La Voluntad 1. El valor del cambio (1966 - 1969)

Eduardo Anguita
Martín Caparrós

Fragmento

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sorpresas

Ya pasaron algo más de tres décadas desde que empezamos a pensarlo, y este libro nos sigue sorprendiendo. Nos sorprendió, primero, cuando descubrimos que las personas que entrevistábamos tenían tantas ganas de abrir puertas, tanta sed de contar. Nos sorprendió al ver cómo la época se hacía más y más rica, más compleja cuanto más la trabajábamos. Y nos sorprendió, por eso, cuando fuimos entendiendo que el volumen previsto no alcanzaría y notamos, con cierto desconcierto, cómo las páginas —virtuales— se acumulaban y terminaban convirtiéndose en aquellos tres tomos repletos de historias.

Nos sorprendió, entonces, que una editorial y un editor —Norma, Fernando Fagnani— confiaran en esos mamotretos. Y más nos sorprendió cuando salió a la calle y, pese a su aspecto disuasorio, gente quiso leerlo, prestarlo, robarlo, marcarlo, comentarlo. Y nos siguió sorprendiendo más tarde, cuando otra editorial y otros editores —Planeta, Ignacio Iraola, Paula Perez Alonso— lo volvieron a publicar en una edición conmemorativa de tres tomos que luego se convirtió en otra de cinco.

Si faltaba alguna sorpresa más, llegó en plena pandemia. Esta vez fue Ana Laura Pérez, editora de Penguin Random House, que cree en una nueva publicación.

En tantos años La Voluntad nunca dejó de sorprendernos: siempre estuvo en la calle y se volvió una de las formas en que jóvenes descubrieron y viejos recordaron unos tiempos que ahora regresaron al centro del debate. Y produjo, por fin, otra sorpresa: una rara comunidad, estrecha, tácita, entre sus protagonistas. A todos ellos, los «personajes de La Voluntad», que nos sorprendieron con su confianza y su entusiasmo, queremos volver a agradecer y dedicar estas páginas. Y muy especialmente a los que ya no están: Cacho El Kadri, Elvio Vitali, Felipe Alberti, Nicolás Casullo, Luis Venencio, Daniel Egea, Alejandro Ferreyra y Horacio González.

Exagerando, como siempre, Cacho, que en aquellos días salía de un infarto, dijo en la presentación del primer tomo que después de ver La Voluntad ya podía morirse tranquilo: que su vida estaba en alguna parte. Es, quizás, la función más amable, más entrañable de la historia. Ojalá haya sido un poco cierto.

E. A. – M. C.

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Los setenta, los noventa y este presente

por Eduardo Anguita

Corría 1994, hace como veintisiete años, cuando surgió la idea de escribir unos relatos sobre las huellas de haber emprendido la lucha armada. Sobre cómo había sido para muchos de los protagonistas de la militancia de los sesenta y setenta haberse involucrado en acciones de sabotaje, resistencia o acciones guerrilleras. Lo conversamos Martín y yo varias veces y, al menos para mí, era un desafío tanto narrativo como personal y psicológico: a los 17 me había incorporado al PRT-ERP y pocos años después caía preso por haber participado de la toma de un cuartel del Ejército. Era volver sobre las propias huellas en unos años donde campeaban ideas y valores poco menos que retrógrados. Eran tiempos donde los represores y los genocidas habían sido beneficiados por leyes impulsadas por Raúl Alfonsín y muchos de ellos fueron indultados por Carlos Menem.

En ese contexto fue que decidí aceptar el convite y nos pusimos a trabajar. Nos internamos en un camino que se fue ensanchando a medida que conversábamos con algunos de los protagonistas de aquellos años. Reducirlo a la lucha armada y a la juventud de los protagonistas era estrechar lo que podríamos llamar la investigación, o los temas a tratar. Pero era una marca de la época demasiado fuerte. Hicimos un muestreo de quiénes podían ser representativos de aquellos tiempos y empezamos con las entrevistas. No con la idea de transcribir sus dichos sino de tomar esas historias para contar, escena por escena, cuadro por cuadro, casi como si se hubiera tratado de una película. No alcanzaba con reproducir los imperativos morales que cualquier militante pudiera dar como motivo de su decisión de entregar las horas del día a cambio de nada y, más aún, la posibilidad cierta de perder la vida. Importaban las pequeñas cosas, incluso las de aspecto banal, aquellas que pudieran poner de relieve la singularidad de cada vida y los matices genuinos que, en definitiva, pudieran componer una trama donde lo colectivo, el relato coral, no igualara lo distinto.

Con el correr del tiempo —sumando también algunos casos de gente militante que no hubiera apoyado la lucha armada—, el recorrido de aquellos años permitía recrear el despelote de ideas, propuestas, adhesiones, marchas y contramarchas del país, de las organizaciones, de «la generación», como solía atribuirse a la lucha de esos años. Lo de una lucha generacional no dejaba de ser una hipocresía: hubo miles y miles de jóvenes que no tuvieron nada que ver con la guerrilla, ni con el socialismo, ni con el peronismo revolucionario y, más allá del juicio de valor que le merezca a cada uno, la política y la resistencia a las dictaduras no eran patrimonio de toda la juventud.

La singularidad de las historias, entonces, podía resultar de algún modo representativa de lo vivido por otros. Sin embargo, valen porque son irrepetibles. Curiosamente son más repetibles las lecturas, las interpretaciones y reinterpretaciones que se hacen de los textos que los acontecimientos que cada cual vivió y vive.

En aquellos sesenta y setenta, hubo protagonistas que habían sobrevivido a las peleas de la resistencia peronista o a otras experiencias de lucha. Y que, como quienes militaron en las organizaciones armadas, fueron cambiando de ideas, de agrupaciones, incluso mudándose a otras que resultaban giros de 180 grados, vistos con la mirada de aquellos años. No pocos de los que estaban hermanados se trataban luego de traidores y, un tiempo después, se hermanaban porque creían que los nuevos tiempos requerían nuevos alineamientos. Otros, en cambio, creyeron —o creen— que no deben buscarse pretextos y es preciso seguir con las ideas y las convicciones originales.

Había de todo, como en botica, para emprender la búsqueda, para hacerse preguntas y, sobre todo, para escuchar y tratar de narrarlo. Eso, al menos para mí, resultaba atractivo y me daba oxígeno: era una manera de sortear la inevitable frustración de la derrota, los compañeros desaparecidos o muertos, las familias diezmadas. Y el bajón, además, de toparse con ese relato, en boca de tanta gente, de que fulano o mengana estaba desaparecido por haber figurado en una agenda.

El trabajo nos llevó bastante tiempo, más de tres años desde el inicio hasta que salió el tercer tomo. Visto a la distancia, me queda una imagen muy fuerte de cuando empezamos a escribir las historias posteriores al golpe de Estado del 76. Porque, si no hubiéramos contado los inicios de las militancias y de las vidas de las más de veinte personas que componen el coro de La Voluntad, la frustración podría haberme llevado a una especie de parálisis. Trato de explicarlo: en casi todos los casos, los años iniciales de la militancia estaban poblados de momentos de felicidad, de esperanza, de logros. Habría sido quizás imposible —al menos para mí— entregarme a escribir la tragedia en pequeñas escenas. Los comienzos de las militancias de las personas que se sentaron h

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