El tiempo de en medio

Enrique Lozano

Fragmento

1

Yo había nacido con las lluvias y tenía trece años cuando mis padres nos sacaron de Cali, pero era cuatro años mayor que mi hermana, Emma, quien sentía terror con la idea de abandonar nuestra casa y salir a recorrer ese mundo de agua en busca de tierra firme. Cuando cayeron los primeros temporales a nadie le pareció muy raro; habrán pensado que llegaba un nuevo invierno, me imagino, una nueva temporada de lluvias. Luego siguieron las inundaciones, los excrementos desparramados, entrando y saliendo por puertas y ventanas, los cadáveres hinchados que flotaban como nata en las aguas negras, después los derrumbes, más adelante las cordilleras fracturadas y los temblores incesantes, el suelo abierto regurgitando sus entrañas, las evacuaciones y, por último, el abandono a los elementos, la capitulación frente al lodo y los desechos, la derrota definitiva ante la naturaleza que había decidido cambiar de posición y llevarse por delante lo que estuviera en su camino. Nadie imaginó que las lluvias terminarían por diluirlo todo, incluidas las maneras de ser de antes, para dejar a la humanidad habitando un solo océano pringado de islotes —como narices de tierra surgiendo del agua para olfatear el aire pútrido— y distancias casi insalvables. Por muy extraño que parezca hoy en día, entonces era lógico creer que todo seguiría en su sitio, al fin y al cabo, el planeta llevaba unos cuantos milenios de relativo estatismo que respaldaban esa idea.

El tiempo de en medio, el de las grandes lluvias, duró veinte años, pero terminada la primera década ya el mundo había dejado de ser la bola madre que daba sustento al ser humano para ver convertidas grandes porciones de su superficie en trampas de agua donde el naufragio era inevitable.

El patio de atrás de nuestra casa era un rectángulo de pasto anegado, cerrado por las paredes de la sala, del cuarto de mis padres y de las construcciones vecinas. Su lado más largo, el que miraba en dirección al gran río, terminaba en un muro bajito coronado por una reja espigada. Cuando el agua se llevó el solar loma abajo, la avenida que lo bordeaba rodó con él, entre ladrillos desvencijados, bolas de pelo, raíces muertas y nuestra ilusión de conservar la vida que llevábamos. La casa estaba ubicada en un barrio alto de los cerros occidentales, organizado de manera circular en torno a un parque donde se deshacían algunas ruinas de juegos infantiles. Cuando la lluvia cesaba o no era muy fuerte, Emma, Cornelio Heredia —nuestro único amigo— y yo, íbamos a jugar ahí. Nunca supimos exactamente cómo echar a andar los metales y cadenas, o si eran de echar a andar o no, pero nos subíamos a esos costillares oxidados, nos metíamos debajo, nos frotábamos contra ellos (la ropa se manchaba de un olor agrio) y hacíamos equilibrio en ese espinazo que chirriaba bajo nuestros pies de niños. Cuando nos cansábamos, o la lluvia arreciaba, volvíamos a nuestros hogares, hacíamos un pequeño fuego en una esquina y nos sentábamos en silencio a calentarnos las manos.

Por encima del muro del patio asomaban los retazos de asfalto de la antigua avenida Circunvalar. Un poco más allá, arrumes de ladrillos, televisores rotos, piezas metálicas, marcos de ventanas, bultos de basura deshaciéndose en una masa grumosa, y abajo, bien abajo, en lo que antes era un valle y la ciudad de Cali propiamente, el gran río, las aguas que desde nuestra casa parecían estáticas, rotas por las cumbres de algunas edificaciones sumergidas. Yo era más alto que el muro, pero mi hermana era muy bajita y sólo alcanzaba a ver el paisaje trepada sobre mis hombros, agarrada de las largas varillas de la reja.

En algunas ocasiones, estando dentro de la casa, oíamos un sonido extraño que se imponía sobre el rumor constante de la lluvia, como si una bestia metálica viniera haciendo gárgaras. Mi hermana me llamaba, «ven, Jero, ven», se subía a mi espalda y salíamos corriendo —seguidos por nuestros padres— para ver pasar algún carro que todavía lograba andar. Siempre llevaban al frente unas luces muy potentes, unos faros que hacían ver la lluvia como una tupida tela de agua, y yo me concentraba en mirar aquella luminosidad fragorosa hasta quedar enceguecido y alucinado. El carro penaba por moverse en el terreno inestable y resbaloso, dando brincos cortos, como eructos de niño, entre los escasos parches asfaltados de la avenida que todavía sobrevivían. Lo observábamos atentamente, mirábamos cómo se retorcía de un lado al otro, procurando ir siempre hacia delante hasta perderse de vista en la curva que salía a Siloé. Entonces yo descargaba a Emma y volvíamos sonrientes, arrastrando los pies hasta la casa, mientras nuestros padres se quedaban afuera discutiendo cosas de grandes, cosas que no entendíamos y que no nos interesaban.

No creo que hayamos visto pasar más de dos carros en todo el tiempo que vivimos en el barrio Cristales. Lo que sí vimos mucho —de manera cada vez más frecuente hasta que desapareció el patio— fueron caravanas de gente que andaba a paso lento, enfrentando la lluvia, tratando de mantener el equilibrio bajo pesados bultos forrados con plásticos negros de los que sobresalían patas de madera, cables y ollas tiznadas, yendo hacia el norte, intentando llegar al puerto de Dagua para irse más al norte aún, a los Estados Unidos. Era gente que venía de lejos, no sólo de los barrios del sur, sino de más allá, de poblaciones alejadas como Jamundí y Popayán, gente que llevaba días caminando y que todavía tendría que andar un buen trecho antes de llegar a su destino. Desde adentro de la casa no se escuchaba su marcha, no hacían ruido, o si lo hacían, nunca superaba el volumen del agua royendo el mundo. Sin embargo, cuando nos parábamos en alguno de los tres escalones que separaban la sala del patio, los veíamos, volúmenes foscos que andaban casi a rastras, tosiendo esporádicamente, produciendo algo parecido a un murmullo: la fricción de la ropa mojada contra sí misma. Figuras oscuras buscando la luz, caravanas de hombres y mujeres tratando de viajar atrás en el tiempo, a la época seca. Estados Unidos representaba todo lo perdido: la luz eléctrica, el agua caliente, el sol, la ropa seca, la piel sin manchas. La gente se rehusaba a creer que el país del Norte hubiera podido hundirse también en el éscaton; por eso el flujo de viandantes era constante, peregrinos en romería hacia un pasado remoto que, por lo general, terminaban sin pertenencias ni vida ni tiempo en un costado de la ruta.

Pasaban muy cerca del muro. Cuando perdían el equilibrio, alguno se agarraba de la reja para no caer. A Emma le producían miedo esas figuras mojadas, opacas, se escondía detrás de mí y los miraba sin pestañear, asomando su cabeza por un costado. Su mayor temor, peor incluso que el de abandonar la casa, era tener que unirse a una de esas caravanas desprotegidas, mojadas, lentas y negruzcas, tener que caminar durante jornadas enteras en compañía de desconocidos.

El único árbol del patio era un aguacate alto que no conservaba muchas hojas ni ramas, pues mi padre las cortaba cuando no conseguía leña. Algo de resguardo ofrecía, no obstante, y cuando los caminantes fatigados lleg

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