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Lo primero que advirtió la comadrona en Michael K cuando lo ayudó a salir del vientre de su madre y entrar en el mundo fue su labio leporino. El labio se enroscaba como un caracol, la aleta izquierda de la nariz estaba entreabierta. Le ocultó el niño a la madre durante un instante, abrió la boca diminuta con la punta de los dedos, y dio gracias al ver el paladar completo.
A la madre le dijo:
–Debería alegrarse, traen suerte al hogar.
Pero desde el primer momento a Anna K le disgustó esa boca que no se cerraba, mostrándole un trozo de carne viva. Se estremeció al pensar lo que había crecido en ella todos esos meses. El niño no podía mamar y lloraba de hambre. Trató de alimentarlo con biberón, pero como él tampoco podía tirar de la tetina, le daba de comer con una cucharita, desesperándose cuando el niño se atragantaba, devolvía y lloraba.
–Se cerrará cuando crezca –le aseguró la comadrona.
Sin embargo, el labio no se cerró, o al menos no lo suficiente, y la nariz tampoco se corrigió.
Llevó al niño con ella al trabajo, y siguió llevándolo incluso cuando ya no era un bebé. Lo mantuvo alejado de los otros niños porque sus risitas y susurros la herían. Año tras año, Michael K, sentado en una manta, contempló a su madre encerar los suelos de otros, y aprendió a callar.
A causa de su malformación y de la lentitud de su inteligencia, sacaron a Michael del colegio tras un corto período de prueba, y lo entregaron a la protección de Huis Norenius en Faure, donde, a costa del Estado, pasó el resto de su infancia en compañía de otros niños desafortunados y con problemas diversos, aprendiendo a leer, escribir, contar, barrer, frotar, hacer camas, fregar platos, tejer cestas, carpintería y jardinería. A la edad de quince años abandonó Huis Norenius y entró en el departamento municipal de Parques y Jardines de Ciudad del Cabo como jardinero, nivel 3(b). Tres años más tarde abandonó Parques y Jardines y, después de una temporada en paro que pasó en la cama mirándose las manos, aceptó un trabajo de empleado nocturno en los lavabos públicos de Greenmarket Square. Un viernes en que regresaba tarde a casa, dos hombres le atacaron en un paso subterráneo, le golpearon, le robaron el reloj, el dinero y los zapatos, y le dejaron inconsciente en el suelo con un navajazo en el brazo, un dedo dislocado y dos costillas rotas. Tras este incidente, abandonó el empleo nocturno y volvió a Parques y Jardines, donde poco a poco fue mejorando de posición hasta llegar a jardinero, nivel 1.
K no tenía amigas a causa de su rostro. Estaba más cómodo solo. Los dos empleos le habían enseñado a estar solo, aunque en los lavabos se había sentido oprimido por la refulgente luz de neón que se reflejaba en los azulejos blancos y creaba una superficie sin sombras. Sus parques preferidos eran los de pinos altos y senderos oscuros de agapantos. A veces los sábados no oía la sirena al mediodía y continuaba trabajando solo hasta la noche. Se levantaba tarde los domingos por la mañana; los domingos por la tarde visitaba a su madre.
Una mañana de junio, con treinta y un años de edad, le dieron un recado mientras barría las hojas del parque De Waal. El recado, de tercera mano, era de su madre: le habían dado el alta en el hospital y quería que fuese a buscarla. K recogió las herramientas y recorrió en autobús el camino hasta el hospital Somerset, donde encontró a su madre sentada al sol en un banco frente a la entrada. Iba completamente vestida, menos los zapatos, que estaban a su lado. Al ver a su hijo comenzó a gimotear, ocultándose la cara con las manos para que los otros pacientes y las visitas no la vieran.
Hacía meses que Anna K padecía de una gran inflamación en las piernas y los brazos; después el vientre también comenzó a hincharse. Ingresó en el hospital sin poder andar y casi sin poder respirar. Pasó cinco días acostada en un pasillo entre decenas de víctimas de puñaladas, palizas y heridas de bala que la mantenían despierta con sus lamentos, desatendida por las enfermeras sin un momento libre para consolar a una anciana mientras los jóvenes a su alrededor morían de forma dramática. La reanimaron con oxígeno al ingresar, después le administraron pastillas e inyecciones para rebajar la inflamación. Sin embargo, cuando pedía una cuña pocas veces había alguien que se la llevara. No tenía bata. En una ocasión, tanteando la pared para llegar al lavabo, un anciano con un pijama gris la paró y, entre groserías, le mostró sus partes. Las necesidades físicas se convirtieron en una fuente de tormento. Cuando las enfermeras preguntaban por las pastillas, les decía que se las había tomado, pero a menudo mentía. Después, aunque la dificultad respiratoria disminuyó, las piernas le picaban tanto que tenía que tumbarse sobre las manos para no rascarse. Ya al tercer día suplicaba que la enviaran a casa, aunque evidentemente no suplicó a la persona apropiada. Las lágrimas que derramó el sexto día eran sobre todo lágrimas de alivio por escapar de ese purgatorio.
En la recepción Michael K pidió una silla de ruedas que le denegaron. Condujo a su madre los cincuenta pasos que los separaban de la parada del autobús con el bolso y los zapatos en una mano. La cola era larga. El horario pegado al poste anunciaba un autobús cada quince minutos. Esperaron durante una hora en la que las sombras se alargaron y el viento se enfrió. Como no podía sostenerse en pie, Anna K se sentó junto a un muro con las piernas extendidas como una mendiga mientras Michael guardaba el sitio en la cola. Cuando llegó el autobús ya no había asientos libres. Michael se sujetó a una barra y abrazó a su madre para que no se cayera. Eran las cinco en punto cuando llegaron a la habitación en Sea Point.
Durante ocho años Anna K había trabajado de empleada doméstica de un fabricante de géneros de punto jubilado y su mujer que vivían en Sea Point en un piso de cinco habitaciones con vistas al océano Atlántico. Según su contrato entraba a las nueve de la mañana y salía a las ocho de la noche, con tres horas de descanso por la tarde. Trabajaba alternadamente cinco y seis días a la semana. Tenía quince días de vacaciones pagadas y una habitación para ella en el edificio. El salario era justo, los señores eran sensatos, era difícil conseguir un trabajo, y Anna K no estaba descontenta. Pero hacía un año que había empezado a sentir mareos y opresión en el pecho cuando se inclinaba. Entonces apareció la hidropesía. Los Buhrmann la relegaron a la cocina, le redujeron la paga en un tercio y contrataron a una mujer más joven para las labores domésticas. Le permitieron quedarse en la habitación, que estaba a disposición de los Buhrmann. La hidropesía empeoró. Antes de ingresar en el hospital había pasado semanas en la cama, incapaz de trabajar. Vivía con el temor de que se acabara la caridad de los Buhrmann.
Al principio, su habitación bajo las escaleras del Côte d’Azur había estado destinada al equipo de aire acondicionado que nunca llegó a instalarse. Tenía un aviso en la puerta: una calavera y dos tibias cruzadas pintadas en rojo, y debajo las palabras PELIGRO - GEVAAR - INGOZI. No tenía luz eléctrica ni ventilación, siempre olía a humedad. Michael le abrió la puerta a su madre, encendió una vela y salió mientras ella se preparaba para acostarse. Pasó con ella esa tarde, la primera de su regreso, y todas las tardes de la semana siguiente: le calentaba la sopa en el hornillo de parafina, cuidaba de ella todo lo que podía, realizaba las tareas necesarias, y la consolaba acariciándole los brazos cuando sucumbía a una de sus crisis de llanto. Una tarde, los autobuses en Sea Point dejaron de circular, y tuvo que pasar la noche tumbado en la estera de la habitación con el abrigo puesto. Se despertó en plena noche muerto de frío. Sin poder dormir, sin poder marcharse a causa del toque de queda, permaneció sentado en la silla tiritando hasta el amanecer mientras su madre gemía y roncaba.
A Michael K le desagradaba la intimidad física a la que se veían obligados durante las largas tardes en la pequeña habitación. Descubrió que le alteraba ver las piernas hinchadas de su madre, y apartaba la mirada cuando la ayudaba a salir de la cama. Ella tenía los muslos y los brazos cubiertos de arañazos (durante un tiempo incluso durmió con guantes). Pero él no eludía nada de lo que consideraba su deber. El problema que le había preocupado años atrás en el cobertizo de las bicicletas de Huis Norenius, a saber, la razón por la que le habían traído al mundo, ya tenía contestación: le habían traído al mundo para cuidar de su madre.
Nada de lo que su hijo decía calmaba el miedo de Anna K de lo que sería de ella si perdía la habitación. Las noches pasadas entre moribundos en los pasillos del hospital Somerset le habían hecho comprender lo indiferente que era el mundo en tiempo de guerra con una anciana que sufría una enfermedad desagradable. Sin trabajo, solo se veía separada de la miseria por la precaria buena voluntad de los Buhrmann, el sentido del deber de un hijo torpe y, en última instancia, los ahorros que guardaba en un bolso dentro de una maleta debajo de la cama: la moneda nueva en un monedero; la antigua, ya sin valor, y que no había cambiado por desconfianza, en otro.
Por eso, cuando Michael llegó una tarde hablando de los despidos en Parques y Jardines, a ella empezó a darle vueltas en la cabeza algo que hasta ahora solo había sido un sueño sin entidad: el proyecto de abandonar una ciudad sin futuro para ella y volver al campo apacible de su juventud.
Anna K había nacido en una granja del distrito de Prince Albert. Su padre no fue un hombre estable; tenía problemas con la bebida; y cuando era niña se habían mudado de granjas constantemente. Su madre lavaba, planchaba y trabajaba en las diferentes cocinas; Anna la ayudaba. Más tarde se instalaron en la ciudad de Oudtshoorn, donde Anna fue a la escuela durante un tiempo. Después del nacimiento de su primer hijo, vino a Ciudad del Cabo. Tuvo un segundo hijo de otro padre, luego un tercero que murió, y luego Michael. Los años anteriores a Oudtshoorn permanecieron en el recuerdo de Anna como los más felices de su vida, una época de calidez y abundancia. Recordaba cuando se sentaba en el polvo del gallinero y los polluelos cloqueaban y picoteaban; recordaba cuando buscaba los huevos debajo de los arbustos. Echada en la cama de la habitación mal ventilada en las tardes de invierno, la lluvia goteando por las escaleras, soñaba con escapar de la violencia indiferente, de los autobuses llenos, de las colas en los supermercados, de los dependientes arrogantes, de los ladrones y los mendigos, de las sirenas en la noche, del toque de queda, del frío y la humedad, y volver al campo donde, si iba a morir, al menos moriría bajo un cielo azul.
En el plan que le esbozó a Michael no aludió a la muerte ni a morir. Le propuso que dejara Parques y Jardines antes de que le despidieran y la acompañara en tren a Prince Albert, donde ella alquilaría una habitación y él buscaría trabajo en una granja. Si el alojamiento de Michael era bastante grande, se quedaría con él y llevaría la casa, si no él la visitaría los fines de semana. Para demostrarle su determinación, le hizo sacar la maleta de debajo de la cama y ante sus ojos vació el monedero, contando los billetes nuevos que, según dijo, había ahorrado con esta intención.
Esperaba que Michael le preguntara por qué pensaba que una pequeña ciudad de provincias acogería a dos desconocidos, siendo uno de ellos una anciana con mala salud. Incluso tenía preparada una respuesta. Pero Michael no dudó de ella ni un instante. Igual que había creído durante todos los años pasados en Huis Norenius que su madre lo había dejado allí por un motivo que, si bien al principio era oscuro, acabaría por aclararse, ahora aceptó sin dudar la sabiduría de su plan para los dos. No vio el dinero esparcido sobre la colcha, solo se imaginó una casa de campo encalada en el extenso veld, el humo saliendo por la chimenea, y en la puerta a su madre sonriente y sana preparada para darle la bienvenida a casa después de un largo día.
Michael no se presentó al trabajo a la mañana siguiente. Con el dinero de su madre metido en dos fajos en los calcetines, se dirigió a la estación de tren y a las taquillas de la ruta principal. Allí el empleado le dijo que, aunque le vendería con gusto dos billetes a Prince Albert o a la estación más cercana de la ruta («¿Prince Albert o Prince Alfred?», preguntó), K no podría subirse al tren sin una reserva de asiento y un permiso para abandonar la península del Cabo, declarada en estado de alerta. La primera reserva que podría darle era para el dieciocho de agosto, dentro de dos meses; en cuanto al permiso, solo lo concedía la policía. K le suplicó que le diera una salida anterior, pero todo fue en vano: el estado de salud de su madre no constituía una razón especial, le dijo el empleado; al contrario, le aconsejaba que no lo mencionara en ningún caso.
Desde la estación K se dirigió a Caledon Square, donde tuvo que hacer cola durante dos horas detrás de una mujer con un niño que lloriqueaba. Le dieron dos juegos de impresos, un juego para su madre, otro para él.
–Grape las reservas de tren a los impresos azules, y llévelos al despacho E-5 –le dijo la funcionaria de la ventanilla.
Cuando llovía Anna K ponía una toalla vieja en la rendija de la puerta para evitar que el agua entrara. La habitación olía a desinfectante y a polvos de talco.
–Aquí me siento como un sapo debajo de una piedra –murmuró–. No puedo esperar hasta agosto.
Se cubrió la cara y reposó en silencio. Al poco rato K notó que le faltaba el aire. Se fue a la tienda de la esquina. No había pan.
–Ni pan ni leche –le dijo el dependiente–. Vuelva mañana.
Compró galletas y leche condensada, después se quedó debajo del toldo observando caer la lluvia. Al día siguiente llevó los impresos al despacho E-5. Le enviarían los permisos por correo a su debido tiempo, le dijeron, después de que la policía de Prince Albert revisara y aprobara las solicitudes.
Volvió al parque De Waal y le dijeron, tal y como esperaba, que le pagarían a fin de mes.
–No importa –le dijo al capataz–, de todas formas nos marcharemos, mi madre y yo.
Recordaba las visitas de su madre a Huis Norenius. A veces le llevaba nubecitas, otras galletas de chocolate. Paseaban juntos por el campo de deporte y después tomaban el té en el comedor. Los días de visita, los alumnos se ponían su mejor uniforme caqui y las sandalias marrones. Algunos chicos no tenían padres, o habían sido olvidados por ellos.
–Mi padre murió, mi madre trabaja –había dicho de sí mismo.
Se hizo un nido de cojines y mantas en un rincón de la habitación donde pasaba las tardes sentado en la oscuridad, escuchando la respiración de su madre. Esta cada vez dormía más. A veces también él se dormía sentado y perdía el autobús. Se despertaba por las mañanas con dolor de cabeza. Durante el día vagaba por las calles. Todo permanecía en suspenso mientras esperaban los permisos que no llegaban.
Un domingo por la mañana temprano fue al parque De Waal y rompió la cerradura del cobertizo donde los jardineros guardaban el material. Cogió herramientas y una carretilla que empujó de vuelta a Sea Point. En el callejón situado detrás de los pisos rompió un cajón viejo y, a toda prisa, hizo una plataforma cuadrada de sesenta centímetros de lado con respaldo, que ató con alambre a la carretilla. Después trató de persuadir a su madre para que salieran a dar una vuelta.
–El aire te sentará bien –dijo–. Nadie te verá, son más de las cinco, la entrada está desierta.
–Nos pueden ver desde los pisos –contestó ella–. No quiero dar un espectáculo.
Al día siguiente cedió. Vestida con el sombrero, el abrigo y las zapatillas, salió con paso inseguro del piso a la tarde gris, y dejó que Michael la instalara en la carretilla. La empujó a través de Beach Road y siguió por el paseo pavimentado a lo largo de la orilla del mar. No había nadie alrededor salvo una pareja de ancianos paseando al perro. Anna K se agarró con rigidez a los lados de la plataforma, aspirando el aire frío del mar, mientras su hijo la empujaba unos cien metros por el paseo, se paraba para dejarla mirar las olas rompiendo en las rocas, la empujaba otros cien metros, y se paraba de nuevo, y después la llevaba de vuelta a la habitación. Le desconcertó comprobar que su madre pesaba mucho, así como la inestabilidad de la carretilla. Hubo un momento en que basculó y casi la tiró.
–El aire fresco te sentará bien a los pulmones –dijo.
La tarde siguiente llovió y se quedaron en la habitación.
Pensó en construir una carretilla con una caja montada sobre un par de ruedas de bicicleta, pero no sabía dónde encontrar un eje.
Después, una tarde de la última semana de junio, un jeep del ejército que bajaba a gran velocidad por Beach Road atropelló a un joven que cruzaba la calle, lanzándole entre los vehículos aparcados junto a la acera. El jeep también derrapó, y finalmente se detuvo en el descuidado jardín delante del Côte d’Azur, donde los dos ocupantes se enfrentaron a la cólera de los amigos del joven. Hubo una pelea y pronto se congregó una multitud. Abrieron a golpes los coches aparcados y los empujaran hasta colocarlos de lado en el centro de la calle. No obedecieron las sirenas que anunciaban el toque de queda. Una ambulancia que llegó escoltada por una moto dio media vuelta poco antes de la barricada y se marchó rápidamente, perseguida por una lluvia de piedras. Poco después, un hombre comenzó a disparar un revólver desde el balcón de un cuarto piso. La multitud buscó refugio entre gritos, se desperdigó por los edificios de apartamentos frente a la playa, corrió por los pasillos, aporreando las puertas, rompiendo las ventanas y las lámparas. Sacaron al hombre del revólver a rastras de su escondite; lo golpearon hasta la inconsciencia y lo tiraron a la calle. Algunos vecinos decidieron refugiarse en la oscuridad detrás de las puertas bien cerradas, otros huyeron a la calle. Arrancaron la ropa a una mujer atrapada al final de un pasillo; alguien resbaló en una salida de incendios y se rompió el tobillo. Derribaron las puertas y desvalijaron los pisos. En el piso de encima de la habitación de Anna K, los saqueadores desgarraron las cortinas, hicieron un montón de ropa en el suelo, destrozaron los muebles y encendieron un fuego que, aunque no se extendió, desprendía densas nubes de humo. En los jardines del Côte d’Azur, del Côte d’Or y del Copacabana, una muchedumbre que crecía por momentos, algunos con montones de objetos robados a los pies, lanzó piedras de las rocallas a los grandes ventanales frente al mar, hasta que no quedó ni un solo cristal intacto.
Una furgoneta policial con una sirena luminosa azul subió por el paseo y se paró a unos cincuenta metros. Hubo una ráfaga de ametralladora que fue contestada con disparos desde la barricada de coches. La furgoneta retrocedió precipitadamente mientras la multitud se retiraba por Beach Road entre gritos y voces. Pasaron otros veinte minutos, y ya era de noche cuando llegó el grueso de la policía y las fuerzas antidisturbios. Ocuparon piso por piso los edificios afectados, sin encontrar resistencia de un enemigo que huía por los callejones de atrás. Una saqueadora, que no corrió lo bastante deprisa, fue abatida de un tiro. La policía recogió los objetos abandonados de todas las calles adyacentes y los amontonó en los jardines. Allí, en plena noche, la gente de los pisos buscó sus pertenencias con linternas. A medianoche, cuando la operación iba a concluir, descubrieron el cuerpo de un alborotador con una bala en el pulmón refugiado en un recodo oscuro del pasillo de un edificio más abajo y se lo llevaron. Llegaron los centinelas nocturnos y se retiró el grueso de las fuerzas. Durante las primeras horas de la madrugada se levantó viento y empezó a llover con tal fuerza que derribó los cristales rotos del Côte d’Azur, del Côte d’Or, del Copacabana, y también del Egremont y del Malibu Heights, que hasta ahora habían ofrecido un panorama seguro de las rutas marítimas este-oeste alrededor del cabo de Buena Esperanza, azotó las cortinas, empapó las moquetas y, en algunos casos, inundó las habitaciones.
Durante todos estos acontecimientos Anna K y su hijo permanecieron silenciosos como ratones en su habitación bajo la escalera, sin moverse ni siquiera cuando olieron el humo, ni cuando oyeron pasar las pisadas firmes de las botas y un puño golpeó la puerta cerrada. No podían adivinar que el tumulto, los gritos, los disparos y el ruido de cristales rotos procedían solo de algunos edificios cercanos: sentados en la cama uno junto al otro, sin atreverse ni siquiera a susurrar, creció en ellos la convicción de que la guerra real había llegado a Sea Point y los había sorprendido allí. Cuando finalmente, de madrugada, su madre se durmió, Michael se quedó sentado con el oído atento, observando la franja de luz gris que se colaba por debajo de la puerta, respirando en silencio. Cuando su madre empezó a roncar, la zarandeó para hacerla callar.
Así, sentado con la espalda recta apoyada en la pared, se quedó por fin dormido. Cuando se despertó, la luz bajo la puerta era más clara. La abrió y se deslizó fuera. El pasillo estaba lleno de cristales. En el portal del edificio dos soldados con casco estaban sentados en sillas de campaña de espaldas a él, mirando la lluvia y el mar gris. K regresó a la habitación de su madre y se durmió en la estera.
Más tarde ese mismo día, cuando los vecinos del Côte d’Azur regresaban para limpiar y recoger sus pertenencias, o simplemente para observar los destrozos y llorar, y la lluvia había dejado de caer, K se dirigió a Oliphant Road en Green Point, a la Misión de San José, donde antes se conseguían un plato de sopa y una cama sin tener que contestar preguntas, y donde esperaba albergar a su madre durante un tiempo lejos del edificio devastado. Pero la estatua de escayola de San José con la barba y el cayado ya no estaba, la placa de bronce de la entrada había desaparecido, las contraventanas estaban cerradas. Llamó a la puerta contigua y oyó crujir la tarima, pero nadie abrió.
Al cruzar la ciudad de camino al trabajo, K tropezaba todos los días con el ejército de indigentes y desheredados que había ocupado en los últimos años las calles del centro, mendigando, robando o haciendo cola en los centros de ayuda, entrando en los pasillos de los edificios públicos para calentarse, y que encontraba un refugio nocturno en los almacenes en ruinas cerca de los muelles, o en los bloques y bloques de locales abandonados más arriba de Bree Street, donde la policía nunca se arriesgaba a pie. Durante el año antes de que las autoridades impusieran controles al desplazamiento de las personas, el centro y los alrededores de Ciudad del Cabo se inundaron de gente del campo que buscaba trabajo de cualquier tipo. No había trabajo, tampoco alojamiento. Si ellos caían en ese mar de hambrientos, se decía K, ¿qué posibilidad tendrían él y su madre de sobrevivir? ¿Durante cuánto tiempo podría empujarla por las calles en una carreta mendigando comida? Anduvo sin rumbo todo el día y volvió a la habitación sumido en el desánimo. Preparó de cena sopa, una rosca de pan y una lata de sardinas, tapando el hornillo con una manta para evitar que el resplandor los delatara.
Sus esperanzas se concentraron en el permiso que les permitiría abandonar la ciudad. Pero el buzón de los Buhrmann, donde la policía iba a mandar el permiso, si es que pensaba mandarlo, estaba cerrado; y después de la noche del saqueo, los Buhrmann, conmocionados y aterrorizados, se habían marchado con unos amigos, sin decir nada de cuándo volverían. Así que Anna K mandó a su hijo al piso con instrucciones de recoger la llave del buzón.
K no había estado antes en el piso. Lo encontró en un completo caos. Sobre el agua encharcada arrastrada por el fuerte viento había muebles destrozados, colchones deshechos, trozos de cristal y porcelana, macetas marchitas, la ropa de cama y la moqueta empapadas. Una pasta de levadura, cereales, azúcar, serrín y tierra se le pegó a los zapatos. En la cocina la nevera yacía boca abajo, el motor todavía ronroneante, rezumando por las bisagras una espuma amarilla sobre el centímetro de agua que cubría las baldosas del suelo. Habían tirado las filas de tarros de los estantes; apestaba a vino. En la brillante pared blanca alguien había escrito AL DIAVLO con espuma de limpiar hornos.
Michael convenció a su madre de que fuera y viera ella misma los destrozos. No había estado arriba desde hacía dos meses. Permaneció con lágrimas en los ojos sobre una tabla del pan en la puerta del salón.
–¿Por qué han hecho esto? –susurró. No quiso entrar en la cocina–. ¡Unas personas tan amables…! –dijo–. ¡No sé cómo van a arreglar todo esto!
Michael la ayudó a volver a la habitación. No se tranquilizaba, y preguntaba constantemente dónde estaban los Buhrmann, quién iba a limpiar el piso, cuándo volverían.
Michael la dejó allí y volvió al piso destrozado. Levantó la nevera, la vació, barrió los trozos de cristal hasta un rincón y recogió parte del agua. Llenó media docena de bolsas de basura y las apiló en la entrada. Separó los víveres en buen estado. No intentó limpiar el salón, pero sujetó las cortinas a los marcos de las ventanas sin cristales lo mejor que pudo. Hago todo esto, se dijo, no por los dos ancianos, sino por mi madre.
Era evidente que hasta que no se arreglaran las ventanas y se retirara la moqueta, que ya empezaba a apestar, los Buhrmann no podrían vivir allí. Pero no se le ocurrió la idea de usar el apartamento hasta que vio el baño por primera vez.
–Solo una o dos noches –le rogó a su madre–, para que tengas la posibilidad de dormir sola. Hasta que sepamos lo que vamos a hacer. Llevaré un diván al baño. Por la mañana volveré a colocarlo todo en su sitio. Lo prometo. No se enterarán.
Se arregló el diván en el baño con sábanas y manteles. Ajustó un trozo de cartón en la ventana y encendió la luz. Había agua caliente: se bañó. Por