Uno
La tarde del 11 de junio de 1940, esto es, un día después de que Italia entrara en guerra uniéndose a su aliada, Alemania, Micheli Ragusano se presentó de improviso en el Círculo Fascismo y Familia de Vigàta.
Por descontado, casi nadie estaba jugando ese día, y todo el mundo hablaba acaloradamente de lo que había sucedido la víspera, cuando el país en pleno —viejos, jóvenes, mujeres, niños e incluso los enfermos, que para tan magna ocasión se habían levantado de la cama— se había congregado en plazas y calles para escuchar el discurso del Duce transmitido por altavoces.
Nada más acabar de hablar Mussolini, se había desencadenado el guirigay, la batahola, el pandemónium, y todo el mundo se había puesto a dar gritos de «¡Muera Francia!», «¡Muera Inglaterra!», «¡Viva el Duce!», «¡Viva el fascismo!». La gente parecía borracha de alegría y bailaba, saltaba y cantaba entusiasmada «Juventud», el himno fascista, como si la guerra fuera un billete de lotería premiado.
Hacía más de cinco años que Micheli Ragusano no ponía un pie en Vigàta y, aun así, ni uno solo de los veintitantos socios que habían acudido al Círculo a jugar y charlar le devolvió el saludo ni le preguntó cómo le había ido en todo aquel tiempo.
Lo cierto era que Ragusano había pasado esos cinco años confinado en la isla de Lipari, a raíz de una condena por «difamación sistemática del glorioso régimen fascista», de modo que no era prudente mostrarse cordial con él, y menos aún teniendo en cuenta que esa tarde también andaba por allí Cocò Giacalone, un hombretón alto, grueso y con la mano muy larga, conocido espía del secretario federal de los grupos de combate fascistas, un individuo del que se guardaban incluso los fascistas más acérrimos, ya que era capaz de cualquier cosa.
Micheli Ragusano, que esperaba ese recibimiento, se dirigió al expositor de los periódicos sin pronunciar palabra, cogió uno de los ejemplares, se sentó ante una de las mesitas y se puso a leer.
En ese momento fue cuando se levantó Cocò Giacalone con el gesto torvo, se acercó a don Filippo Caruana, el presidente del Círculo, que como de costumbre estaba echando una partidita a la brisca, y le dijo algo al oído con aire agitado.
—Pero ¿de verdad es necesario? —preguntó dubitativo don Filippo.
—¡Muy necesario! —replicó Giacalone con firmeza.
—¿Ahora?
—¡Ahora mismo!
Don Filippo dejó las cartas pausadamente, se levantó a regañadientes, fue hasta la mesa de Ragusano y, mientras en el salón todo el mundo interrumpía el juego o la conversación y se concentraba en lo que estaba sucediendo, dijo:
—Michè, tú aquí no puedes estar.
—¿Y eso? ¿Acaso soy un moroso?
—No.
—Si mi mujer me ha dicho que no ha dejado de pagar la cuota anual.
—Y es verdad. Pero es que no se trata de las cuotas, sino de que estás expulsado del Círculo.
—¿Expulsado? ¿Desde cuándo?
—Tres días después de que te mandaran al confinamiento, la asamblea de socios, reunida en sesión extraordinaria a propuesta de Cocò Giacalone, decidió por unanimidad que ya no eras digno de ser miembro.
—¿Así están las cosas?
—Sí, así están.
—Pues muy bien —contestó Ragusano sin inmutarse—, no os molesto