Zoológico humano

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Lunes 30 de mayo de 2016

Uno sigue siendo uno cuando muere. Lo digo porque lo sé, porque lo viví y porque lo puedo probar. Supe la buena nueva de mi muerte de la peor de las maneras. Ya estaba tumbado y anestesiado y profundo en la camilla de la sala de cirugía, donde por fin iban a extirparme las amígdalas putrefactas que no me dejaban ni hablar ni respirar, y le escuché a un residente atolondrado e inmisericorde las palabras «creo que le maté a su paciente, mi doctor, creo que se me fue la mano con el señor Hernández y que lo perdimos». Vino que oí el estruendo que oyen los muertos. Que vi mi propio cuerpo y mi espíritu se encogió de hombros entre esa oscuridad tan nueva. Que un vigilante me mostró mi vida como una comedia y me crucé con siete figuras extraviadas —y adopté e incorporé sus vidas— en el verdadero presente. Que volví a mí mismo a regañadientes y poco a poco fui entendiendo para qué. Pero yo sí se los puedo probar a ustedes: fuera de mí no hacerlo.

Yo me morí cuando ya se me estaban quitando las ganas de morirme, cuando ya no tenía claro si estaba muy cansado o si quería que se acabara la vida —«esta vida»— de una vez. Vivía con la garganta desgarrada. Apenas era capaz de tragar lo que tragaba: ¡glup! Tenía una vocecita estrangulada, ronca, como si los putos hechos se hubieran encargado de bajarme el volumen sólo a mí. Yo siempre he sido feo: eso sí. A mí nunca me ha gustado particularmente mirarme en el espejo. Pero además estaba jorobándome día a día, doblegado y cadavérico como un personaje secundario de novela rusa, porque seguía varado en lo que la gente llama «la peor época que he vivido»: solía descubrirme estremecido por una serie de traiciones que nadie más recordaba, sí, y envenenado por la vez que me robaron todos los archivos de mi computador, todos.

Y, sin embargo, cada lunes me parecía más y más claro que no tenía alternativa aparte de vivir —y mucho menos tenía un plan B— porque cada lunes me gustaban más los fines de semana que pasaba con la paseadora de perros y con su hijo.

Yo me llamo Simón Hernández, tal como consta en el lomo de este libro, porque «Simón» significa «aquel que ha oído» en hebreo y porque «Hernández» era el apellido de la familia que se encargó de mi papá cuando su madre murió con los pulmones repletos de mugre y su padre prefirió largarse porque sí: porque así se hacía en el siglo pasado. Yo estaba en la mitad de la vida, en el atasco, en el embotellamiento, en el trancón de la mitad de la vida, cuando me morí. Había cumplido cuarenta años sin pena ni gloria ni festejo. De día trabajaba en la agencia de viajes de mi tío, que ahora administraban mis dos primos, con la mirada fija en la ventana. De noche visitaba a mi pequeñísima y seria y neurasténica y sonriente madre, que además era mi vecina, pero que desde la muerte de mi papá a duras penas salía de su apartamento.

Seguía siendo el autor de una reputada trilogía de novelas cortas escritas en mis veintes, de Cronos, Cosmos y Nomos, sobre una mujer que no encuentra la salida de una selva amazónica sin remedio, en blanco y negro e irrespirable por culpa de una peste que violenta a quienes se contagian —«Hernández ha hallado la alegoría definitiva de la Colombia patriarcal e inexpugnable: su tríada es una risueña zancadilla a la versión oficial de la Historia, un cortocircuito a este statu quo plagado de bufones, un jab directo a la mandíbula de una literatura al servicio de esa “gente de bien” que desde el principio de los tiempos ha sido cómplice de esta Violencia», escribieron sobre mí, en Revista Atlántica, en su especial de los mejores libros del maldito siglo XXI—, pero la última vez que me había encontrado con la gerente de la editorial me había dicho «mijo: tengo la bodega llena de sus libros» sin asomos de culpas ni rubores.

Y, como insinué en la página anterior, seguía sintiéndome la insaciable víctima —el caído digno de una melodramática ranchera— de una exesposa que me había negado a muerte sus rarezas y sus infidelidades.

Y se me amargaban las tardes si alguna de las mil y una señales de cada mañana me recordaba que un enemigo invisible —de esos que saben entrar a los computadores ajenos sin moverse de una habitación— me había robado todos los textos que tenía guardados en el disco duro de mi HP G1302.

En pocas palabras, la vida no había sido particularmente buena conmigo. Podía decirse, incluso, que había sido cruel, mezquina, como suele serlo con quien le da la gana cuando le viene en gana. Me había dado esta mente de antagonista sin remedio, esta cultura de la A a la Z que sobre todo me servía para ampliar mi definición de estupidez y para que la gente me indignara más y más, y este rostro enjuto, curtido por las salidas en falso y las inseguridades, que me confería cierto aspecto de enterrador que sólo tenía tiempo para lo suyo. La verdad era que mis vecinos del Barrio Miranda, aquí en Bogotá, solían decirme «Simón: usted es un personaje» porque les costaba verme como una persona. La verdad era que siempre —y más desde que había vuelto de Iowa— había sido un extranjero exasperado por mi tierra: fuera de mí Colombia.

Y que este siglo XXI de los relatos distópicos me había traído, en estricto orden cronológico, la orfandad, el divorcio y el fracaso: miserable siglo XXI.

Pero ni siquiera todas las efectistas películas de Hollywood que me repetí hasta la náusea en los años ochenta, en el Betamax que mi papá nos trajo aquella noche como si hubiera sido idea suya —por supuesto, fue mía—, habrían podido prepararme para semejante jaque mate, para que en un abrir y cerrar de ojos, si se me permite un lugar común en el comienzo de este manual práctico de la muerte que suena a una confesión, un hacker me quitara todas las ideas que tuve alguna vez.

Eso, para ubicarnos a todos un poco más, para ponernos en claro las fechas de esta trama épica, fue siete años antes de mi muerte: a finales de agosto de 2009. Mi papá había muerto diez meses atrás. Yo estaba solísimo, varado en mi indignación, rodeado de cajas y recién llegado en el apartamento de divorciado contiguo al apartamento de viuda de mi madre, frente a la pantalla cóncava de mi viejo computador. Revisaba entre mis carpetas, entre mis archivos, las notas como epifanías sólo mías que tomé desde que asumí la decisión de escribir: «Q., un controvertido juez de la república, descubre que toda la ropa de su armario se ha vuelto invisible para los demás»; «Novela de mil páginas sobre una mudanza en la que una casona vieja va quedando vacía capítulo por capítulo»; «Ensayo contra la estructura dramática como un agente del poder para adormecer al pueblo sometido»; «Un hombre sin nombre, que fue un buen hijo y un buen esposo y un buen padre, va a dar al infierno por haberle sido indiferente a la miseria humana una y otra vez»; «Un sastre se va cosiendo bolsillos y etiquetas y solapas en su propia piel».

Y entonces, de golpe, el procesador de palabras se

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