Un largo camino hacia ti

Luciana V. Suárez

Fragmento

un_largo_camino_hacia_ti-5

Los chicos del Donegal

Todo estaba llegando a su fin en la vida de Emmeline, o por lo menos una etapa: la de ir a una escuela y la de vivir en el pueblo en el que había residido durante toda su existencia, o sea, diecisiete años. No siempre había estado en sus planes marcharse de allí, más que nada por el aspecto económico, pero había trabajado duro y, finalmente, había conseguido una beca en una universidad que para muchos no sería una primera opción, pero para ella sería el lugar que le permitiría ser libre; libre de las ataduras que la tenían retenida a ese pueblo. Si bien le gustaba la vida en Capewood, a veces se sentía aprisionada, tal vez porque por mucho tiempo creyó que nunca podría largarse de ahí y, al imaginarse eso, una oleada de emociones se desataba en su interior y terminaba sintiéndose miserable.

Esa noche había una fiesta en su instituto, no una de graduación —esa había ocurrido hacía una semana—, sino más bien una de despedida a la que nadie iría vestido de etiqueta; todo lo que harían sería bailar, beber y luego irían a bañarse en el lago hasta el amanecer. A Emmeline le atraía la idea, en parte porque sería la última vez que estaría con sus compañeros, pero, por el mismo motivo, no le apetecía ir, pues los conocía poco o nada.

Tal vez la razón fuera que nunca había sido una muchacha sociable y, además, desde que en el verano anterior había comenzado a salir con uno de los chicos del Donegal (el colegio residencial que estaba a las afueras) se había convertido en persona non grata por ello. Al parecer los de su clase habían tomado tal relación como si fuera de su incumbencia, y no les había agradado para nada, aun cuando apenas tuvieran en cuenta su existencia, pero a ella no le importaba; ya bastantes problemas tenía en su vida como para dejarse influenciar por las habladurías de la gente, en especial de personas que no le interesaban en absoluto y a las que después de esa noche no volvería a ver.

Así que iría a una fiesta de graduación, pero no sería de su instituto, sino del Donegal, el colegio al que iba su novio, pronto a convertirse en exnovio; como cada uno tomaría un rumbo por separado, no tenía sentido que siguieran juntos.

Se puso un vestido rojo pasión que había comprado con los ahorros de todo el año del empleo de niñera; también trabajaba en una pastelería para juntar todo el dinero que pudiera y largarse de allí. Observó su imagen en el espejo y le costó reconocerse. El vestido era ceñido al cuerpo en la parte de arriba, con un escote no muy discreto, corto abajo y suelto, pero además sus labios estaban pintados de rojo, como el tono del vestido, y ella jamás se había puesto algo tan atrevido; si apenas había ido a fiestas y, cuando lo hacía, nunca se vestía así. Se vio tan sexy que le dio un poco de pudor y, de repente, hasta consideró cambiar de atuendo, pero ya era demasiado tarde, aparte de que se lo había comprado con un propósito en mente.

Tomó su bolso y bajó a la planta inferior de la casa para aguardar a que su amiga Heather fuera a recogerla. Su madre estaba sentada en el sofá, viendo un reality show; en cuanto oyó los tacones bajar por los peldaños, se volvió y se quedó mirándola.

—Vaya, Em, ¿de dónde sacaste ese vestidito? —le preguntó mientras bebía cerveza de una lata, haciendo un ruido que Emmeline lo encontraba molesto.

—Lo compré —le respondió en tono de obviedad. Nunca le había pedido prestado nada a nadie, ni siquiera a su madre, y eso que se lo había ofrecido en varias ocasiones alegando que “ambas tenían la misma talla”.

—Hummm, pues ese noviecito tuyo querrá lanzarse encima de ti en cuanto te vea —dijo de forma risueña, que a Emmeline la hizo sentirse incómoda—, ¿o ya lo hizo?

Emmeline sintió que las mejillas comenzaban a arderle, y que probablemente habían adoptado el color de su vestido. Odiaba cuando su madre se ponía de ese modo, aunque, a esas alturas, debía saber que esa actitud era natural en ella; esa era una de las tantas razones por las que Emmeline jamás había llevado a Tanner, su novio, a su casa.

—¿Y papá? —inquirió, cambiando de tema para evitar contestarle, no porque tuviera que admitir que con Tanner no habían ido más allá de la segunda base, más bien no quería hablar de eso con ella.

—Debe estar en la taberna con los muchachos, o tal vez con una mujer, quién sabe —repuso de manera relajada que Emmeline se quedó mirándola incrédula. Que ella supiera, su padre nunca había engañado a su madre; de hecho, sus demostraciones sentimentales rayaban las normas de las relaciones maritales. No les importaba estar besuqueándose en cualquier rincón de la casa mientras se toqueteaban como si fueran adolescentes hormonales, y los sonidos que provenían de la habitación de ellos no eran nada disimulados que, en muchas noches, Emmeline debía dormirse con los auriculares puestos.

—¿Te engaña? —indagó, sintiéndose algo incómoda por la pregunta.

—No, no creo que se atreva a hacerlo, pero me refería a un flirteo inocente, como los que tengo yo con Henry, el lechero, o con Paul, el fontanero —le contestó sin más, como si le estuviera contando cualquier cosa trivial—. No hay forma de que consiga afuera lo que le doy aquí.

Emmeline no supo qué responder a eso, solo pensó en escabullirse de allí lo más pronto posible.

—Bueno, me voy; Heather llegará en un momento.

Y salió disparada antes de que su madre le dijera alguna otra cosa que no quisiera oír. A esas alturas, Emmeline debía estar acostumbrada a que esa era la personalidad de ella, así como la de su padre; ambos parecían haber sido creados con el mismo molde. Pero, por alguna absurda razón, esperaba que eso fuera a cambiar, que por una vez pudiera tener una conversación normal con ellos, que le preguntaran cómo andaban las cosas en la escuela, cómo le iba en el trabajo, qué tal su relación con Tanner, qué pensaba estudiar en la universidad... pero sabía que era algo que no sucedería; sus padres no cambiarían, siempre serían desinteresados con ella.

Heather arribó en su Audi a las ocho en punto y, tras que Emmeline se adentrara, se quedó mirándola con curiosidad.

—Vaya, ahora entiendo a qué te referías con que no sabías si era para ti —le dijo su amiga—. No me malinterpretes, te queda hermoso, pero no es del todo tu estilo, aun así, para una noche como esta, está bien.

—Sí, bueno, no sé si vuelva a usarlo, pero, por esta vez, estará bien —musitó Emmeline mientras acomodaba su larga cabellera hacia adelante, cubriendo el escote con ella.

—Por Dios, Emme, relájate y disfruta de verte sexy por una vez en la vida —le espetó su amiga. Si bien no se sentía del todo incómoda en ese vestido, debía admitir que era extraño no llevar una camiseta larga y un jean, y sus típicas deportivas en lugar de tacones.

El auto de Heather subió la pendiente que llevaba a la calle principal y, cuando salió, dio vuelta hacia la derecha para dirigirse hacia el Donegal.

El colegio Donegal, como era residencial, estaba situado a las afueras del pueblo, en realidad estaba ubicado más cerca de Bellingham, la ciudad contigua, que de Capewood; aun así, alrededor, no había ningún edificio.

Mientras iban por la carretera, Emmeline miró a las aguas del río

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos