Alguien como tú (Mi elección 2)

Elísabet Benavent

Fragmento

libro-3

1

Castigarse

A riesgo de que mi cuerpo volviera a negarse a retener nada, me tomé la enésima taza de café. Pensé que quizá debía salir a comprar algo para comer, pero no me moví. Quedaban tres horas para poder marcharme a casa. Di otro sorbo a mi café y Hugo entró ajustándose la americana al cuerpo. Guapo. Alto. Imperturbable. Suyo. Digno. No se inmutó ante mi presencia, yo sí con la suya; solo se acercó a la máquina de café y comenzó a prepararse uno, demostrándome que él sí estaba por encima de las circunstancias. No como yo, que estaba por debajo.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó sin mirarme. Un nudo en la garganta no me permitió contestar. Su voz seguía siendo sexi, masculina, profunda. Hablaba con firmeza y… seguía siendo él—. En el ojo…, ¿qué te ha pasado?

—Me sentó mal la cena.

Era mentira, claro. La noche anterior con lo único con lo que llené el estómago fue con vodka barato; me había creído eso de beber para olvidar. Aparte de la «agradable» aspereza de mi garganta, los esfuerzos de las arcadas habían provocado que se me reventaran bastantes vasos capilares en los ojos, creando pequeñas manchas rojas que resaltaban en el blanco amarillento de mi mirada cansada.

Se giró, apoyándose en la encimera de la cocina, y me repasó de arriba abajo con su labio inferior entre los dientes.

—Espero que lo tengas bajo control, Alba, porque no voy a ir a rescatarte de ti misma, como en las películas.

—¿Quién te lo ha pedido?

—Lo pides a gritos —respondió serio.

—Deja de creerte el centro del universo. Mi vida no gira en torno a ti y no necesito que tú me salves de nada. A lo sumo, de ti mismo.

—Sé de sobra que no necesitas a nadie que te salve, pero me da la sensación de que te encanta hacerte pasar por débil. Y no cuela, Alba.

—Tú tomaste las decisiones —contesté seca—. Atente a las consecuencias.

—Yo tomé las decisiones junto a otra persona a la que, no entiendo por qué, te resistes a cargarle ninguna culpa. Eso no me facilita las cosas. Y déjame recordarte que fui yo…, yo, quien se acercó a ti para tratar de hablar.

—No hay nada que decir.

—Perfecto. Pues sé consecuente con tus actos. Eres tú la que demuestra que, al parecer, no hay nada de lo que hablar.

Cogió la taza y me dio la espalda. No supe qué contestar. Me sentía mal. Basura. Yo tan hecha mierda, tan rastrera y él tan guapo, tan impertérrito, como de vuelta de todo. Se encaminó hacia la salida de la cocina y antes de desaparecer repitió:

—Pero no cuela, Alba. De verdad que no cuela.

Eva me llamó a las tres y me preguntó si estaba mejor. Me había pillado borracha y llorosa la noche anterior y, aunque mi plan pasaba por mentirle y decirle que todo había terminado de mutuo acuerdo, no pude. Pero no le dije nada de mi visita al despacho de Rodolfo, mi exeditor, y no lo conté porque yo misma quería olvidarlo. Como si fuese tan fácil obviar haberte dado cuenta de qué clase de persona puedes llegar a ser.

Sé que lo lógico hubiera sido invitar a mi hermana a casa, dejarme arrullar, confesar lo que había hecho, cómo había terminado haciéndome daño y explicarle a alguien lo mal que me encontraba. ¿Lo hice? No, aunque fuera lo más lógico, no fue lo que hice.

Rompí una copa. El camarero me miró molesto, hasta en mi estado supe leer el sentimiento que había detrás de su gesto. Me disculpé y cuando este se dirigía hacia mí, probablemente para echarme del bar, un compañero más joven se hizo cargo.

—Déjame que limpie esto. Puedes cortarte —me dijo recogiendo cristales del rincón de la barra donde estaba sentada.

—Gracias —balbuceé.

Miré hacia atrás. Un grupo de chicos de unos treinta se reían, «seguro que de mí», pensé. Al volver a mirar al frente casi resbalé del taburete. El bolso se me cayó al suelo y mis cosas rodaron entre cáscaras de cacahuetes y servilletas arrugadas.

—Eh, cuidado —dijo sujetándome—. ¿Estás bien? ¿Te pongo algo para comer?

Negué con la cabeza y señalé el pedazo más grande de la copa rota.

—Otra, por favor.

—No te la voy a servir. —Se agachó y recogió mis cosas; luego las metió en el bolso y me lo dio.

—Hay otros bares —le respondí.

—Ni siquiera estás para irte de aquí sola. Y mucho menos a otro bar.

Me apoyé en la barra. Los párpados me pesaban. Había perdido la cuenta de la cantidad de combinados que llevaba. Pero quería más. Quería perder el conocimiento. Reírme. Dejar de tener ganas de llorar. Olvidar que era una imbécil desleal. Olvidar la culpa que me pesaba encima.

—¿Me pones otro? —volví a preguntar.

El chico se afanó en servirme con todo el protocolo, incluso el del limón exprimido. Cuando me dio la copa hasta yo noté que solamente había tónica dentro. Quería decirle que no necesitaba que nadie cuidara de mí; quería gritarle que deseaba emborracharme y punto, pero no hice nada. Era la segunda vez en mi vida que bebía sola en un bar. La vergüenza era el primer castigo autoimpuesto. La resaca, el segundo. Me adormecí. Uno de los chicos de la mesa de atrás se acercó a la barra a pedir otra ronda de cañas y me miró. Yo le devolví la mirada.

—¿Qué haces aquí tan sola? —me preguntó.

—Emborracharme —contesté.

—¿Por qué no te sientas con nosotros?

—Porque no quiero.

Desvié la mirada hacia el vaso con tónica y me dije a mí misma que daba igual qué llevara. Le di un buen sorbo. Los camareros hablaban entre ellos, mirándome de vez en cuando. Fuera, en la calle, ya era de noche. No tenía ni idea de qué hora era ni de cuántas llevaba allí sentada. ¿Sabéis esa sensación de estar inmerso en un sueño absurdo? Esas borracheras tristes en las que no te puedes creer que te hayas metido entre pecho y espalda la cantidad suficiente de alcohol como para hacerte sentir así. El mundo se fue desdibujando a mi alrededor. El camarero me sacó un plato con algo de comida y hasta me preguntó si quería hablar. Me eché a llorar, de pura vergüenza. Negué con la cabeza y él volvió a su puesto en la barra con gesto preocupado.

Los chicos de atrás pidieron la cena. Yo insistí en tomar otra copa, el camarero me la negó y su compañero me puso la cuenta delante. Era un papel arrugado escrito a mano. No pude enfocar los números. Me limpié los chorretones de rímel con el dorso de la mano.

—¿Cuánto es?

El monedero se cayó, de nuevo, al suelo cuando lo saqué del bolso abierto. Lo recogí y subí otra vez a la banqueta tambaleándome. No. No estaba segura de poder llegar a casa. Me apoyé en los codos y recé por aclararme lo suficiente con mis piernas como para poder irme.

La puerta del local se abrió y un chico muy alto entró. No vi nada más. No vi la marca de su polo negro bordada en el pecho. No vi las resplandecientes llaves de un BMW en la mano. No vi su barba de tres días. No vi la cara de Hugo ni su expresión. Cuando se plantó a mi lado, le lancé una mirada perezosa.

—Hombre…, ¿vienes a tomarte una copa conmigo? —le pregunté, y en mitad de mi borrachera no me sorprendió encontrarlo allí; había pensado demasiado en él como para que no fuera posible.

—¿Dónde está tu móvil? —me interrogó apuntando con su barbilla hacia mí en un gesto rápido y cabreado.

Palpé el interior del bolso. Saqué las llaves de casa. Aparté la cartera que había sacado. Un paquete de kleenex. Uno de chicles. Le miré sin entender: uno, ¿dónde estaba mi móvil?; dos, ¿qué hacía él allí?; tres, ¿por qué me preguntaba por mi móvil? El camarero se acercó a nosotros.

—Hola, soy Hugo. —Le dio la mano—. Gracias por llamar.

—Es que… no sabía qué hacer. Era eso o a la policía.

Vi cómo le daba algo a Hugo y este lo guardaba en el bolsillo de sus chinos. Mi móvil, claro.

—Que te jodan —farfullé.

—Más vale que te calles —me rugió Hugo antes de girarse de nuevo hacia el camarero—. Has hecho bien. Perdona las molestias.

—Siéntate y tómate una, hombre. —Palmeé el taburete que había a mi lado—. No vengas para nada.

—¿Ha pagado? —le preguntó sacando la cartera.

—¡No quiero que me pagues nada, gilipollas!

El camarero nos miró con cara de circunstancias.

—De verdad que lamento haber llamado —le dijo—. Pero los dos últimos nombres eran el suyo y el de una chica. En estas condiciones no creo que una chica pudiera sacarla de aquí.

—No te preocupes. Toma, cóbrate.

Sé que lo hizo con buena intención, pero la idea del camarero aún hoy me sigue pareciendo pésima. Supongo que no pensó en lo que podía salir mal al llamar a alguien de la lista de contactos de un desconocido. Supongo que lo único que quería era solucionar el problema que yo le suponía sentada en la barra. Hugo se dejó caer en la banqueta y se frotó la cara. No se me ocurrió nada que decir y por unos minutos a él tampoco.

—Vete —le dije—. Lo estaba pasando bien.

—Sí, ya veo lo bien que lo estás pasando. —Señaló mi cara y ahora sé que se refería a los chorretones de rímel que llevaba por las mejillas.

—¿Por qué no te vas? Quiero pasarlo bien —repetí.

—Joder, no puedes ni hablar…

Se levantó y fue a cogerme, pero lo aparté de un violento manotazo. Uno de los chicos de la mesa de detrás se levantó.

—¿Todo bien? —preguntó.

Me giré hacia él con una sonrisa.

—¡Claro! Pero no me quiero ir con él. ¿A que puedo quedarme contigo?

—Alba… —dijo Hugo con tono tenso y reprobador.

—Podemos pasárnoslo bien —le expliqué—. Sé hacer muchas cosas. Él ya lo ha probado, pero se cansó.

Hugo me dio la vuelta y me cogió la cara para que le mirara.

—No sirvo para esto. Pónmelo fácil o me voy de aquí sin ti. Te lo juro por mi madre.

—Vete de una puta vez.

No se lo pensó. Cogió las llaves del coche y la cartera de encima de la barra y fue hacia la puerta. El chico me miró con el ceño fruncido.

—¿Necesitas ayuda? —me preguntó.

—Ya la ayudo yo —propuso otro de sus amigos, que se acercó y me rodeó los hombros con un brazo—. ¿Salimos a que te dé un poco el aire?

Empezaba a marearme. Me miré las manos, pero no logré enfocar lo suficiente como para reconocerlas como mías. El desconocido me dijo con voz melosa que si yo quería, podía acompañarme a casa. Alguien se nos acercó y arrastró mi taburete, que arrancó un chirrido al suelo mientras me alejaba de él.

—¡Oye! —se quejó mi improvisado amigo.

—Si la tocas te juro que te arranco la cabeza —escuché que gruñía Hugo—. ¿Qué vas a hacer con ella, valiente? —siguió diciendo—. ¿Follártela cuando se desmaye?

—Qué asco me dais los tíos como tú —farfullé—. No te necesito.

—Pues finges lo contrario estupendamente.

Unas manos maniobraron conmigo y cerré los ojos, dejándome mover. Le lancé un golpe débil y gemí. Me daba igual dónde me llevaran. Solo quería dormir. Los volví a abrir. La luz anaranjada de las farolas se hacía intensa en el suelo y luego se suavizaba. Me movía, pero no estaba caminando. Me quejé. Alguien me enderezó con una maldición. Cerré los ojos. Al abrirlos me cogí a una señal de tráfico, como si me resistiera a un rapto. Unas manos fueron soltándome dedo a dedo de mi repentino amarre. Me quejé. Nadie me dijo nada. Nadie contestó.

Me desperté con el sonido del despertador que martilleaba en mi cabeza. Y vestida. Un dolor infernal me reventó el cerebro por dentro y me dejó hecha papilla. Lloriqueé. Me levanté del colchón y trastabillé hasta darme con la cómoda del rincón. El aire acondicionado estaba encendido. Una botella de agua pequeña en mi mesita de noche. Nadie por allí.

En el baño todo seguía igual. Mi pintalabios rojo olvidado en la pila y unos cuantos pelos largos y morenos sueltos, dibujando espirales sobre el mármol. Noté subir por mi esófago un montón de bilis y no me moví hasta que las náuseas pasaron. Salí. En la cocina, nada. La nevera seguía vacía. En los armarios, un paquete de galletas rancias y otro con tallarines precocinados. Qué vida más triste. Encendí la cafetera y salí al salón, donde contuve un grito. Sentado en el sofá encontré a Hugo, con la expresión más circunspecta que había visto en mi vida. Estaba jugueteando con algo entre sus grandes manos.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Ya —suspiró—. Ya me imagino que no tendrás recuerdos muy nítidos de anoche.

Me agarré a la pared. El suelo parecía inclinarse. Él se frotó la cara mientras suspiraba. Tenía pinta de no haber dormido en toda la noche. ¿Por mí?

—Soy libre de emborracharme cuando quiera —dije, porque pensaba que la mejor defensa sería un buen ataque.

Asintió.

—Vale. Voy a ser muy claro, porque no me gusta que me repitan las cosas ni tener que repetirlas. Si esto es lo que vas a hacer con tu vida, a mí no me incumbe, pero te pido que borres mi número de teléfono de tu móvil. En realidad, bórrame del todo. Lo que vi anoche, lo que me dijiste, dista mucho de ser lo que esperaba de ti.

—No sé a cuento de qué tendrías que esperar tú nada.

—Eso mismo me pregunto yo. No te interesan mis explicaciones. Ni siquiera has hecho amago de preocuparte por saber cómo nos sentimos nosotros o cómo estamos. Todo te da igual excepto tú misma. Y te estás mirando tanto el ombligo, te estás dando tanta pena que te vas hundiendo tú sola. Ojo con la autocompasión, Alba. No es buena amiga para nadie.

No contesté. Hugo se levantó del sofá y dejó caer en la mesa lo que tenía entre las manos: unas fotos. De entre ellas cogió la más grande y se la llevó. Cuando pasó por mi lado me la enseñó. Era la que yo había sacado de su despacho hacía apenas unas semanas, que parecían siglos.

—Esta me la llevo, más que nada porque es mía y porque… no me recuerda nada desagradable. De las otras ya no puedo decir lo mismo.

—Follábamos y punto, ¿no? Pues ya está.

—El sexo, Alba, es una relación basada en el respeto. No sé lo que tuvimos nosotros, porque ni siquiera te respetas a ti misma.

—Que te jodan —respondí.

—No. Que te jodan a ti. A nosotros ya nos jodiste suficiente.

El portazo resonó a aquellas horas en cada rincón del edificio. Fuera de mi piso la vida empezaba a despertar. Sonidos de loza. Olor a café. La risa de la pareja que vivía en el apartamento de al lado. El ladrido del perro de la señora de enfrente. La radio que siempre escuchaban los vecinos de arriba. Y yo me encontré sola, en medio de mi destartalado salón, mirando unas polaroids.

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2

Que te jodan

No soy un tío de darle demasiadas vueltas a las cosas. Al menos no lo había sido hasta aquel momento y mucho menos con el aspecto emocional de mi vida. Soy (o era) un tío contenido. No sabía explicar por qué narices estaba tan cabreado con Alba o por qué esa decepción no dio paso a un adiós muy buenas. Huía de los problemas por naturaleza pero esta vez sentía la necesidad de… acercarme.

Siendo razonable, lo nuestro no había sido para tanto, ¿no? Lo habíamos intentado; nos habíamos implicado; la habíamos cagado; Nico estaba enfurruñado; Alba se emborrachaba y yo… pues no sé. ¿Cuál era mi papel en todo aquello? El del tío que lo siente todo extrañamente dolorido. Habían sido unas semanas intensas, sí, pero unas semanas al fin y al cabo…, lo mejor era olvidarlo.

Ojalá me hubiera hecho caso, pero es que no podía. Si no pensaba en ella, la soñaba, y si no la soñaba me la iba encontrando por todos los jodidos rincones de la oficina. Estaba hasta en lugares en los que no estaba, pero donde era fácil percibir una nota de su perfume o el recuerdo de sus pasos sobre la moqueta. Me estaba volviendo loco.

Sonó el despertador, pero llevaba ya una hora echado en la cama, planteándome llamar al trabajo y decir que me encontraba mal. Estaba mirando el techo, preguntándome qué coño me pasaba. Nunca me había sentido tan… desmedido. Me repateaba. Quería estar solo. Quería… demasiadas cosas que no podían ser.

Escuché a Nico en la ducha y después las perchas de su armario chocar las unas contra las otras. Seguro que estaría maldiciendo entre dientes por tener que ponerse traje. Me acordé de cuando fuimos a comprar un par para su primera semana en la oficina. Cada cosa que veía le desanimaba más.

—Tío, si no te gusta la oficina, búscate otro rollo más… tú —le dije harto de verlo arrastrar los pies por la tienda.

—No es eso. Es que es como un disfraz.

—Podría ser peor. Podrías trabajar disfrazado de Bob Esponja en Sol, haciéndote fotos con los niños.

Sonreí al acordarme de la expresión con la que me miró entonces. Supongo que es como lo que sientes por un hermano. Una vez él me dijo: «A la familia no puedes elegirla, la quieres por condena». Yo quizá sí había tenido la oportunidad de elegir con él, pero no mandaba sobre lo que sentía. Vaya…, eso me ha quedado un poco raro, ¿no? Lo que quiero decir es que sentía que Nico era algo así como un hermano. Le quería (aunque los tíos no nos lo decimos, no os engañéis), pero casi por condena. Me repateaban muchas cosas de él, pero… era la única persona en el mundo en la que confiaba. Eso me hacía sentir solo, frágil y a la vez tontamente reconfortado.

Finalmente me levanté. Ducha. Traje. Corbata. Gemelos. Nico y yo chocando en el pasillo y dándonos un buenos días aséptico. No hubo mucha más conversación, como venía siendo costumbre desde que sacamos a Alba de la ecuación.

—¿Quieres café? —le pregunté ya en traje delante de la cafetera.

—No. Tomaré algo de camino —refunfuñó.

Entendí que no le había hecho gracia que fuera a recoger a Alba cuando me llamaron desde el bar. Conociéndolo querría haber recibido él la llamada para poder ignorarla. O no. Yo qué sé. Si le servía de consuelo, yo hubiera preferido no encontrármela en aquellas condiciones, aunque nunca se lo diría porque para ello necesitaría sacar un tema que nos enfrentaba.

Me crucé con Alba en la oficina. Estaba agachada, reponiendo folios en la fotocopiadora. En sus ojos casi no quedaban rastro de los vasos capilares reventados de tanta borrachera y tanto vómito. Estaba bonita, porque lo era, pero apagada. Me sorprendió que la polla me diera una sacudida al ver el movimiento con el que se levantó. Me acordé de la sensación de maniobrar su cuerpo desnudo entre mis manos y esa manera deliciosa en la que mis dedos se hundían en su carne. Recordé ese jadeo casi inaudible que se le escapaba de la garganta cuando, con la cabeza hacia atrás, se recuperaba de un orgasmo. La deseaba. No me veía con fuerzas de dejar de hacerlo nunca y… era una mierda. Hay tantas cosas que odiamos adorar…

Desaparecí antes de que se diera cuenta de que estaba allí. Me fui frotándome la barba, tratando de convencerme de que se me terminaría pasando, sabedor de que ese pensamiento no era más que otra mentira. Alba me gustaba demasiado y no tenía ni idea de por qué. Supongo que las cosas pasan de ese modo. No era la primera vez que me emperraba con una tía que no valía la pena. Porque… Alba no la valía, ¿no?

Comí solo también aquel día porque a Nico no le apetecía sentarse conmigo en una mesa para fingir que no pasaba nada. Me lo dijo tal cual cuando le invité a que me acompañara. A veces me daban ganas de abofetearlo. ¿Para qué coño habíamos «roto» con Alba si no era para solucionarlo? Mierda de niñato a veces. Como yo. Como ella.

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Melena al viento

Recordáis el final de Grease? Sí, cuando Olivia Newton John decide que ya está bien de ser una buena chica y se carda el pelo, fuma y se pone mallas ceñidas… Pues así me encontraba yo. Pero sin el cardado y las mallas, que yo no he sido mucho de ir luciendo pezuñita de camello (vamos, lo que comúnmente se conoce como ir marcando chochete). No había sido tampoco (o al menos yo no me había considerado) una mojigata relamida. Había tenido mis rollos, mis historias y hasta mis noches locas. ¿O no es lo que había sido mi primer encuentro con Hugo? Una noche loca de sexo sin miramiento. Sin razón. Solo… porque me apetecía. Así que de pronto no encontraba sentido a portarme bien. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Para mí? ¿Es que habría premio al final del viaje si lo hacía?

El viernes, después de vagar como alma en pena los últimos dos días de oficina y de verme evitada por las personas a las que me había abandonado días antes, llamé a Diana y le pregunté si le apetecía agarrarse un pedo esa noche. Ella, por supuesto, me dijo que sí.

—Pero define agarrarse un pedo, porque lo del café tocado de la amiga Isa no va conmigo.

—Nada de café tocado. Mano a mano. Ponernos pedo hasta que demos vergüenza ajena y cantemos canciones de Love of Lesbian que no nos sabemos.

—Eso ya me va gustando más. ¿Celebramos algo?

No. Yo no tenía nada que celebrar. Era una persona ruin y ridícula a la que nada le salía a derechas… o eso pensaba. Así que tras un suspiro contesté:

—Celebremos que seguimos vivas.

A las ocho nos encontramos en uno de esos bares hipster de Malasaña. Diana llevaba un vestidito estampado retro que parecía el uniforme de un dinner americano de los sesenta y unas gafas de vista de ojo de gato. Estaba muy mona. Ella siempre sabe cómo estarlo. Yo, sin embargo, estaba ojerosa y bastante perjudicada por la orgía de alcohol de los últimos días, pero conseguí contrachaparme la cara con kilo y medio de maquillaje. Me había puesto unos pantalones pitillo negros megaceñidos y un top lencero negro con el que se me adivinaban bastante las pechugas. Nos pedimos unas cañas. Y luego otras. Hablamos sobre tonterías. Que si ella se quería hacer un tatuaje en la muñeca, que si yo me lo estaba planteando también. Coqueteamos con la mirada con un par de chicos que fumaban en la puerta. Nos tomamos otra ronda de cañas. Hablamos del trabajo y después de las vacaciones. Salió a colación Gabi y su obsesión por concebir, a poder ser coincidiendo con alguna de sus noches de vacaciones en el Caribe. Las dos pensábamos que en ese preciso instante debía de estar chingando como una coneja, mientras calculaba mentalmente si se encontraba en los días fértiles del mes.

Fui al baño y a la vuelta Diana me dijo que le había mandado un mensaje a mi hermana con nuestra ubicación. No me hizo mucha gracia pero disimulé por no tener que dar más explicación. Estaba tratando de evitar pensar en nada que tuviera que ver con Hugo y con Nico, sobre todo desde que el primero me había dicho en pocas palabras que olvidara que existía. Mi hermana preguntaría con total seguridad y no…, no quería. Al menos estaba Diana de por medio y Eva se cortaría con ella delante. Misión: no separarme de Diana ni para ir al baño.

Cuando Eva llegó toda vestida de negro, con su piel pálida de porcelana y los labios pintados de rojo valentino, nos enseñó el dedo corazón, porque consideraba que nuestro nivel de alcohol en sangre nos delataba. La teníamos que haber avisado antes, nos dijo. Y luego pedimos más cervezas.

Cenamos un trozo de pizza sentadas en un banco de la plaza de San Ildefonso y después nos fuimos a la calle Pez a bebernos unas copas. Unas que fueron muchas, y cambiamos de local para terminar en El Fabuloso, bailando cosas raras, borrachas perdidas. Mi hermana intentó abordar el tema pero le dije que no quería hablar de ello. Volvía a tener la cabeza enturbiada por el alcohol y sabía que si entraba, me metería en una espiral de lloriqueos etílicos, balbuceos y «os quiero mucho», bla, bla, bla, que no me apetecía nada.

—¿Estás emborrachándote para olvidar? —me preguntó Eva con las cejitas levantadas.

—Supongo. —Me encogí de hombros—. No me preguntes más. Ha terminado mal y me duele.

Era mucho más de lo que pensaba confesar en un principio y la verdad es que fue un descubrimiento hasta para mí. La verdad es que me dolía. Me dolía haberme implicado, haber empezado a sentir cosas, haberme creído especial. Me mataba pensar que podría haberlo atajado simplemente diciéndoles: «Chicos, esto empieza a írsenos de las manos». Me dejaba sin aire acordarme de mí misma sentada en el despacho de mi exeditor dispuesta a cobrarme mi venganza. ¿Desde cuándo ellos me importaban tanto? ¿Podía importarme tanto alguien al que solo conocía desde hacía un mes? Parece que sí. Mi hermana, que a pesar de ser una loca a veces es muy sabia, siempre decía que las relaciones no se pueden medir en tiempo; es mejor hacerlo en intensidad.

Un chico se tropezó conmigo y se disculpó con una sonrisa. Le devolví el gesto y vi que sus amigos se reían. O lo habían empujado ellos o había fingido chocarse. Era mono. Llevaba el pelo muy corto y se adivinaban algunas canas, pero era un tío interesante. Ojos marrones y vivos, labios relativamente finos pero boca sexi, con sonrisa diez. Se presentó como Alberto y se ofreció a invitarme a una cerveza si lo acompañaba a fumar fuera.

—Si me invitas a un gin me lo pienso.

Un gintonic, las presentaciones, coqueteo. Diana haciéndome gestos lascivos por detrás de él, mi hermana mirándome de manera reprobadora. Le acompañé a fumar un pitillo a la puerta y me ofreció otro, que acepté. Era cámara en un programa de televisión bastante conocido y me destripó algunos cotilleos que en realidad no me interesaban mucho. Las charlas parecían más aburridas si Hugo no soltaba alguno de sus malignos y brillantes comentarios y Nico no sonreía, confesando algo íntimo. Pero me concentré en mi acompañante, que ahora me enseñaba un par de tatuajes que se hizo en Estados Unidos durante su último viaje.

—La Ruta 66 de cabo a rabo, nena —me dijo.

Ese «nena» tan chulesco y cutre trajo a la memoria otros labios pronunciando esa palabra. Y en los labios de Hugo y de Nicolás esta palabra nunca sonaba tan fea. Sonaba bien, dulce, cariñosa y hasta un poco traviesa. Toqué sus tatuajes sonriendo y fingí que me encantaban cuando me parecían de las cosas más terribles que había visto en mi vida. Seguí coqueteando mientras mi cabeza divagaba sobre la posibilidad de escribirle un mensaje a Nicolás. ¿Estaría igual de enfadado que Hugo? Quizá más. La había cagado con los dos.

—¿Sabes esa sensación… —empecé a decirle al tal Alberto— cuando la has cagado mucho con alguien y ese alguien solo sabe la mitad de lo mucho que la has cagado…? ¿Crees que una debe confesar?

—¡Ah! Con que eres mala, ¿eh?

Qué respuesta más estúpida.

—¿Me das un segundo, Alberto? Hago una llamada y entro a buscarte.

—¿Me vas a dar plantón? —Se rio y me cogió de la cintura.

—Claro que no.

—Dame un beso y prométemelo —me pidió con mirada seductora.

Me acerqué y le rodeé el cuello con los brazos. Me lo pensé durante unos segundos pero finalmente le di un beso que no me hizo sentir NADA. Nada. Tuve que pararlo, porque sentía… asco.

—Solo déjame que haga una llamada —dije secándome su saliva de mis labios.

Cuando se metió de vuelta al garito, saqué el móvil del bolsito cruzado que llevaba y busqué con dedos trémulos el número de teléfono de Nico. Eran las dos y media de la mañana, estaba borracha, no hablaba con él desde que rompimos…, pero no pude evitarlo. Descolgó al sexto tono, cuando pensaba que nadie contestaría.

—Hola, Alba —dijo con voz clara.

No pude responderle. Su voz. Se me había olvidado el efecto que tenía en mí. Una paz extraña invadiéndolo todo por dentro. Me apoyé de frente en la pared y contuve las ganas de llorar. Qué lamentable era todo…

—Alba… —susurró—. ¿Has bebido?

—Sí. —Y ahogué un sollozo después.

—No hace falta que hagas esto.

—Os he hecho algo horrible.

—No. No lo has hecho. Ya está. Da igual.

—Sí, sí que lo hice, pero vosotros no lo sabéis.

—Lo único que sé es que deberías irte a casa y dormir.

—No puedo dormir —confesé, y me tapé la cara cuando no pude reprimir las lágrimas.

—Vete a casa, Alba.

Hablaba con una tranquilidad que me destrozaba. No hablas con tanta calma con alguien que te importa y con el que estás cortando la relación que os unía. Y entonces… un clac me avisó de que había colgado el teléfono y me rompí. Me rompí. Entré en el local disimulando el rímel corrido y sonriendo como una loca. Dicen que si sonríes, al final te convences de que estás feliz. Me junté en la barra con el chico que acababa de conocer. Mi hermana empezó a acercarse, abriéndose paso entre la gente que ya llenaba el local, pero antes de que llegara hasta mí, me puse de puntillas y le dije a Alberto:

—¿Te apetece echar un polvo en el baño?

Me di un asco terrible, pero pensé que me lo merecía. Nos colamos en el cuarto de baño juntos y nos besamos. Más asco. Sus manos empezaron a sobarme las tetas de mala manera y a decirme que las tenía preciosas. Palabras sosas, sin vida, con alquitrán por encima. Hugo podía decirte que le gustaban tus tetas sin poesía pero seguir sonando… sincero. Blanco. Transparente. Honesto. Pero Hugo no estaba allí. Ni Nico. No eran los suaves dedos de Nico los que acariciaban mi piel por debajo de mi ropa. No era su jadeo seco el que me alcanzaba cuando separábamos los labios. La boca de aquel tío babeó mi cuello y colocó mi mano derecha encima de su paquete, que estaba bastante duro. Miré el baño mugriento, le miré a él, me miré a mí. Cerré los ojos y, aun con esa necesidad de hacerme daño a mí misma…, no pude.

No tardamos en irnos a casa. Diana había conocido a un guaperas de pelo a lo rockabilly y nos había dicho que nos marcháramos sin ella. Yo miraba al suelo, pensando en la llamada, en el chico que había conocido y en lo del baño, que había terminado siendo un «lo siento, no puedo. No quiero hacerlo». Eva iba callada, pateando todas las piedrecitas que encontraba. ¿Por qué no se lo contaba, dejaba que ella me abrazara y lo daba por zanjado?

Cuando llegábamos a mi casa, mi hermana me preguntó si se podía quedar a dormir. Le dije que sí con un gesto y cuando nos metimos en el piso, seguimos en silencio. Me desmaquillé, me lavé los dientes, me recogí el pelo y me puse el pijama. El alma me pesaba y era una sensación totalmente desconocida para mí. Eva me esperaba sentada en la cama con cara de circunstancias.

—Te lo tengo que preguntar, Alba —me dijo demasiado seria para ser ella—. ¿Te lo has tirado? Al de El Fabuloso…, ¿te lo has follado en el baño?

Carraspeé para aclararme la garganta y seguir sonando a mí misma y no a niñata llorona.

—No lo hice, pero tenía intención de hacerlo.

—¿Por qué?

—¿Por qué no lo he hecho o por qué quería?

—Las dos cosas.

—Quería porque me apetecía y no lo he hecho porque me ha dejado de apetecer.

Eva me miró con desdén.

—Joder, Alba, soy tu hermana. No me contestes así cuando pregunto porque estoy preocupada por ti.

Mi hermana pequeña, la que siempre me preguntaba qué hacer cuando tenía una duda, para la que durante mucho tiempo fui todopoderosa…, preocupada por mí. Volví a darme pena. Pocas emociones son más peligrosas que el hecho de tenerse pena a uno mismo.

—Joder…, Alba…, ¿esto es por lo de tu curro o por esos tíos?

—No lo sé. —Me encogí de hombros.

—¿Quieres mi opinión?

—¿Te la callarás si te digo que no?

—Probablemente no.

—¿Para qué preguntas entonces?

—Se te ha juntado todo. —Me dio friegas en la espalda—. Tapaste lo del curro con otras cosas y te dio la sensación de superarlo, pero estaba ahí, latente. Ahora que lo que le pusiste encima no ha salido bien…, sale todo a borbotones.

—Hay algo que no sabes… —Me giré hacia ella. ¿Se lo decía? Era ella. Sí…, lo necesitaba—. He hecho una cosa horrible.

—¿Qué has hecho? —preguntó alarmada.

—Fui a ver a mi editor…, a Olfo…, y… casi le conté lo del club que tienen montado. Le dije que vi a alguien importante allí dentro.

Me miró frunciendo el ceño.

—No entiendo.

—Fui en plan justiciera, a cobrarme mi venganza, Eva.

—¿Era verdad?

—Sí —asentí mirando al suelo.

—Y… ¿va a salir? ¿Lo publicarán?

—No. Bueno. —Suspiré—. En el último momento me acobardé. Empecé a dar datos inconexos. Le dije que no lo sabía, que había sido un chivatazo…, empecé a hundirme a mí misma por no hundirlos a ellos. El tío no daba crédito, ¿sabes? Siempre me habían tenido por alguien profesional y seria… y yo sola me encargué de echar abajo mi credibilidad.

—Eso…

—Es horrible, lo mires por donde lo mires. Es horrible haber ido a vengarme, como si fuera el malo de una película de superhéroes. Y fue peor verme allí sentada, Eva…, notar la rabia hirviéndome en el estómago… La sola certeza de ser capaz de hacerlo me hundió. No es por ellos, es por mí. No quiero ser esa clase de persona. No quiero pasar por encima de nadie, sobre todo de mí misma. Yo… quiero hacer las cosas bien, pero no encuentro la manera. Me da vergüenza sentirme tan perdida.

Mi hermana resopló.

—Yo no sé qué decirte —respondió triste—. Creo que estabas encontrando la manera, ¿sabes? Por fin se te veía desenvuelta y más…, más sincera. Y es que a veces me da la sensación de que…

—¿De qué?

—De que te odias demasiado, Alba.

Me quedé mirándola sorprendida.

—Yo no me odio.

—Pues explícame entonces por qué te empeñas en hacerte la vida más difícil de lo que es…

—Porque soy así.

—No, no lo eres.

Me cogí la cabeza con las manos.

—No lo sé. Ahora ya no sé lo que quiero. Solo…, solo pienso en ellos.

Eva no tenía respuestas para eso. Yo tampoco. Pero como cuando éramos más pequeñas y la vida parecía demasiado difícil, nos metimos juntas en la cama y nos abrazamos. No hizo falta hablar, decir que todo se solucionaría o lo que sea que se diga en esas situaciones. Con mi hermana, que era mi mejor amiga y mucho más que eso, no hacían falta las palabras.

libro-6

4

Confesar

Estuve a punto de vomitar en el felpudo de entrada mientras esperaba a que me abrieran la puerta. Me fijé en que hasta en un objeto tan pragmático, Hugo había dejado su sello. Era negro, grueso, elegante. Nada de mi «Bienvenido a la república independiente de mi casa», bonito pero típico. En la vida de Hugo y Nico no había nada típico, nada que respondiera a algo que los demás diéramos por sentado. Las ideas preconcebidas nunca se cumplían con ellos. Dos hombres implicados en un negocio oscuro y sexual y un estilo de vida diferente, que se habían preocupado de no hacer daño a nadie con ello. Uno amante de la cocina, el otro de la fotografía. Los dos cultos, leídos, interesantes, divertidos. Hechos a sí mismos. Hola, culpabilidad…, nos vemos las caras de nuevo.

Dentro se escuchaba música alta. Sonaba en aquel momento Mr. Brightside de The Killers y fue inevitable recordar que un día Hugo la eligió de entre todas las de mi iPod para provocarme. La puerta se abrió de súbito y él apareció con el ceño fruncido, confuso. Tras unos segundos de silencio se apoyó en el marco con una exhalación, como si estuviera agotado.

—¿Qué haces aquí, Alba?

—Tengo que hablar con vosotros.

—No, no tienes nada que hablar con nosotros. Creía haber sido claro —dijo con los ojos clavados en el suelo.

—Son solo unos minutos, pero necesito contaros algo. No vendría si no lo creyera necesario.

Pareció pensárselo mucho, eso o es que los segundos se me hicieron eternos. Finalmente, abrió la puerta y me dejó pasar. El portazo fue un poco más fuerte de lo necesario.

—¿Aviso a Nico o ya sabía que venías?

—Avísale, por favor.

Cuando vi cómo Hugo se alejaba hacia la habitación de Nicolás, me llamó la atención que me hiciera aquella pregunta. Ellos eran de ese tipo de amigos que no pasa por alto comentar si la examante de los dos se pasará por casa a saludar. Lo que quiero decir es que aquella pregunta me estaba dando la pista de dónde se encontraba la relación entre los dos. Y no era un buen punto. Nicolás salió de su dormitorio y no pudo disimular la sorpresa al encontrarme allí.

—¿Qué hace aquí? —le preguntó hoscamente a Hugo.

—Creí que tú lo sabías.

Hugo se sentó en el sofá. No me ofreció asiento ni agua ni nada…, estaba demostrándome que aquella visita le incomodaba y que quería que me fuera lo antes posible. Tenía la garganta seca, me habría venido bien el agua, la verdad. Me tomé la libertad de sentarme en la otra parte del sofá y eché un vistazo a Nicolás, que ni siquiera se había acercado.

—Tú dirás —dijo Hugo dándome pie y cruzando la pierna a la altura del tobillo.

—Yo… estaba enfadada y…

Los dos me miraban en silencio. Hugo mascaba chicle con desgana y Nicolás se pasaba la mano por el mentón. Tuve ganas de abalanzarme sobre ellos y pedirles que me abrazaran. Hacía apenas una semana, Hugo me besaba y Nicolás acariciaba mi cuello por las noches. Hacía solo una semana, su sola presencia me tranquilizaba. Pero ya no. Suspiré y seguí:

—No voy a entrar en si tenía o no tenía razón para estar tan enfadada pero… me reuní con mi exeditor y le conté algunas cosas que había visto en El Club. Yo… tengo unas fotos de Martín Rodríguez allí. Bueno, las tenía. Ya no, porque las borré.

Hugo no tuvo que decir nada para fulminarme con la mirada. El nudo de mi garganta se apretó un poco más.

—¿Qué dices, Alba? —preguntó Nico en un tono mucho más que beligerante.

—Yo… las borré. No se las enseñé. Fui con intención de decirle que sabía de primera mano que Martín Rodríguez estaba metido en una historia sórdida y sexual. Quería volver al periódico, a mi vida de antes, alejaros y… quería haceros daño. Estaba muy cabreada.

Ninguno de los dos hizo amago de decir nada. Pasaron los segundos. Lentos. Violentos. Pesando encima de nosotros como una losa.

—Me prometió devolverme mi trabajo si le contaba algo bueno. Al menos en parte. Y estuve a punto de hacerlo.

—Vale, Alba. Está bien —musitó Hugo a la vez que descruzaba las piernas sin mirarme—. Todo eso está muy bien pero lo que necesito que me digas es…

—Dije que había un club y… cuando me vi a punto de contarlo me…, yo… no…, no lo conté. Salí con excusas…, di datos inconexos y sin sentido y mi editor, simplemente, creyó que estaba mintiendo para poder volver y me pidió que no llamase de nuevo. Sé lo que estáis pensando, sé cuánto os he decepcionado, pero…

—Para decepcionar a alguien, ese alguien tiene que tener expectativas, Alba. No te ofendas, pero lo del otro día no dijo muchas cosas a tu favor —espetó Nicolás.

Me tapé la cara y rebufé. No llorar, no llorar, no llorar. Cogí aire.

—Solo quería ser sincera, contároslo y deciros que…, que borré esas fotos, que siento haberlas hecho y que siento no haber encajado lo…, lo que nos pasó. Pero no dije nada. No llegué a hacerlo.

—Bueno, Alba… —respondió Hugo con una frialdad que me dejó helada—. No te preocupes; tenemos un estupendo abogado, llegado el caso. Igual deberías medir bien lo que has hecho y hacerte con uno.

Hugo se levantó y paseó por allí. Contención por fuera; probablemente todo lo contrario por dentro. El silencio se fue desplegando en la habitación hasta llenarla. Yo también me levanté.

—Lo lamento pero lo cierto es que… sigo pensando que decidisteis por mí y que hicisteis lo más fácil, no lo mejor.

—Es tu opinión —contestó Nico—. Y al parecer tú tampoco eres un ejemplo de conducta.

Patada moral. Los miré a los dos, tan serios, secos, impersonales. Como si nunca nos hubiéramos reído juntos, como si nunca hubiéramos compartido cosas. Como si no nos hubiéramos abrazado ninguna noche en nuestras vidas. Como si… yo no fuera nadie. Fui hacia la puerta y ninguno de los dos me acompañó. Me giré a mirarlos. Me lo merecía pero…

—Necesito que digáis algo. Necesito que os cabreéis, que me gritéis, que os mováis, joder.

Nicolás me dio la espalda y se puso a mirar a través de la cristalera que daba a la terraza. Hugo dijo que no en un movimiento de cabeza.

—¿Sabes por qué no vamos a hacerlo, Alba? Porque eso te aliviaría mucho. —Mucho en sus labios sonó demasiado bien—. Y lo cierto es que no te lo mereces. Dime, ¿qué gano si me pongo a gritarte como un loco?

—No lo sé.

—Nada. Absolutamente nada. Tú seguirás siendo alguien en quien confiamos y que no dio la talla y nosotros seguiremos sintiendo que la vida nos ha dado una lección por crédulos. Así que no te preocupes por nosotros. Nos iba muy bien antes de conocerte y nos seguirá yendo muy bien cuando salgas por la puerta. Por la oficina no te preocupes; el trabajo es trabajo. Pero si no te sientes cómoda, siempre pueden cambiarte de planta…

—Eso es injusto, Hugo. Sabes que las cosas no son como las estás pintando. Y no mezcles el trabajo. Es mezquino.

—También lo has sido tú. Esto es simplemente la guinda del pastel…

Pestañeé. Me dolía algo dentro. Lo identifiqué como el estómago, pero creo que era la conciencia. Tenía razón… a medias. Ellos estaban justificando una decisión arbitraria, de las que tomas frente a algo que no entiendes y que por eso temes. Yo era culpable, pero también lo eran ellos.

Pasaron veinte minutos hasta que pude levantarme del escalón de su portal para volver a casa. No lloré pero tuve unas ganas tremendas de darme golpes. Sentía rabia porque, por más que pensaba, no encontraba nada que pudiera solucionar aquello. Cogí el teléfono móvil y llamé a Eva.

—Voy de camino. Espérame en el sofá…, voy a necesitar que me abraces.

«No espero que contestéis a este mensaje. Solo quiero deciros que os doy mi palabra de que no volveré a hablar del tema y que por lo que a mí respecta vuestro negocio no existe. Siento mucho cómo ha terminado esto. Como muchas otras cosas en la vida fue mejor el planteamiento que la ejecución. Con lo bueno y con lo malo, aprenderé a ser mejor. Gracias. Alba».

Mi hermana me miró, dejó el móvil en la mesa y se abrió una Coca-Cola Zero.

—Te ha quedado bastante pedante, pero supongo que tu intención es imponer distancia.

—Sí, bueno… Pienso que es mejor fingir un poco de dignidad de la que ya no me queda.

—Te queda mucha —dijo con ímpetu—. Ya está. Solucionado. Olvida el tema.

—Está solucionado porque es Olfo. Si llega a ser otro, habría rascado para ver qué había de verdad en mi historia y… Soy imbécil, Eva.

Le dio un sorbo a su refresco, cogió su paquete de tabaco de liar y se concentró en ese acto.

—Hazme uno.

—Tú has dejado de fumar —repitió como si estuviera harta de repetírmelo.

—Creo que voy a volver.

—No digas tonterías. Esto es un vicio asqueroso. Soy una yonqui que siempre huele a abuelo carajillero.

Antes de que pudiera contestarle, una vibración encima de la mesa llevó los ojos de las dos hasta mi móvil, cuya pantalla se había encendido. Me tapé la cara como una cría. No lo hice con un cojín de milagro.

—Dime que no pone «Hugo» —le supliqué.

—No pone «Hugo».

—Menos mal.

Cuando cogí el teléfono, la fulminé con la mirada. Por supuesto, era él. «Dicen que el instinto supera muchas veces a la razón; quiero creer que fue lo que nos pasó, en todos los sentidos. A ti y a nosotros. Que te vaya bien, Alba».

Seré sincera. Sí esperaba su respuesta. Sabía que a Hugo le podían casi siempre los modales y que además le estaba brindando la oportunidad de cerrar una puerta que había quedado entornada. Sin embargo, su mensaje no me satisfizo lo más mínimo. Nada. Muy al contrario, abrió un agujero dentro de mi estómago donde fueron a parar todos mis miedos, mis inseguridades, mis equivocaciones, mis «y si» y las cosas que ya no tendría. No tendría un trabajo que me gustase, mejor pagado que el actual y que supusiera un reto diario para mí. No tendría una sonrisa en la boca de Nicolás, porque había pasado de largo la oportunidad de dejar de ser esa gente que no le gustaba. No tendría más Hugo, ni el bueno, ni el descarado, ni el sexual, ni… nada. Nada de Hugo en mi vida. Nada de Nico.

Había perdido también la parte de mí misma que estaba empezando a destapar de entre tanta norma social y absurdidad aprehendida. ¿Por qué aquella sensación de vacío? Estaba cansada de verlo a mi alrededor. A todo el mundo le ha pasado. Empiezas algo con ilusión y después te das cuenta de que es inviable. Adiós a las ganas y a las cosas que hiciste bien. Es normal sentirse decepcionada, pero pasa continuamente. Las relaciones personales son complicadas; además, yo sabía que aquello tenía fecha de caducidad, ¿no? Sí, pero siempre pensé que terminaríamos con una sonrisa, dándonos un último revolcón brutal y compartiendo una copa en la terraza. La terraza de su casa pasaba a formar parte de mi lista de sitios preferidos en el mundo. Yo quería tenerlos en mi vida. Quería seguir pudiendo acurrucarme entre ellos. Suspiré y miré a Eva, que me echó el humo a la cara y después sonrió.

—En un par de meses solo te acordarás de lo mucho que te gustaba que te empotraran —aseguró.

—No creo. No es lo que más me gustaba de estar con ellos. Eso duró unos días. Lo otro…, lo otro es lo que echaré de menos.

—¿Y qué era?

—Me vas a llamar ñoña, pero, bueno, qué más da. Cuando nos sentábamos en el balancín de su terraza, los tres, se respiraba calma…, estábamos cómodos. Creo que nunca antes me había sentido bien; al menos no así. Era… íntimo.

Debía olvidar todas aquellas sensaciones y olvidar que había disfrutado entre sus dos cuerpos, que había reído con Hugo y me había enternecido con el bueno de Nico. Todo a la hoguera a la que van las cosas que no funcionan y que nos avergüenzan. Como me avergonzaba pensar que había superado en un mes (¡un mes!) el fracaso que suponía para mí mi despido en el periódico. Ese trabajo era mi vida, pero todo se desdibujó cuando aparecieron ellos dos. Hugo, andando con calma, elegante y con esa mirada siempre socarrona, como si sus ojos atravesaran la ropa y te hubiera visto desnuda antes incluso de conocerte. Nico, con el ceño fruncido porque estaba cansado de estar rodeado de gente, que te separaba del tumulto para hacerte formar parte de su vida y sentirte especial. Me pregunté si aquello que había experime

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