La dama oscura

Cristina Pérez

Fragmento

I
ENRIQUE, REX

La era Tudor fue una era de música. Tarareaba el cocinero al lado de su fuego, componía el juglar para caballeros heroicos, un laúd ofrecía el barbero para que el cliente pasara el tiempo, cantaba el joven remero al cruzar el Támesis, cantaba el herrero al forjar, afilar y ajustar las armas y armaduras. La era de los Tudor también fue una era de guerras y de crueldad, de odios fratricidas y división religiosa, de herejías y devoción, que oscilaban según la circunstancia o, mejor dicho, según la voluntad suprema del monarca. Incluso después de los tormentos brotaban las baladas en los labios sufrientes de los prisioneros que esperaban la muerte en la torre. La torre era la Torre de Londres, esa antesala de la muerte, ese margen de la vida, donde un noble o una reina que hasta segundos antes habían gozado de una estrella sin par, temblaban de terror por el repentino desaire de la fortuna que no era otra cosa que haber perdido el favor del rey. ¿Los motivos? Si no existían podían inventarse. ¿La misericordia? No era una moneda que se atesorara en los cofres de Enrique VIII. Un reino en vilo intentaba seguir los designios de su reforma religiosa. ¿Existía el purgatorio? ¿Seguirían las misas? ¿Se rezaría en inglés? ¿Sonarían las campanas en las ceremonias? ¿Podían hacerse plegarias a los santos? ¿Eran realmente el cuerpo y la sangre de Cristo el pan y el vino de la Eucaristía? ¿Había que arrodillarse al tomar la comunión? Todo estaba en dudas. Todo podía ser, de pronto, superstición. Todo podía cambiar de un día para el otro y volver a reformarse al día siguiente. Lo único que no conocía titubeos era el puño de miedo que tenía del cuello a los espíritus, que sujetaba el cetro con tensión y que había desafiado hasta al papa, rindiendo a la Iglesia de Inglaterra ante su autoridad total.

Ahí va él. Ese mismo rey inclemente con quienes se interpongan a su paso, ama la música. Algunos dicen que es su gran pasión. Él mismo compone canciones y posee decenas de instrumentos musicales de la más fina confección. Trombones, gaitas, trompetas, flautas dulces. Camina inquieto y no encuentra lo que busca. “¿Dónde dejé nuestro laúd?”. El sol se derrama geométrico a través de los vitrales que rodean la gran estructura decorativa de arcos de maderas que preside el gran hall del palacio de Hampton Court. La luz se disuelve en los pisos. Cualquiera diría que el rey camina sobre las aguas, por la cadencia ondulante de su capa pesada marcando el andar de sus pasos sobre esa superficie refulgente que no parece tierra firme. Allá arriba, en el enrejado de vigas talladas que cubre la ventana superior, al final del pórtico esplendoroso, se pierden en el olvido las iniciales de Ana y Enrique enlazadas, que los carpinteros agregaron junto al escudo de armas de Ana Bolena, en ocasión de aquella boda. A y E, A y E, A y E unidas por siempre.

¿Cuánto tiempo ya pasó? ¿Siglos? Ni siete años desde 1533. “El verdugo es muy bueno y yo tengo una nuca pequeña”, había dicho Ana poco antes de convertirse en la primera reina de Inglaterra en ser decapitada. Acusada de alta traición: brujería para cautivar al rey, incesto con su hermano para producir un heredero varón, adulterio con al menos cinco hombres, fueron las causas o las excusas a medida de la decisión real. Así terminaba, en el patíbulo, el amor que había cambiado la historia. ¿Quién sabe dónde estarán las cartas ardientes que él le escribía? ¿Quién sabe qué hoguera quemó las respuestas de ella? “Escritas por el que fue, es y será tuyo”. “Escrita por tu leal sirviente”. “Escrita por la mano de quien te pertenece”. “Escrita por la mano de quien es tu alma”. “Escrita por la mano de quien anhela ser tuyo”. Escritas, todas esas cartas por la mano de quien firmó también su ejecución. Enrique, Rex. Enrique Rex ya ha cruzado el gran hall y a los amplios corredores que llevan a la sala del trono los transita además el sedoso sonido de la música que de allí proviene, como emanada por un encantamiento. El rey se apura. No tiene la soltura de otros años. Pero va hacia lo que más quiere, lo que llena su alma de dicha está allí. No. No esperaba tanto regocijo. Pero es que ha entrado y entre los cortinados de terciopelo púrpura está la gema del reino, como un rey en miniatura. Vestido como su padre. Con esa cara rozagante que no pierde ternura por el gorro con plumas que le ciñe la cabeza y sus rizos rubios. Estallan sus mejillas mientras eleva su mano con el grácil sonajero que se parece a un cetro.

—Llama, llama al poeta. Queremos unos versos bajo la figura de esta belleza —ordena—. ¡Ah, señor Holbein! Usted nos da otra vez gran felicidad. No puede echar de menos Alemania si sus manos han retratado ya dos reyes de Inglaterra.

El pintor favorito de la corte ha aprendido a decir poco. Una reverencia sutil y ni el intento de una mirada fija al rey son respuesta suficiente. Su majestad Enrique VIII no tiene pena de desarmar la escena de la pose del pequeño futuro rey —que tanto le ha costado al artista—, y lo toma en brazos.

El maestro reprime su queja y también reprime el gesto de irritación que osaría expresar su rostro si no supiera de la ira repentina, de la furia sanguínea, de los raptos coléricos de quien tiene en su pulgar la vida y la muerte de cualquier alma que respire en Inglaterra. De pronto, Enrique deja a su niño. Ha llegado un mensajero. El principito camina haciendo equilibrio en pasos breves y sonriendo en el vértigo de no caerse mientras sus piernas pequeñas, como las de un cervatillo que no logra sostenerse en pie, se apuran por pisar tierra y asegurar el próximo y mínimo avance. Y así llega exhausto entre tanta pompa a los brazos del artista mientras los guardias observan so pena de castigo mortal si al niño le pasa algo. Una pestaña que pierda el heredero al trono puede valer el pellejo.

Enrique recibe una misiva. Es severo su rostro al abrir recados. Las noticias siempre llegan tarde. Si es una rebelión la situación ya es peor a la narrada. Si es una traición el traidor puede haber escapado. Si es una provocación la ansiedad por vengarla hace estragos en las entrañas de un rey. Si es Roma, si es Francia, si es España. No. Es Venecia. Venecia. ¡Los músicos! El embajador Edmund Harvel le dice que los hermanos Bassano son “todos excelentes y considerados los mejores entre los músicos de esta ciudad”. Es lo que esperaba. Músicos de maestría y excelencia para mejorar su ensamble de cuerdas y viento. Sumará estos músicos al King’s Musik que formó su padre y lo llevará a la cúspide. “Habrá nuevos ensambles de caramillos y sacabuches traídos de Italia y los nuevos músicos pueden fabricar instrumentos aquí en Inglaterra. Nuestro ensamble será el mejor de Europa”, se entusiasma el rey. Y será perfecto para el plan de bodas con su cuarta esposa, Anne de Cleves. Ahora que lo piensa, el retrato de Anne también ha sido pintado por Hans Holbein.

—Cuénteme de Anne de Cleves, señor Holbein.

—¿Su majestad...? —r

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