Tu mundo y el mío

John Green

Fragmento

Introducción

Introducción

Mi novela Mil veces hasta siempre se publicó en Estados Unidos en octubre de 2017, y tras pasar ese mes de gira por el libro, volví a mi casa de Indianápolis y abrí un camino entre la casa del árbol de mis hijos y la pequeña habitación en la que mi mujer y yo solemos trabajar, una habitación que, dependiendo de vuestra visión del mundo, puede ser un despacho o un cobertizo.

No fue un camino metafórico. Fue un camino real en el bosque, y para hacerlo despejé decenas de las prolíficas e invasivas madreselvas que asfixian buena parte del centro de Indiana, arranqué la hiedra que se había adueñado del espacio y después eché virutas de madera en el camino y lo recubrí con ladrillos. Trabajé en el camino diez o doce horas diarias, cinco o seis días por semana, durante un mes. Cuando por fin terminé, cronometré el tiempo que tardaba en recorrer el camino andando desde nuestro despacho hasta la casa del árbol. Cincuenta y ocho segundos. Tardé un mes en construir un paseo de cincuenta y ocho segundos en el bosque.

Una semana después de haber terminado el camino, estaba buscando una barra de bálsamo labial en un cajón cuando de golpe y sin previo aviso perdí el equilibrio. El mundo empezó a dar vueltas y vueltas. De repente era un bote muy pequeño en alta mar. Se me salían los ojos de las órbitas y empecé a vomitar. Me llevaron de urgencia al hospital, y durante semanas el mundo no dejó de girar. Al final me diagnosticaron laberintitis, una enfermedad del oído interno con un nombre maravillosamente rimbombante que sin embargo es sin duda una experiencia de una estrella.

Recuperarme de la laberintitis me exigió semanas en la cama, sin poder leer, ni ver la televisión, ni jugar con mis hijos. Solo tenía mis pensamientos, a veces a la deriva en un cielo somnoliento, y otras veces de una insistencia y una omnipresencia que me aterrorizaban. Durante aquellos largos e inmóviles días mi mente fue de un lado a otro y deambuló por el pasado.

En cierta ocasión preguntaron a la escritora Allegra Goodman: «¿Quién le gustaría que escribiera la historia de su vida?». Ella contestó: «Parece que estoy escribiéndola yo, pero, como soy novelista, todo está en clave». En mi caso, había empezado a sentir que algunas personas creían conocer la clave. Daban por sentado que compartía la visión del mundo del protagonista de un libro o me hacían preguntas como si yo fuera el protagonista. Un famoso periodista me preguntó si, como el narrador de Mil veces hasta siempre, también yo tenía ataques de pánico cuando besaba.

Había invitado a hacerme estas preguntas al tener una vida pública como persona mentalmente enferma, pero, aun así, hablar tanto de mí en el contexto de la ficción empezó a resultarme agotador y un poco desestabilizador. Le contesté al periodista que no, no siento ansiedad cuando beso, pero sí tengo ataques de pánico, y me asustan mucho. Mientras hablaba me sentía alejado de mí mismo, como si mi yo no fuera realmente mío, sino algo que estaba vendiendo o como mínimo alquilando a cambio de una buena prensa.

Cuando me recuperé de la laberintitis, me di cuenta de que no quería volver a escribir en clave.

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En 2000 trabajé unos meses como capellán estudiantil en un hospital infantil. Estaba matriculado en la facultad de teología y tenía previsto convertirme en pastor, pero el tiempo que pasé en el hospital me hizo abandonar esos planes. No podía soportar la devastación que vi allí. Sigo sin poder soportarla. En lugar de ir a la facultad de teología, me trasladé a Chicago y trabajé como mecanógrafo para agencias de trabajo temporal hasta que al final conseguí un empleo introduciendo datos en la revista Booklist, una publicación quincenal de reseñas de libros.

Unos meses después tuve mi primera oportunidad de escribir la reseña de un libro. Una editora me preguntó si me gustaban las novelas románticas. Le contesté que me encantaban y me pasó una ambientada en el Londres del siglo XVII. En los siguientes cinco años hice reseñas de cientos de libros para Booklist —desde libros ilustrados sobre Buda hasta antologías poéticas—, y me fascinó cada vez más el formato de la reseña. Las de Booklist se limitaban a 175 palabras, lo que significaba que cada frase debía realizar múltiples funciones. En todas las reseñas había que presentar el libro y también analizarlo. Los elogios debían convivir con los problemas.

Las reseñas de Booklist no incluían valoraciones en una escala de cinco estrellas. ¿Por qué iban a hacerlo? En 175 palabras se puede comunicar mucho más a los posibles lectores que con cualquier sistema de puntuación. La escala de cinco estrellas solo se ha utilizado en análisis críticos en las últimas décadas. Aunque se aplicaba de vez en cuando en la crítica de cine ya en la década de 1950, la escala de cinco estrellas no se usó para calificar hoteles hasta 1979, y no se empleó ampliamente para calificar libros hasta que Amazon introdujo las reseñas de los lectores.

En realidad, la escala de cinco estrellas no es para las personas; es para los sistemas de recopilación de datos, y por eso no se convirtió en habitual hasta la era de internet. Es muy complicado que las inteligencias artificiales saquen conclusiones sobre la calidad de un libro a partir de reseñas de 175 palabras, mientras que las calificaciones con estrellas son ideales.

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Resulta tentador convertir la laberintitis en una metáfora: como mi vida carecía de equilibrio, me devastó un trastorno del equilibrio. Pasé un mes haciendo un camino en línea recta solo para que me dijeran que la vida no consiste en caminos sencillos, sino en laberintos vertiginosos que se pliegan sobre sí mismos. Incluso ahora estoy estructurando esta introducción como un laberinto, y vuelvo a lugares que creía que había dejado atrás.

Pero esta simbolización de la enfermedad es exactamente contra lo que intenté escribir en mis novelas Mil veces hasta siempre y Bajo la misma estrella, en las que al menos espero que el TOC y el cáncer se presenten no como batallas que ganar ni como manifestaciones simbólicas de defectos de carácter o de lo que sea, sino como enfermedades con las que merece la pena vivir lo mejor que se pueda. Yo no sufrí laberintitis porque el universo quisiera darme una lección sobre el equilibrio. Así que intenté vivir con ella lo mejor que pude. A las seis semanas, en general estaba mejor, aunque sigo teniendo ataques de vértigo, y son aterradores. Ahora sé con una visceralidad de la que antes carecía que la consciencia es temporal y precaria. No es una metáfora decir que la vida humana es un acto de equilibrio.

A medida que mejoraba, me preguntaba qué iba a hacer con la vida que me quedaba por delante. Volví a grabar un vídeo cada martes y un podcast semanal con mi hermano, pero no escribía. Ese otoño y ese invierno fue el tiempo más largo que he pasado sin intentar esc

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