofleteaban los cachetes y se le alzaban ligeramente las esquinas de los bigotes en señal de aprobación cuando escuchaba anécdotas como esta. «Nadie me cree que no he inventado nada —decía, satisfecho—. Yo lo que soy es un simple escribano.» Y como era un hombre tímido —otra cosa que nadie le creía—, soltaba la última palabra de la broma con una leve retraída de la respiración, antes de exhalar una pequeña tos que no alcanzaba a declararse risa.
Afirmó también en reiteradas ocasiones que después de los ocho años no le había pasado nada de interesante. La frase suena a mera extravagancia, pero, como tantas otras boutades suyas, es rigurosamente cierta, por lo menos en el sentido de que esos ocho primeros años que pasó en la casa de sus abuelos maternos en Aracataca, departamento de Magdalena, Colombia, aka Macondo, le dieron material para toda una vida de escritura.
La historia de esa infancia es conocida: Gabriel nace en Aracataca en 1927, y no ha cumplido dos años cuando la azarosa vida de sus padres les exige dejarlo allí, al cuidado de sus abuelos maternos, en lo que ellos van en busca de mejor fortuna. El abuelo, Nicolás Márquez, había peleado del lado liberal con grado de coronel en la guerra conocida como de los Mil Días, que desangró al país cuando el siglo diecinueve engranaba con el veinte. Su mayor secreto es que él, que tanto combatió y exterminó en sus años de militar, vive atormentado por la muerte del hombre al que mató después de la guerra por una cuestión de honor. Convive con el fardo de esa muerte única como con un fantasma, y abandona el pueblo donde cometió el crimen con la esperanza de dejar el muerto atrás. Viven en itinerancia varios años él y Tranquilina Iguarán, su esposa, con sus dos hijos mayores y la pequeña Luisa Santiaga, que un día será la madre de Gabriel. Llevan consigo, además, a tres «indios guajiros comprados en su tierra por cien pesos cada uno cuando ya la esclavitud había sido abolida», indios que acompañarán toda la vida a la familia. Intentan afincarse en ciudades y pueblos alrededor de la Ciénaga Grande de Santa Marta hasta recalar por fin en Aracataca, un pueblo bananero que se consume entre el calor y los aguaceros bíblicos del trópico.
De un lado de los rieles del ferrocarril están las inmensas fincas bananeras de la United Fruit y sus pueblos blancos; casitas blancas para los gringos blancos, que viven una vida diferente detrás del enmallado de sus dominios. Del lado contrario queda el pueblo, que en sus inicios no era más que una calle polvorienta con un río en un extremo y un cementerio en el otro. La fiebre del banano había llegado después de la guerra, y con ella «la hojarasca», esa runfla de charlatanes, aventureros, cazafortunas y meretrices que un día formarán el telón de fondo a la epopeya de la familia Buendía.
A raíz de la masacre de la United, la empresa se replegó de la zona bananera de Ciénaga Grande, y durante la Segunda Guerra Mundial suspendió en general sus operaciones en el país. Según escribirá García Márquez, la salida de la compañía arruinó al otrora próspero pueblo, beneficiario como había sido de la fiebre del oro verde. Se va la United y se lleva todo: «El dinero, las brisas de diciembre, el cuchillo del pan, el trueno de las tres de la tarde, el aroma de los jazmines, el amor. Sólo quedaron los almendros polvorientos, las calles reverberantes, las casas de madera y techos de cinc oxidado con sus gentes taciturnas, devastadas por los recuerdos».
El abuelo, ya mayor y bien afincado, vive en una casa de muchos cuartos y grandes corredores sombreados, habitados también por un desorden de tías, begoñas, hermanas, jazmines, madres, abuelas, mecedoras. El coronel le entrega al niño Gabriel todo su amor junto con sus mejores historias: de la guerra, del pasado mítico de Aracataca, de los avatares de su vida. A su vez, la abuela Tranquilina puebla la imaginación del niño con recuentos minuciosos de los fantasmas y espantos que conviven en casa con la familia. El pequeño Gabriel aún no ha dejado atrás la trastabillada lengua infantil cuando también empieza a contarle a su familia historias extravagantes e improbables. Entre risas, sus mayores le reprenden. No se habían dado cuenta de que las cosas que contaba «eran ciertas, pero de otro modo», dice el autor en sus memorias.
Sentado en uno de los cuartos de la gran casa sombreada, el niño Gabriel mira cómo el abuelo arma, en un rapto de concentración milagrosa, los pescaditos de oro flexibles y perfectos que vende luego por pocos pesos. El viejo lleva de la mano a su adorado nieto a que conozca el hielo en la tienda del comisariato de la bananera. También le enseña a ese niño de siete u ocho años que esos gringos, dueños del hielo y los bananos, han sido los responsables de una masacre de los trabajadores de la United, que se pusieron en huelga en contra de la empresa estadounidense y fueron atacados por tropas colombianas una larga noche de diciembre de 1928. Inexplicablemente, el coronel también hace que el niño lo acompañe a visitar el cadáver fresco de un amigo que se acaba de suicidar. Un asesinato, una masacre, el cadáver de un suicida: la vida del niño Gabriel transcurre dentro del orden caótico y feliz de la infancia, mientras su paisaje interior se va poblando de muertos, miedos y fantasmas.
Muere el abuelo Nicolás cuando la familia García está a punto de dejar para siempre Aracataca para establecerse en la pequeña ciudad lacustre de Sucre. Hechas las maletas y preparada la salida, el niño ve cómo en la vieja casa —su casa— se hace una hoguera con toda la ropa del abuelo, e incendian por accidente una gorra suya también. «Hoy lo veo claro —escribe sesenta años después—. Algo mío había muerto con él.»
Hasta aquí la gran historia verdadera de Macondo que García Márquez narra en la primera parte de sus memorias, Vivir para contarla. Es una historia verdadera a su modo, tan confiable, o no, como todos los recuerdos esenciales, y me parece que se lee de la mejor manera si la entendemos como una nueva mitología armada con las piedras de toque de este escritor. El exorcismo de Aracataca, que concluye con Cien años de soledad —la historia de los abuelos, el uno que mata hombres y la otra que ve fantasmas en cada rincón; la historia del atravesado cortejo de su padre, Gabriel Eligio García, a su madre, Luisa Santiaga; el origen de Aracataca y su final; la historia de su otra abuela, la madre de Gabriel Eligio, una fresca mujer que tiene hijos sin preocuparse por casarse con los diversos padres, y que definitivamente no confunde el culo con las témporas; la masacre, los curas, la lluvia de pájaros, el descubrimiento del hielo—, todo, todo está en esos ocho años y en las modestas ciento y tantas páginas que gasta el autor en sus memorias para narrar los primeros y definitivos años de su infancia y la secuela: el día en que, a los veintitrés años, el aspirante a escritor y consagrado bohemio del círculo literario de la ciudad costeña de Barranquilla, Colombia, acompaña a su madre a vender la vieja casa de su infancia. Madre e hijo viajan en tren —en ese mismo, viejo, único tren— al antiguo pueblo bananero, ahora abandonado por la United. Recorren las ruinas de un pueblo triste del que sus recuerdos son infinitamente más reales que la realidad mortecina frente a sus ojos. Padecen el calor incendiario de sus calles polvorientas, ahora desprovistas de algarabía. Por último, visitan la casa que se desmorona como si fuera un trozo de pan duro recuperado de alguna ruina. El presente es un fantasma, y lo que está más vivo es lo que ya murió. En la estación de ferrocarril, esperando junto a su madre el amarillo tren del regreso, García Márquez también va convertido ya en fantasma, rondando desconsoladamente los escombros de una infancia irrecuperable.
Los fantasmas se exorcizan escribiendo, y los textos que siguen son precisamente eso: la ofrenda al pasado de un talentoso joven que, como tantos otros aspirantes a escritor, se la había pasado buscando temas extravagantes para relatos únicos y geniales que en realidad resultaron incoherentes o frívolos. A partir del viaje al origen, no necesita seguir buscando. Muchos años después, se habría de acordar del momento en que, ante la pérdida, lo rescató la mirada distanciadora que lo transformó en escritor. «Nada había cambiado, pero sentí que en realidad no estaba mirando el pueblo, sino sintiéndolo como si fuera una lectura… y lo único que tenía que hacer era sentarme y transcribir lo que ya estaba ahí». Casi recién bajado del tren, corre a su escritorio de las oficinas de El Heraldo, periódico de Barranquilla del que ya era periodista estrella, y borronea las primeras páginas de La hojarasca. A la mañana siguiente, un colega y amigo encuentra a García Márquez tecleando furiosamente todavía; «Estoy escribiendo la novela de mi vida», le anuncia al amigo. En el camino a terminarla va publicando trechos del texto aquí y allá; textos que fueron recuperados para esta colección. Aparece en ellos un cura anciano y buena gente que ve fantasmas; otro, más joven y también buena gente, que hace de mediador en pleitos que son el rescoldo de la violencia partidaria que llenó el pueblo de muertos. En un relato una mujer presencia, alucinada, una lluvia torrencial que dura tres días. De un cuento a otro van apareciendo distintos personajes con nombres que nos hacen saltar como si nos encontráramos de improviso con algún viejo amigo en la estación del tren; hay Nicanores, Rebecas, Remedios, Cotes, Moscotes, Buendías. Se trata, en realidad, de diferentes historias sueltas sobre un mismo poblado, en el que en la peluquería siempre colgará un letrero que dice «Prohibido hablar de política» y al alcalde siempre le dolerá una muela. Es un pueblo que todavía carece de nombre, pero en algunos relatos se hace referencia a otro, que está sobre la misma vía del tren: Macondo. (Efectivamente: en la época bananera la estación anterior a Aracataca viniendo de Santa Marta era un poblado algo más próspero llamado Macondo.) Hay historias que suceden en una ciudad con muelle ribereño que puede ser Sucre, donde, en la realidad real, la familia García se estableció por fin en los años de la adolescencia de su hijo mayor. Otros relatos, que se ubican en un lugar que tiene río y playa, tal vez estén ambientados en la ciudad de Ciénaga. Temario, geografía, estilo, voz, todo nace al mismo tiempo en cuentos que son, en realidad, parte de un solo texto obsesivo. Después del ciclo macondiano que empieza aquí con «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo» y culmina después de Cien años con Crónica de una muerte anunciada, escribirá otros libros sobre dictadores y libertadores, niñas enamoradas y viejos verdes enamorados de niñas dormidas. Serán los libros de un escritor que busca temas. Estos textos, en cambio, son historias que insistieron en salir por cuenta propia, y llevan la fuerza de una locomotora.
Es difícil saber cómo asimiló García Márquez el que una sola de sus novelas fuera cien veces más conocida que toda la obra suya que la precedió o que lo que escribió después.
Tal vez ni él mismo lo sabía. Por un lado, entendía que la historia de amor de sus padres, transformada en El amor en los tiempos del cólera, pudiera ser tal vez su mejor novela. Por otro lado, no me cabe duda de que para él Cien años de soledad fue la obra cumbre de su esfuerzo por traducir la realidad en literatura. Además, lo volvió rico. E infinitamente famoso. (Recuerdo, entre todos los sucesos que rodearon su muerte, la larguísima cola que se formó durante más de veinticuatro horas para rendirle homenaje en el Palacio de Bellas Artes de México, y en esa cola, a un hombre que dijo para las cámaras de algún noticiero que había aprendido a leer para poder leer Cien años, porque a su mujer, maestra de primaria, «le había gustado mucho ese libro». Recuerdo que me dolió que no estuviera vivo el escritor para escuchar ese homenaje que nada tenía que ver con la fama.)
Lo que no tengo claro es qué lugar le asignaba García Márquez a los textos que aquí se reúnen. Como todo autor, iría cambiando su valoración de cada libro según el día en que le preguntaran. No son pocos los que creen que El coronel no tiene quien le escriba es su obra más perfecta, pero tengo la impresión —no encuentro ahora una cita que lo sustente— que él veía esa historia más bien como la culminación de un largo aprendizaje. Asombra que en el único volumen de sus memorias que alcanzó a escribir relata con arrebato juvenil sus años de periodista, y en seguida culmina con su primer viaje al extranjero gracias al periódico bogotano El Espectador, que a los veintiocho años lo mandó a cubrir una conferencia internacional en Ginebra, Suiza. En medio, el escritor le dedica un par de párrafos —¡dos pinchurrientos párrafos para el acontecimiento más deslumbrante en la vida de cualquier autor!— a la publicación de su primera novela, La hojarasca. En realidad, al público en general también le ha costado asimilar estos primeros textos macondianos: varios tienen la desgracia de ser lectura obligada en las secundarias y preparatorias de América Latina, y es difícil dejar de verlos simplemente como lo que escribió Gabriel García Márquez antes de Cien años.
A más de medio siglo de distancia, cuesta imaginar la euforia que provocó la aparición de Cien años de soledad, libro que, para los lectores que siguieron, siempre ha estado ahí. Una noche me senté a la cálida luz de una lámpara a leer un libro que me acababan de regalar, de un autor del que no tenía noticia. No sé cómo pasaron las horas que lo mismo me parecieron décadas que un segundo, pero cuando volví en mí, con el corazón exaltado y la cabeza llena de un mundo desbordado, hirviendo de vida, alcé la cara y vi que ya la mañana estaba terminando de desplazar la noche. Una entre millones, guardé el recuerdo de esa lectura como un momento eterno de dicha perfecta. Ningún otro autor del siglo veinte ha conseguido internar a sus lectores de manera tan aparentemente simple en un mundo mágico y completo. Corrijo: ningún autor que no escriba cuentos infantiles lo ha logrado. Un día, en un almuerzo, García Márquez anunció que ahora sí se iba a poner a leer a J. K. Rowling, «para ver cómo viene la competencia». La conversación había girado en torno a las regalías, pero no se refería a eso, pues seguramente sabía que a esas alturas la autora de la épica de Harry Potter había vendido millones de ejemplares más que él. No: García Márquez había entendido que venía haciéndole sombra la única otra persona capaz de sumergir a sus lectores en un mundo del cual no querían después salir.
Durante más de medio siglo, la inmensa mayoría de los lectores que han buscado en librerías El coronel no tiene quien le escriba o La hojarasca o La mala hora los han querido leer después de leer la novela del gitano Melquíades y las mariposas amarillas, y seguramente van buscando otra dosis de la misma magia. Pero es que el impulso detrás de los relatos de este libro es otro. Decía García Márquez: «Los costeños somos los seres más tristes del mundo», y por lo menos en la épica macondiana de los primeros cuentos la tristeza, la amargura y el rencor son la constante. El principal impulso que desata la acción es el hambre, pues el pueblo de las historias es un lugar tan perdido del mundo que ni siquiera los ricos tienen plata. En esa obra maestra que es «En este pueblo no hay ladrones», el protagonista sale a robar y regresa con tres bolas de billar. En los textos reunidos aquí, las referencias al sexo son escasas y más que pudorosas. De hecho, me parece que solo un personaje —el doctor Giraldo, de La mala hora— disfruta de una vida sexual activa y sabrosa, y eso lo sabemos porque se menciona una vez, y casi de paso. En cambio, en Cien años un desencadenador frecuente de la acción es el deseo físico atolondrador, sobre todo de las mujeres, que le tienen mucha ley a los hombres con penes de proporciones suprahumanas. Es un deseo exorbitante, fértil, febril y creativo: Macondo está poblado de hijos, nacen niños por doquier, crecen, quedan ellos a su vez prensados por el deseo como mariposas por el alfiler, y se reproducen con todavía mayor fervor. En cambio, en los cuentos de esta antología hay mujeres embarazadas, gastadas y flacas, que llevan años con su pareja y no son deseadas por nadie. Hay, sobre todo, hombres y mujeres encerrados en la triste lealtad del matrimonio. Hay no solo muerte, sino también, insistentemente, podredumbre. Una vaca muerta se queda atorada en la ribera del río y a lo largo del relato se va inflando y pudriendo hasta llenar todo el pueblo de un olor insoportable. Un niño es obligado por su abuelo y su madre a ver el cadáver de un ahorcado que tiene la lengua mordida y de fuera. Se imagina, con los detalles que produce el espanto, cómo se habrán quedado encerradas en el ataúd las moscas que han llegado en busca del cadáver.
En Cien años no hay moscas. Hay un muerto del que sale un hilo escarlata que va serpenteando desde el cuarto donde acaba de morir y que avanza, doblando esquinas en la calle y evitando la mesa del comedor de la casa de los Buendía, hasta llegar a la mujer que ve la sangre y entiende que acaban de asesinar a su hijo mayor. Es decir, en Cien años hay una mitología. Completa y redonda como todas las mitologías, existe en un tiempo circular y remoto con respecto a la realidad de la putrefacción de la muerte. Incluso, en las últimas páginas, el recién nacido que se llevan las hormigas es una abstracción, un pellejo seco que ni siquiera ha cobrado vida dentro del relato. Absorto en la lectura de las predicciones de Melquíades el gitano, el último Aureliano descubre en el último párrafo de la novela que estos augurios «no estaban ordenados en el tiempo convencional de los hombres, sino que [Melquíades] concentró un siglo de episodios cotidianos de modo que todos coexistieran en un instante». Es decir, Aureliano descubre lo que su creador nos quiere revelar a nosotros en el último momento: su explícito propósito de crear una épica familiar dentro del tiempo circular de una mitología.
Si bien es verdad que todo lo que escribió García Márquez para sacarse el veneno de Aracataca, aka Macondo, fue un ensayo para encontrar el camino a Cien años de soledad, también es cierto que La hojarasca, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y los cuentos cortos aquí reunidos ocupan el duro tiempo lineal de la realidad, habitada por hombres y mujeres como nosotros, cuyos destinos nos mueven a la compasión y al espanto, mientras que Cien años, libro seductor por excelencia, nos mueve más bien al asombro y el agradecimiento. En ese sentido, estos textos no son propiamente el camino a Macondo, sino un Macondo por derecho propio.
Decía García Márquez: «Yo nunca me olvido de quién soy; soy el hijo del telegrafista de Aracataca». Pero en realidad el viaje de regreso a Aracataca en su juventud lo llevó como agarrado de la nuca a contemplarse en un espejo de aguas más profundas. Ahí, el joven Gabriel se descubrió hijo de sus abuelos, un niño de ojos grandes y muy abiertos que creció sumergido en una historia de violencias, amarguras, pérdidas desgarradoras y realidades asfixiantes. Los relatos que salieron de ese viaje, y que aquí se reúnen para felicidad de nuevos y antiguos lectores, son sobrios, urgentes, no míticos sino trágicos, llevados por el impulso febril de exorcizar, revelándolo, un pasado real que todavía duele. Son magníficos.
García Márquez sostuvo en diversas oportunidades que para escribir cada libro primero había que aprender a escribirlo, y solo entonces enfrentarse a la máquina de escribir. A él le tomó casi veinte años «vivir» en Macondo para aprender a escribir su novela Cien años de soledad.
Esta antología, realizada con el ánimo de rastrear el derrotero del escritor, le permitirá al curioso lector encontrar algunos momentos de ese trajinar. Al igual que un colono, debió desbrozar un camino, apropiarse de un espacio y perfilar, al menos, algunos rasgos de los personajes que lo habitarían. Por eso esta antología de textos completos —pero de dimensiones muy diversas— lleva por título Camino a Macondo.
García Márquez se inició en la literatura y el periodismo casi al mismo tiempo. Su primer cuento, «La tercera resignación», se publicó en septiembre de 1947; sus inicios como periodista fueron ocho meses más tarde en Cartagena. Para 1950 ya era un columnista de planta del diario El Heraldo de Barranquilla. Su columna, «La Jirafa», iba firmada con el seudónimo de Septimus.
También por esos días se había embarcado con sus amigos en la publicación de una revista, Crónica, un semanario deportivo-literario de vida efímera. En el número 6 (3 de junio de 1950) aparece un texto firmado por García Márquez bajo el título «La casa de los Buendía» y lleva de subtítulo una clara advertencia: «Apuntes para una novela». Ahí están los primeros trazos públicos de lo que él alcanza a columbrar y rumia su cabeza. Y en ese mismo mes, apenas diez días después, en la columna de El Heraldo, el texto titulado «La hija del coronel», en donde se repite la aclaración «Apuntes para una novela» y no firma Septimus, sino Gabriel García Márquez. Esta «puesta en escena», por llamarla de alguna manera, se repetirá ese mismo año en dos ocasiones, «El hijo del coronel» y «El regreso de Meme», el 23 de junio y el 22 de noviembre, respectivamente.
En el primer texto ya está el nombre de la estirpe y la figura de uno de sus más destacados personajes, Aureliano Buendía, quien regresa al pueblo terminada la guerra civil y solo le queda «el título militar y una vaga inconsciencia de su desastre». En «El regreso de Meme», otro coronel —son varios los militares en la obra de García Márquez, unos con nombre propio, otros apenas con el distintivo genérico de su rango— será a la vuelta de unos años el personaje central de La hojarasca. Ya definido aquí con ese carácter que lo conducirá en la novela a una encrucijada: «Fue entonces cuando mi padre, que la había sostenido como sirvienta durante quince años, la tomó por el brazo, sin mirar a la concurrencia, y la trajo por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que tiene siempre, cada vez que hace algo con lo cual sabe que estarán en desacuerdo los demás». El capítulo 2 de La hojarasca (1955) es en sus primeros párrafos una reproducción de esta cuarta columna de El Heraldo, con algunas leves variaciones.
La colaboración de García Márquez con el diario barranquillero terminó el 24 de diciembre de 1952 con «El invierno», un texto que ocupaba toda la última página del periódico, antecedido por una breve nota en donde se informaba que se trataba de un capítulo de La hojarasca. Tres años más tarde, la revista Mito publicó (n.º 4, octubre-noviembre de 1955) el mismo texto con el título que se conoce en el mundo entero: «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo». En una columna, casi treinta años después, «¿Cómo se escribe una novela?» (1984), el escritor recuerda a Jorge Gaitán Durán rescatando del cesto de papeles rotos un texto que él cree publicable: «“¿Qué título le ponemos?”, me preguntó, usando un plural que muy pocas veces había sido tan justo como en aquel caso. “No sé”, le dije. “Porque eso no era más que un monólogo de Isabel viendo llover en Macondo.” Gaitán Durán escribió en el margen superior de la primera hoja casi al mismo tiempo que yo lo decía: “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”».
En esos primeros textos el pueblo es genérico, no tiene un nombre específico. Un poco más adelante, el lector descubrirá que hay dos escenarios muy similares y distintos a la vez. El pueblo, con sus calles polvorientas, es un lugar que solo dispone de una vía de comunicación, un río, adonde llega tres veces por semana una lancha con pasajeros y el saco del correo. Una lámina de acero en los días de calor, que en invierno se sale de madre y causa estragos en los barrios ribereños. El otro es Macondo, casi igual de incomunicado. Su río no es navegable, pues sus aguas corren «por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos», pero tiene un tren diario, un inocente tren amarillo, y en sus años de prosperidad plantaciones de banano, oficinas con ventiladores y residencias con sillas y mesitas blancas.
La primera mención de Macondo puede pasar desapercibida. En el cuento «Un día después del sábado», que apareció por primera vez en 1954 y hace parte del libro Los funerales de la Mamá Grande (1962), un joven desciende del tren que llega al pueblo y al ver al cura piensa sin ninguna lógica aparente que si hay cura en ese pueblo también debe haber un hotel, y entra a un establecimiento sin mirar —dice el texto— la tablilla que anuncia: «Hotel Macondo».
En este relato ya se encuentran anticipaciones de varios episodios. Hay una nueva mención al coronel Aureliano Buendía, y se cuenta que hace más de cuarenta años José Arcadio Buendía, su hermano, murió de un pistoletazo y hay un insoportable olor a pólvora del cadáver. También se cuenta que «después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de banano y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, […] quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento…».
Pero así como hay episodios, hay también una atmósfera, un ambiente: los almendros centenarios en las calles, «el denso rumor de los zancudos», «el tufo de pájaros muertos». Y los olores, «un olor agrio y penetrante, como el de los cuerpos en descomposición». Atmósferas y olores que se repiten. El olor ocupa un lugar predominante en la narrativa del escritor: «… el sentido del olfato es implacable en la individualización de los recuerdos. […] el retrato da la luz y la forma, pero el recuerdo del olor da la temperatura», afirmó en su columna «El infierno olfativo» (7 de septiembre de 1950). En Cien años de soledad, los olores impregnan gestos, actitudes, recuerdos, personas, espacios: olor al demonio según Úrsula de un frasco que rompe Melquíades, olor a albahaca de los arcones, olor a sangre en la travesía de la selva, a alquitrán pestilente un gitano, un aliento glacial que deja escapar el témpano de hielo, el olor a humo de las axilas de Pilar Ternera. Todo huele en Macondo.
En «Un hombre viene bajo la lluvia», publicado en 1954, hay una mención fugaz a una mujer llamada Úrsula, pero aparte del nombre no tiene nada que ver con la Úrsula laboriosa «a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar». Hay también, pocas líneas antes del final del relato, una referencia concreta a un episodio de la guerra civil como algo remoto y cancelado: «Y entonces se acordó de papá Laurel, peleando solo, atrincherado en el corral, tumbando soldados del gobierno con una escopeta de perdigones para golondrinas. Y se acordó de la carta que le escribió el coronel Aureliano Buendía y del título de capitán que papá Laurel rechazó, diciendo: “Díganle a Aureliano que esto no lo hice por la guerra, sino para evitar que esos salvajes se comieran mis conejos”».
En mayo de 1955 aparece la primera edición de La hojarasca. Macondo y algunos de sus rasgos más sobresalientes, desde los últimos días del siglo —cuando el coronel y su esposa y Meme llegaron allí una vez terminada la guerra— hasta 1928 cuando el coronel se enfrenta al pueblo. Al relato lo precede un texto fechado («Macondo, 1909»), que por su tono y brevedad parece el fragmento de unas memorias, en donde está descrita la otra cara de la bonanza bananera: un pueblo transformado por la avalancha de la hojarasca, «hasta convertir lo que fue un callejón con un río en un extremo y un corral para los muertos en el otro, en un pueblo diferente y complicado, hecho con los desperdicios de los otros pueblos».
Tres asuntos más afloran en esta novela. En primer lugar, el cura que regresa a hacerse cargo de la parroquia, que participó en la guerra civil del 85, coronel a los diecisiete años y de quien nadie recuerda su nombre de pila, pero sí el apodo que le puso su madre «(porque era voluntarioso y rebelde)»: El Cachorro. Luego, la aparición en el campamento del coronel Aureliano Buendía de un extraño militar «con el sombrero y las botas adornadas con pieles y dientes y uñas de tigre»: ¡el duque de Marlborough! Y por último, en el monólogo final de Isabel, un guiño elocuente del acontecimiento que se precipitará sobre el pueblo: «… si es que entonces no ha pasado todavía ese viento final que barrerá a Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos».
La aparición en 1961 de El coronel no tiene quien le escriba permite hacer acopio de otros elementos y apreciar trazos más precisos. El relato tiene lugar en el pueblo, aislado, a ocho horas en lancha. No hay tren, ni compañía bananera. En la sastrería, visible, un letrero que en La mala hora se encuentra en la peluquería: «Prohibido hablar de política». El clima que se respira es de violencia partidista, de represión política, y el alcalde es un militar que padece una severa infección dental. Una circunstancia que se repite con los alcaldes militares en las novelas y cuentos de García Márquez. Casi todos ellos padecen dolor de muelas. En «Un día de éstos», una frase revela ese infortunio: «El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación».
En ese ambiente de aislamiento y zozobra que soporta el pueblo, deambula un coronel de setenta y cuatro años que lleva medio siglo, desde la rendición en 1902, esperando su pensión. Una reminiscencia suya ilustra la llegada de la hojarasca a Macondo, cincuenta años atrás: «En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. “Me voy”, dijo entonces el coronel. “El olor del banano me descompone los intestinos.” Y abandonó a Macondo en el tren de regreso…». En Cien años de soledad el lector encontrará a este coronel, a la edad de veinte años, en el momento crucial de la firma del armisticio. Menos de veinte líneas en una novela de cuatrocientas páginas, cuando llega al campamento antes de que el coronel Aureliano Buendía estampe su nombre en la última copia del acuerdo de paz: «Era el tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo. […] Con una parsimonia exasperante descargó los baúles, los abrió, y fue poniendo en la mesa, uno por uno, setenta y dos ladrillos de oro. Nadie recordaba la existencia de aquella fortuna». Por solicitud del joven tesorero, el coronel Aureliano Buendía le expide un recibo. El mismo recibo que él anexará a los documentos de trámite de su pensión.
Esta es la naturaleza del andamiaje que se va armando en la cabeza del escritor. En la novela de 1961 el coronel de setenta y cuatro años, un ser anacrónico que en un diálogo con el médico cuando este trata de explicarle la seguridad de los vuelos trasatlánticos, comenta «Debe ser como las alfombras voladoras», mientras que en la novela de 1967 apenas alcanza los veinte años, es un coronel rebelde tesorero de la revolución y devuelve unos fondos que todos habían olvidado.
Y afloran las pesadillas y los mitos que acompañaron a los insurrectos. Una noche, la mujer oye al coronel murmurar algo entre sueños y le pregunta con quién habla, y él sin titubear responde: «Con el inglés disfrazado de tigre que apareció en el campamento […]. Era el duque de Marlborough».
En 1962, la Universidad Veracruzana, en Xalapa, México, publicó Los funerales de la Mamá Grande, un volumen con ocho cuentos. El más popular de todos, aquel que da nombre al libro, cuenta los últimos momentos de la «soberana absoluta del reino de Macondo». Los otros siete narran diversos episodios o personajes que tendrán luego, algunos de ellos, un desarrollo más amplio en Cien años de soledad, como el origen incierto de algunas fortunas o las legiones de Aureliano Buendía acampadas en la plaza pública, pero la mayoría de ellos comparten una atmósfera común: el trópico y sus olores. En medio de las plantaciones simétricas de banano el aire es húmedo y no se vuelve a sentir la brisa del mar, el pueblo flota en el calor y sus habitantes hacen la siesta agobiados por el sopor, hasta las casas yacen en una penumbra sofocante, octubre se eterniza con sus lluvias pantanosas y el movimiento de una lancha al partir del muelle del pueblo deja en el aire un vaho peculiar: «El agua exhaló un aliento de fango removido».
El 23 de abril de ese mismo año, el jurado del Premio Esso de Novela 1961 declaró ganadora La mala hora. Su edición era parte del premio y estaba contratada para ser realizada en España, pero allí decidieron intervenir el texto y cambiar algunas expresiones. García Márquez desautorizó esa edición y declaró como primera edición la realizada en 1966 por Ediciones Era de México. En ella el escritor incluyó la siguiente nota: «La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora».
Conocida popularmente como la novela de los pasquines, —así la llamó el autor en varias oportunidades—, La mala hora es una meticulosa descripción del pueblo a lo largo de diecisiete días, sometido a una avalancha de pasquines anónimos que no dicen nada que no se sepa, pero provocan una tensión que amenaza con resucitar la violencia partidista del pasado. «Lo que quita el sueño —dice un personaje— no son los pasquines, sino el miedo a los pasquines.»
En la novela se encuentran unas pocas menciones —dos, en verdad— con las cuales se puede establecer una relación con episodios de Cien años de soledad. El alcalde, un teniente a quien también —por supuesto— le duele una muela, mientras almuerza en el comedor del hotel recuerda que el coronel Aureliano Buendía, «que iba a convenir en Macondo los términos de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón, en una época en la que no había pueblos en muchas leguas a la redonda». La otra es el padre Ángel, que antes de llegar al pueblo fue párroco en Macondo.
A estas alturas más de un lector se ha preguntado qué pretende esta introducción al realizar este rastreo si el escritor declaró hace años que «en realidad uno no escribe sino un libro». Y en otra ocasión afirmó: «Por fortuna, Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere». La pesquisa de estas páginas no pretende dilucidar cuál es el libro que escribió García Márquez, tampoco determinar la realidad sobre la que se asienta ese universo. Esta antología solo tiene el propósito de mostrar la progresión, la búsqueda —a través de varios textos anteriores a Cien años de soledad— de ese mundo alucinado de ficción que tiene la ambición de ser real.
El mismo García Márquez se lo dijo a Ernesto González Bermejo en una larga y minuciosa entrevista publicada por la revista española Triunfo en 1970, «García Márquez: Ahora doscientos años de soledad»: «… lo que hay entre La hojarasca y Cien años de soledad son unos quince años de fastidiarse mucho, de vivir mucho y de estar pendiente de esto todos los días tratando de ver cómo eran las cosas». Y el resultado está ahí, Cien años de soledad (1967), una novela concebida por un autor que parecía tocado por los dioses, considerada desde su primera aparición como una de las mejores novelas en lengua española después de El Quijote.
LA CASA DE LOS BUENDÍA
(Apuntes para una novela)
La casa es fresca; húmeda durante las noches, aun en verano. Está en el norte, en el extremo de la única calle del pueblo, elevada sobre un alto y sólido sardinel de cemento. El quicio alto, sin escalinatas; el largo salón sensiblemente desamueblado, con dos ventanas de cuerpo entero sobre la calle, es quizá lo único que permite distinguirla de las otras casas del pueblo. Nadie recuerda haber visto las puertas cerradas durante el día. Nadie recuerda haber visto los cuatro mecedores de bejuco en sitio distinto ni posición diferente: colocados en cuadro, en el centro de la sala, con la apariencia de que hubieran perdido la facultad de proporcionar descanso y tuvieran ahora una simple e inútil función ornamental. Ahora hay un gramófono en el rincón, junto a la niña inválida. Pero antes, durante los primeros años del siglo, la casa fue silenciosa, desolada; quizá la más silenciosa y desolada del pueblo, con ese inmenso salón ocupado apenas por los cuatro […] (ahora el tinajero tiene un filtro de piedra, con musgo) en el rincón opuesto al de la niña.
Al lado y lado de la puerta que conduce al dormitorio único, hay dos retratos antiguos, señalados con una cinta funeraria. El aire mismo, dentro del salón, es de una severidad fría, pero elemental y sana, como el atadillo de ropa matrimonial que se mece en el dintel del dormitorio o como el seco ramo de sábila que decora por dentro el umbral de la calle.
Cuando Aureliano Buendía regresó al pueblo, la guerra civil había terminado. Tal vez al nuevo coronel no le quedaba nada del áspero peregrinaje. Le quedaba apenas el título militar y una vaga inconsciencia de su desastre. Pero le quedaba también la mitad de la muerte del último Buendía y una ración entera de hambre. Le quedaba la nostalgia de la domesticidad y el deseo de tener una casa tranquila, apacible, sin guerra, que tuviera un quicio alto para el sol y una hamaca en el patio, entre dos horcones.
En el pueblo, donde estuvo la casa de sus mayores, el coronel y su esposa encontraron apenas las raíces de los horcones incinerados y el alto terraplén, barrido ya por el viento de todos los días. Nadie hubiera reconocido el lugar donde hubo antes una casa. «Tan claro, tan limpio estaba todo», ha dicho el coronel, recordando. Pero entre las cenizas donde estuvo el patio de atrás reverdecía aún el almendro, como un Cristo entre los escombros, junto al cuartito de madera del excusado. El árbol, de un lado, era el mismo que sombreó el patio de los viejos Buendía. Pero del otro, del lado que caía sobre la casa, se estiraban las ramas funerarias, carbonizadas, como si medio almendro estuviera en otoño y la otra mitad en primavera. El coronel recordaba la casa destruida. La recordaba por su claridad, por la desordenada música, hecha con el desperdicio de todos los ruidos que la habitaba hasta desbordarla. Pero recordaba también el agrio y penetrante olor de la letrina junto al almendro y el interior del cuartito cargado de silencios profundos, repartido en espacios vegetales. Entre los escombros, removiendo la tierra mientras barría, encontró doña Soledad un san Rafael de yeso con un ala quebrada, y un vaso de lámpara. Allí construyeron la casa, con el frente hacia la puesta del sol; en dirección opuesta a la que tuvo la de los Buendía muertos en la guerra.
La construcción se inició cuando dejó de llover, sin preparativos, sin orden preconcebido. En el hueco donde se pararía el primer horcón, ajustaron el san Rafael de yeso, sin ninguna ceremonia. Tal vez el coronel no lo pensó así cuando hacía el trazado sobre la tierra, pero junto al almendro, donde estuvo el excusado, el aire quedó con la misma densidad de frescura que tuvo cuando ese sitio era el patio de atrás. De manera que cuando se cavaron los cuatro huecos y se dijo: «Así va a ser la casa, con una sala grande para que jueguen los niños», ya lo mejor de ella estaba hecho. Fue como si los hombres que tomaron las medidas del aire hubieran marcado los límites de la casa exactamente donde terminaba el silencio del patio. Porque cuando se levantaron los cuatro horcones, el espacio cercado era ya limpio y húmedo, como es ahora la casa. Adentro quedaron encerrados la frescura del árbol y el profundo y misterioso silencio de la letrina. Afuera quedó el pueblo, con el calor y los ruidos. Y tres meses más tarde, cuando se construyó el techo, cuando se embarraron las paredes y se montaron las puertas, el interior de la casa siguió teniendo —todavía— algo de patio.
LA HIJA DEL CORONEL
(Apuntes para una novela)
En la iglesia había una silla reservada para el coronel Aureliano Buendía, detrás de los últimos escaños, precisamente bajo el coro. Al lado de la silla, un sitio desocupado, donde la pequeña Remedios colocaba su almohadilla para arrodillarse cuando su padre lo hiciera. El coronel sólo usaba la silla durante el sermón. El primer domingo, Remedios no supo qué hacer cuando su padre se sentó. Ella siguió de pie todo el tiempo, sin moverse, hasta cuando los pies se le adormecieron y comenzaron a dolerle las rodillas. Después, cuando el sacerdote descendió del púlpito, el coronel se puso en pie y la niña no sintió más el adormecimiento ni los dolores, no porque se hubiera movido de su sitio, sino porque cuando el sacerdote dejó de hablar y su padre se puso en pie, la niña creyó que la misa había concluido. En las misas siguientes, Remedios ya sabía, sin haberlo preguntado, que durante el sermón debía sentarse en el escaño que le quedaba enfrente, pero sin llevar la almohadilla.
En esa época su conciencia empezó a llenarse con las cosas del pueblo, a comprender por qué debía vivir en la misma casa donde varias veces había reaparecido el miedo. En la escuela aprendió a coser. Aprendió a hacer adornos para la ropa y hasta es posible que entonces hubiera empezado a creer que todo eso era la vida, cuando concluyó el año, antes de que su hermanita aprendiera a sostenerse en pie. Al año siguiente no volvió a la escuela. Remedios no sabría por qué, pero cuatro años más tarde recordaba que fue en las vacaciones cuando asistió a la iglesia en compañía de las mujeres, sin haber hablado todavía directamente con su padre y sin haberlo mirado a la cara durante alrededor de cuatro años.
Con las mujeres se sentó en los escaños de adelante, junto al sacerdote. Fue entonces cuando oyó cantar en la iglesia por primera vez. Remedios no extrañó el cambio de sitio en el templo. Posiblemente, ni siquiera estaba en edad para preocuparse por lo que significaba un cambio de compañía durante la misa. Pero cuando oyó cantar por primera vez, se asustó a las voces iniciales; se desconcertó. Frente a ella, el Arcángel Gabriel, con una mano alta y las alas plegadas, debió sentir también la voz de los cantores, porque Remedios vio la túnica disuelta en los espacios totales de la música y vio los pliegues sacudidos por una brisa tenue; por el airecillo redimido y absoluto de la nueva creación. Ella sabe que volvió la vista (porque la música sonaba a sus espaldas) y no vio a los cantores, pero vio, al final de la nave central, a su propio padre erguido, estirado, junto al sitio vacío donde estuvo su propia almohadilla durante un año entero. Y vio a su padre solo humano, conmovedor, con un aire de completo abandono al final de la nave. Sólo entonces tuvo deseos de estar allí, junto a su padre, sintiendo el adormecimiento de las rodillas.
Tal vez Remedios no recuerda que fue ésa la segunda vez que miró de frente a su padre y que el rostro no era ya parecido al de los pájaros, sino exactamente igual a como lo había querido ver durante largos años al extremo de la mesa.
Repentinamente, el mundo de su padre se le volvió claro. Fue como si la voz de los cantores hubiera descorrido un velo que durante toda su vida se había interpuesto entre su padre y ella. Entonces comprendió por qué su padre no le había dirigido nunca la palabra y comprendió que un hombre no tiene necesidad de hablar con su hija menor cuando la hija sabe hacer las cosas a tiempo, correctamente, como el padre habría querido que las hiciese si la hija las hubiera hecho de una manera distinta. Y comprendió por qué, cuando iba los domingos a misa de ocho cogida de la mano de su padre, pudo pensar que un padre no era más que eso. Un hombre que lleva de la mano una niña con quien no debe cruzarse una palabra durante todo el tiempo.
Eso sucedió un domingo. El lunes, Remedios empezó a crecer apresuradamente.
EL HIJO DEL CORONEL
(Apuntes para una novela)
Tobías no llegó a las nueve. El coronel lo esperó hasta las diez, pero el muchacho llegó antes. Doña Soledad sabía, sin embargo, que el coronel no lo habría esperado después de las diez. Durante ocho días lo esperó hasta esa hora, pero el sábado siguiente el muchacho no llegó y el coronel cerró la puerta, como si nada hubiera pasado. Entonces empezó lo más grave. Tobías sólo fue a la casa el miércoles, cuando ya no estaba el puesto en la mesa. Comió en el patio, se acostó temprano y el jueves no salió a la calle. El viernes no había salido aún.
El viernes Tobías habló con los de la casa. El viernes se sentó a la mesa. En la tarde, doña Soledad dijo a su marido:
—Está arrepentido. ¿No crees que esto puede ser un milagro?
—Dios no hace milagros con los borrachos —dijo el coronel—. Mañana saldrá y es posible que no regrese.
Y fue como si el coronel lo hubiera adivinado, porque Tobías salió el sábado al atardecer. Nadie hizo ningún comentario en la casa. Doña Soledad permaneció distante y concentrada. Durante la noche, despertó varias veces y rezó. El miércoles siguiente dijo a su marido: «¿En serio crees que no vuelve?». El coronel no levantó la cabeza. «Volverá cuando lo acose el hambre», dijo.
El viernes Tobías volvió a la casa. Llegó por el patio, directamente a la cocina, y comió desordenadamente. Doña Soledad no le dijo nada cuando lo vio venir porque sintió como si lo hubiera estado esperando durante toda la semana. Cuando lo vio en la puerta, no le dijo nada, pero miró los platos que estaban sobre la mesa, con la comida guardada del almuerzo. Todos esos días había estado aguardando el almuerzo. Desde cuando el coronel dijo: «Volverá cuando lo acose el hambre». El muchacho entró a la cocina sin hablar, pero debió seguir la dirección de la mirada de doña Soledad, quien seguía fija en los platos, porque caminó hacia la mesa, tambaleando, y devoró la comida como si fuera un animal con el cuerpo de un hombre y el hambre de un perro.
La cosa siguió así por varias semanas. Aparentemente, el coronel no sabía que su hijo llegaba cada dos o tres días a la cocina, donde doña Soledad le guardaba los alimentos. Tobías estuvo haciendo eso durante tres semanas, hasta cuando llegaron las fiestas. Entonces no volvió.
El primer día doña Soledad guardó la comida, como siempre.
Pero el muchacho no fue. Por la noche, cuando cerró la cocina, no apagó el fogón, sino que lo dejó encendido y puso los platos al rescoldo, pensando: «Si siente hambre esta noche, sabrá que la comida está aquí. Tal vez, dondequiera que esté, se sienta demasiado aturdido para seguir a su corazón, pero el olfato lo traerá aquí, donde ha encontrado la comida todas las tardes».
El coronel retrocedió hacia el asiento, jadeando, sin dejar de señalar con la mano que sostenía la correa, la puerta donde Tobías se encontraba encogido, aferrado a los bordes, babeando de dolor y de rabia. Doña Soledad corrió hacia su hijo. Cuando trató de levantarle la cabeza, el muchacho le apartó el brazo con el codo. Estaba con la cabeza apoyada en el marco de la puerta, rabiando, mordiéndose los labios en una lucha feroz contra sus revueltos instintos. Doña Soledad trató de reposarlo. «Siéntate ahí —dijo-. Repósate en la banqueta del rincón.» El muchacho dio una nueva sacudida, levantó la cara para mirarla, pero no encontró el rostro de la mujer donde creyó encontrarlo y sus ojos blanquearon en el vacío. Entonces empezó a moverse hacia el patio, con unos torpes movimientos de bestia acorralada. «Ya me voy», dijo, espumeando. Sólo entonces la madre empezó a perder la serenidad, lo agarró por el cuello de la camisa (con el poco de fuerza que podría tener su mano para sostener el cuerpo enorme de aquel animal castigado) y le dijo entre dientes con una voz que no podría oír el coronel: «No te irás. Te aseguro que no te irás». Y lo sostuvo con las dos manos:
—Por lo menos, mientras no te comas un pedazo de carne.
EL REGRESO DE MEME
(Apuntes para una novela)
Después no sé con exactitud cómo sucedieron las cosas. Un día Meme no estuvo en la casa y ahora yo no podría decir qué pensé de todo eso. Pero recuerdo que tres o cuatro domingos después asistió de nuevo a la iglesia con aquellos tacones altos que no había usado antes, aquel traje de seda estampada y un sombrero rematado arriba por un ramo de flores artificiales que le desfiguraban el rostro. Siempre la había visto tan sencilla y descomplicada en nuestra casa, descalza la mayor parte del día, que ese domingo, cuando entró a la iglesia aquella gallina adornada que se apoyaba en la sombrilla a cada paso, me pareció una Meme diferente a la que había servido en nuestra casa durante los años anteriores y desde mucho antes de mi nacimiento. Oyó la misa adelante, entre las señoras, muy erguida y afectada debajo de todo ese montón de cosas que se había puesto y que la hacían complicadamente nueva, con una novedad espectacular y llena de baratijas. Estuvo arrodillada, adelante. Y hasta la devoción con que oía la misa era desconocida en ella; hasta en la manera de persignarse había algo de esa cursilería florida y resplandeciente con que había entrado a la iglesia ante la admiración de quienes la conocieron de sirvienta en la casa y la curiosidad de quienes no la vieron antes. Yo estaba en los bancos del frente. Me distraje la mayor parte del tiempo poniendo las cosas en orden, preguntándome por qué Meme había desaparecido de nuestra casa y reaparecía aquel domingo vestida más como un árbol de Navidad que como una señora, o como se habrían vestido tres señoras juntas, con todo y que todavía le sobraban arandelas y abalorios para vestir una señora más.
La estuve mirando todo el tiempo. Y después, cuando terminó la misa, las mujeres y los hombres se detuvieron en la puerta para verla salir; se colocaron en el atrio, en una doble hilera frente a la puerta mayor, y hasta creo ahora que hubo algo secretamente preparado en esa solemnidad indolente y burlona con que estuvieron aguardando, sin decir una palabra, hasta cuando Meme salió a la puerta, cerró los ojos para protegerlos de la luz y los abrió luego en perfecta armonía con su sombrilla de siete colores brillantes. Y así pasó por entre la doble hilera de mujeres y hombres, ridiculizada por ese aspecto de pavo real con tacones que le daba su recargada indumentaria, hasta cuando uno de los hombres inició el cierre del círculo y Meme quedó en el medio, anonadada, confundida, tratando de sonreír con una sonrisa de distinción que le salió tan falsa como todo su aspecto.
Fue entonces cuando mi padre, que la había sostenido como sirvienta durante quince años, la tomó por el brazo, sin mirar a la concurrencia, y la trajo por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que tiene siempre, cada vez que hace algo con lo cual sabe que estarán en desacuerdo los demás.
MONÓLOGO DE ISABEL
VIENDO LLOVER EN MACONDO
El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos t