Cuando una mujer perdona (Gillander's Whisky 2)

Eleanor Rigby

Fragmento

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Prólogo

La primera vez que Blake Houston vio a Denna Ross pensó que se trataba de una ilusión; un capricho de la mente concedido, por piedad, a un hombre desesperado por un milagro. 

No era tan increíble teniendo en cuenta el extenuante trayecto que llevaba a la espalda. Había pasado un día entero a lomos de un garañón alquilado sin parar siquiera para comer. Notaba los muslos agarrotados, la espalda tensa e igual los hombros, que hacía rato se habían hartado de mantener la postura regia. 

Su padre lo había mandado hacía una semana a Aberdeen para cerrar un pacto comercial con el señor de Coventry Castle, y según había dejado caer, se las tendría que ver con una interesante sanción si se demoraba más de un par de días. A Blake le importaban un bledo las prisas del bastardo de su progenitor; si quería estrechar la mano de Coventry lo más rápido posible no era para regresar a tiempo al cálido seno familiar, ni mucho menos para contentarlo, sino para tener unas horas de libertad —y diversión— en cualquier insidiosa taberna antes de vérselas, otra vez, con el diablo. 

Se tenía sobradamente merecido el tiempo de ocio. Y si no hubiera estado tan adormilado, si la melancolía que hacía que se preguntara cada atardecer, y con la puntualidad de un reloj, por qué demonios estaba desperdiciando su fugaz juventud aceptando los mandatos de su padre, habría planeado al detalle la noche de juerga que estaba al caer. Era lo que hacía: consolarse con planes a corto plazo para sobrevivir a ese tedio que parecía dominarlo todo. Lo había dominado esa mañana, al levantarse con el sol para atender una obligación odiada; esa tarde, al lidiar con desgraciados que no merecían ninguna consideración.

En esos momentos estaba rabioso. Siempre estaba rabioso. Pero las luces del ocaso hacia el que avanzaba sobre su montura atenuaban esa ira y lo mecían en la modorra que necesitaba para anestesiar el dolor. 

El resplandor ámbar del horizonte lo obligaba a entornar la vista, y a través de la rendija de los ojos solo se veía amarillo; el flamante astro rey, resguardándose tras las montañas; sus rayos, bañando de oro las inmediaciones; el manto del toxo, floreciendo entre el paisaje...

Y en medio de todo eso, ella. Como un relámpago cegador.

Verla lo despertó igual que lo hubiera hecho un estallido bélico.

Todas las mujeres lo hacían reaccionar así sin importar el escenario. Blake pensaba que eran las únicas que podían enriquecer el paisaje y siempre les prestaba la debida atención. Pero al fijarse en ella en concreto, al acercarse sin saber que modificaba su rumbo, también despertó muy despacio de un letargo desconocido, como si no supiera que hasta entonces había estado dormido. 

Un instante notaba los párpados pesados, calientes por la caricia del sol más perezoso, y al siguiente desmontaba en un estado de alerta muy distante de su habitual despreocupación. Casi parecía que la mujer hubiera quedado atrapada en una trampa para animales, o estuviera herida, pero no. Solo paseaba entre los brotes de «maravilla de pantano», aquellas flores del color del oro que perseguían al viajero por toda Escocia, y se agachaba para formar un ramo.

Blake se aproximaba con la mayor discreción cuando ella se percató de su escrutinio. La mata de vegetación que los separaba actuaba como un velo a través del que captó su mirada oscura. Blake reconoció la sonrisa amable que las flores trataban de desdibujar sin éxito. La reconoció, como si fuera algo que ya hubiera visto antes. 

Un crudo presentimiento lo golpeó en el pecho. Casi oyó la voz premonitoria que aseguraba que aquel momento tenía importancia. Que ella no pasaría desapercibida. Y en cuestión de segundos, el dardo ponzoñoso que acababa de traspasar su coraza, su desdén hacia todo, lo llenó de un inflamable y urgente deseo de posesión. 

Nadie permanecería en el sitio durante un instante tan decisivo, y menos alguien como Blake, que acababa de ver en aquellos ojos un reflejo de sus anhelos inconfesables. Rodeó los arbustos sin perderla de vista, consciente de su sonrisa temblorosa y el sudor que le empapaba la nuca. No sabía qué diablos lo había atraído de esa manera, pero estaba exultante y tan ansioso por tocarla que, paradójicamente, no quería estropearlo acercándose más de lo debido. Ella también tenía una opinión sobre su distante escrutinio, porque se rio con inocencia y no tardó en cambiar el sentido de su paseo para evitarlo.

No sabía quién era, pero tenía la extraña y hasta ridícula certeza de que la quería.

Las carcajadas de la mujer lo abrazaron y mecieron en una asombrosa calma, aun cuando estaba desesperado por llegar a ella. La travesura se prolongó mientras él la perseguía, apartando las flores con sus manos, y la muchacha huía, jadeando. No se dijeron nada. Solo sonreían, como si hubieran acordado previa y tácitamente las reglas del juego. Solo que para él no era un juego, y lo demostró cerrándole el paso. 

Ella casi chocó con su pecho, en el que un corazón que le era ajeno aleteaba atontado. Entonces podría haberla visto de cerca, podría haber confirmado que era tan bella como su cuerpo juraba, pero la fuerza de su encanto actuó como un velo. Lo cegó, y lo único que pudo percibir fue que era simplemente bonita. No había colores ni formas, ni pupilas ni labios, hasta que discernió unos ojos oscuros y una boca que trazaba su incredulidad en una sonrisa.

La convicción de que era suya arrasó los principios que hasta entonces sostenía, ya carentes de fundamento. 

Era la mujer de la que le hablaron las cartas.

La vidente de Androssan lo expresó con meridiana claridad: había una dama de nombre y ojos pardos en las líneas secas de su mano y en las que entorpecían la rectitud de su destino. «Lo sabrás en cuanto la veas», le había dicho apenas unos días antes. «Y deberás alejarte de ella. La dicha en los brazos de las sirenas dura un efímero instante... después solo hay sombras».

Y eso qué importaba. Blake la deseaba y no habría héroe humano, Dios o destino que pudiera evitar que la tomara.

—Debes ser la sirena con el par de pies más veloces del mundo.

La inconsciente coquetería con la que ella pestañeó le tensó el alma como la cuerda de un violín. La joven retrocedió con torpeza, mirándolo divertida.

—¿Con cuántas sirenas se ha cruzado para llegar a esa conclusión? 

—Suficientes para tener una favorita. —Sin dejar de observarla, alargó un dedo y acarició el borde de una de las florecillas que atrapaba en el puño—. ¿Qué haces aquí sola? Es muy tarde. Podrían aprovechar la oscuridad para hacerle daño.

—Vivo en Coventry Castle. Son las tierras de mi padre, así que estoy a salvo... y solo he encontrado este momento para recoger flores.

—«Maravilla de pantano». —Ella se ruborizó como si hubiera hecho mención a alguna parte secreta de su cuerpo. Pestañeó sin comprender—. La flor que llevas en la mano se conoce como «maravilla de pantano». En Escocia las llamamos «copa de rey». 

—¿Y cómo llamaría a su persecución de hace unos minutos? 

—Destino inevitable —resumió, sin tener que pensarlo.

La muchacha elevó las cejas.

—¿Y a la c

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