La Voluntad es un intento de reconstrucción histórica de la militancia política en la Argentina en los años sesenta y setenta. Y, también, la tentativa de ofrecer un panorama general de la cultura y la vida en esos años. La Voluntad es la historia de una cantidad de personas, muy distintas entre sí, que decidieron arriesgar todo lo que tenían para construir una sociedad que consideraban más justa.
Elegimos las historias que la componen para que ofrecieran un cuadro de las corrientes y espacios sociales de la época. La elección siempre se puede discutir; por otro lado, no todos los que contactamos quisieron dar su testimonio. Pero creemos que la veintena de relatos que se cruzan en su trama muestra cómo era la vida cotidiana, los intereses, odios, convicciones, objetivos, miedos y satisfacciones de los que eligieron ese camino.
La Voluntad es el resultado de años de trabajo. Para escribirla, hicimos unas veinticinco entrevistas de muchas horas cada una y revisamos numerosos archivos. Pero el libro, sin duda, está incompleto. Hay muchas cosas que todavía no se pueden contar en la Argentina contemporánea. O que no se pueden saber, porque sus protagonistas están muertos.
Esas cosas, por supuesto, forman parte importante de este libro. Pero hay mucho que sí se puede contar, aunque hasta ahora muy pocos lo hayan hecho. Todo lo que se relata aquí es, hasta donde sabemos, cierto, y ha sido chequeado cuidadosamente. Solo fueron cambiados unos pocos nombres, en situaciones que no se alteran por eso. El resto es Historia.
A sus hijos
UNO
—¡Compañeros y compañeras: debo decirles que hoy, 25 de mayo, el país inicia una nueva era, que tendrá la característica de que el pueblo argentino será quien va a gobernar!
Dijo, desde el balcón de la Casa Rosada, el nuevo presidente de la Nación, Héctor José Cámpora, y, desde abajo, cientos de miles de personas gritaron Perón, Perón. En el balcón, el presidente se tomó un respiro y levantó una mano para pedir que lo escucharan:
—El pueblo argentino, inspirándose en el líder de la nacionalidad, el general Juan Perón, me dio este mandato. Este mandato yo se lo transfiero al pueblo, tal cual lo hubiera hecho el general Perón. Tal cual lo ha querido el líder indiscutible de la inmensa mayoría de los argentinos, iniciamos hoy el reencuentro de todos. Haremos la unidad nacional, conseguiremos la reconstrucción del país y tendremos en pocos años la Argentina liberada…
—¡Perón,/ Evita,/ la patria socialista!
Gritaron muchos miles, y muchos menos contestaron:
—¡Perón,/ Evita,/ la patria peronista!
No hacía una hora que el nuevo presidente había recibido la banda de manos del general Alejandro Agustín Lanusse, y en la plaza el júbilo aumentaba. Las pancartas de los sindicatos quedaban chicas al lado de los enormes carteles de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), Montoneros y la Juventud Peronista. Nadie sabía cuánta gente había, pero muchos hablaban de cientos de miles; un cuarentón emprendedor contaba que varios cientos de vendedores llevaban colocados más de 150.000 gorritos con las caras de Perón y Cámpora a 3 pesos cada uno, y 4000 cafeteros habían despachado unos 500.000 vasitos a un peso la unidad, por un total de 50.000 dólares. Aquí y allá había desmayos, soponcios, heridas menores: 30 puestos sanitarios organizados por la JP trataban de solucionarlos.
—¡Qué lindo, qué lindo,/ qué lindo que va a ser,/ el Tío en el gobierno,/ Perón en el poder!
Cerca de la Rosada, tres bombistas se trenzaban en un duelo de redobles sin cuartel: al cabo de cuarenta minutos un canalla rosarino, el Tula, resultó el ganador. En todos los rincones la gente se abrazaba, se felicitaba, se emocionaba, festejaba sin terminar de creer lo que estaba viviendo. Horacio González, Nicolás Casullo, Elvio Vitali, Graciela Daleo, Luis Venencio, Mercedes Depino, Emiliano Costa, Miguel Bonasso estaban entre ellos. Y había un grito que empezaba a imponerse a los demás:
—¡El Tío presidente,/ libertad a los combatientes!
En el balcón, Cámpora terminaba su discurso:
—No olviden aquello que nuestro líder indiscutido repetía todos los días en que se encontraba con su pueblo después de ver los festejos populares, en los días de fiesta como este doble 25 de mayo. Doble porque, como dije, hoy empieza la patria libre del general Perón. Quiero decirles que, después de presenciar las fiestas populares, recuerden esta frase del líder: «De casa al trabajo y del trabajo a casa».
Terminó Cámpora, y el grito se hizo más y más fuerte:
—¡El Tío presidente,/ libertad a los combatientes!
Eran las cinco de la tarde y, en la Plaza de Mayo, muchos miles se preparaban para marchar hasta el penal de Villa Devoto para forzar la liberación de los presos políticos.
—Hoy no hay ni un cana en la calle, es fiesta… Dale, Norma, dejamos a la Aleidita con los compañeros y vamos.
—Sí, pero ponete los anteojos y peinate con gomina.
Aunque todavía estaba clandestino, Alejandro Ferreyra no quería perderse la liberación de los presos de Devoto: sería un triunfo verlos salir a todos por la puerta grande. Agarró la campera de gamuza, la radio a transistores y una pistola 9 milímetros y, junto con Norma Barreiro, su mujer, se fue a la parada del colectivo. Cuando llegaron a dos cuadras del penal ya se estaba juntando mucha gente, pero Alejandro y Norma se quedaron un poco retirados:
—Mejor que no nos reconozcan ni los compañeros.
Todos estaban seguros de que la liberación de los presos era cosa de un rato. Alejandro recordaba imágenes de otras libertades: la de la Sayo Santucho y Clarisa Lea Place cuando las sacaron, con Mario Santucho y el Pepe Polti, a punta de pistola, de la cárcel del Buen Pastor en Córdoba. Se acordó de la fuga de Rawson. Y de cuando se enteraron de que sus dos compañeras habían sido fusiladas en Trelew. Después lo invadió la imagen de Polti, su gran amigo, y miró a su mujer. Ella también tenía los ojos rojos.
—Mierda, me emociono como una criatura…
—Y sí, qué querés. Mirá, allá está el Hippie, vení.
—No.
—Bueno, esperame un momentito.
Alejandro prefirió quedarse a un costado. Pero enseguida Alejandro Álvarez, el Hippie, se le acercó y lo abrazó fuerte.
—Recién estuve con Galimba y organizamos dos cordones para la salida, pero los nuestros no tienen ni brazaletes…
Alejandro Álvarez conocía a Galimberti de la época en que estudiaban juntos Ciencias Económicas.
—Che, Lucas, si no los largan en un rato vos les organizás una fuga, dale…
A Alejandro Ferreyra hacía tiempo que nadie lo llamaba Lucas, y le gustó que alguien reconociera, ese día, que él también había sido una parte de esa historia. Los dos Alejandros se sumaron a los gritos:
—¡A la lata,/ al latero,/ libertad a los compañeros!
Cada vez había más gente. Mercedes Depino había llegado marchando desde el centro con sus compañeros de la carrera de Sociología; Horacio González, trepado en un camión viejo con un cartel que decía JP en operaciones; Nicolás Casullo en un taxi con dos colegas de La Opinión; Graciela Daleo en el coche de los padres del Flaco Jorge, su ex novio; Miguel Bonasso en otro coche junto con Rodolfo Walsh y Lilia Ferreyra, Emiliano Costa con una columna del Bloque Peronista de Prensa y muchos más, de todas las maneras posibles.
Decenas de miles circulaban alrededor de la cárcel, gritando, encontrándose, imaginando formas de sacar a sus presos. En las puertas de las casas muchos vecinos los saludaban y aplaudían. A las ocho de la noche ya había treinta o cuarenta mil manifestantes, y empezaban a impacientarse:
—¡Abran,/ carajo,/ o la tiramo’ abajo!
Frente a la puerta principal de la cárcel se estaba agolpando más y más gente, y no parecían dispuestos a seguir esperando. Las columnas se habían deshecho pero quedaban grupos y grupitos, gente circulando, más encuentros, abrazos, discusiones. Un cartel llamaba a «Liberar a los presos y tomar el poder». Un grupito de policías intentó una carga sin ningún éxito; hubo algunas corridas y Graciela Daleo se asustó:
—Vamos, Flaco, me muero de miedo.
—No, Graciela. Esperé muchos años para esto, ahora no me voy a ir así nomás.
Graciela se sorprendió: hacía mucho que el Flaco no militaba. Pero visiblemente conservaba cierta vieja pasión. Las miles de voces insistían:
—¡Primera ley vigente,/ libertad a los combatientes!
Dentro del penal los presos habían tomado sus pabellones. A las seis de la tarde, tres grupos operativos formados en cada pabellón se encargaron de que no les cerraran las puertas después del recreo, de inmovilizar a los guardias e impedirles dar la alarma y de conseguir todas las llaves posibles. Poco después, de cada ventana colgaban grandes carteles con los nombres de las organizaciones guerrilleras; también había colchones y sábanas en llamas. Los fuegos que salían de las ventanas enrejadas clareaban la noche extrañamente. Adentro, los pasillos estaban cubiertos de pintadas: Territorio liberado, Viva el Che Guevara, FAR y Montoneros. Los presos peronistas andaban con brazaletes con un PV en la manga; los del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), con boinas negras. En la dirección, el secretario general del Movimiento Justicialista, Juan Manuel Abal Medina; su segundo, el diputado Julio Mera Figueroa, y varios diputados más escuchaban los temores del prefecto Romualdo Díaz, director de la unidad:
—Si no llega la orden de libertad enseguida, estamos perdidos. De esta noche no pasamos.
Abal Medina llamó al ministro del Interior, Esteban Righi, y le pidió que actuaran rápido. Pero el presidente Cámpora estaba recibiendo a las delegaciones extranjeras y, además, el gobierno quería que la liberación de los presos políticos estuviera avalada por una ley del Parlamento.
—Si no los largan ya, vamos a tener que salir a reprimir, y no es la mejor manera de inaugurar el gobierno…
Dijo Abal, y Righi estuvo de acuerdo. Otro problema era que tenían que ver bien a quién soltaban. Desde temprano, varios presos comunes estaban tratando de incorporarse a la lista, colándose o convenciendo a los guerrilleros presos de que ellos también habían participado en la resistencia peronista o en alguna vieja huelga. De la ventana de uno de sus pabellones colgaba un cartel esperanzado: «Políticos, comunes, Perón nos une». El prefecto había ordenado a sus hombres que dejaran sus armas, para evitar problemas. Solo quedaban guardias armados sobre los murallones. Los gritos de la calle se hacían más fuertes, más amenazadores:
—¡Abran,/ carajo,/ o la tiramo’ abajo!
Horacio González se cruzó cerca de la puerta principal con un grupito del ERP: los vio tan compactos, tan organizados, y se preguntó por qué los de la izquierda siempre parecían más serios. Entre la gente y los presos se levantaban portones y el murallón con guardia reforzada: cada tanto se asomaban cascos, alguna metralleta.
—¡Milico hijo de puta!
—¡Botón,/ verdugo,/ a vos te va a pasar/ lo que le pasó a Aramburu!
Ya se hacían las nueve, y la gente hervía. Al lado de Alejandro, uno estaba indignado:
—Ya hace como diez horas que asumió Cámpora. ¿Qué esperan, viejo?
—¡Los vamo’ a reventar,/ los vamo’ a reventar!
Desde adentro, un altoparlante pidió silencio:
—Compañeros, va a dirigirles la palabra el compañero Juan Manuel Abal Medina, hermano del heroico jefe montonero…
—¡Abal/ Medina,/ la sangre de tu hermano/ es fusil en la Argentina!
Gritaban desde abajo mientras el secretario del Consejo Nacional Justicialista y enviado de Cámpora, de traje y gomina, movía los brazos desde un techo, con un megáfono en la mano derecha:
—Acabo de hablar con el compañero ministro del Interior: el presidente del gobierno popular está por firmar el indulto, compañeros… El doctor Righi habló con cada una de las organizaciones y dio garantías. ¡Compañeros, evitemos desbordes y tengamos en paz este día de júbilo popular!
Después habló Fred Ernst, un montonero cordobés preso:
—Esta es una fiesta popular y tras dieciocho años de lucha el peronismo es nuevamente gobierno, compañeros, avancemos hacia el poder…
El siguiente fue Pedro Cazes Camarero, del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT): confirmó la promesa de Righi y dijo que le había pedido un anuncio inmediato por radio y televisión y que el ministro había aceptado. Cazes Camarero no contó que había hablado con él porque los presos tenían interceptado el teléfono por el cual el ministro trató de llamar a sus hombres en el penal. Después les pidió a los manifestantes que se quedaran:
—¡Ustedes son la garantía de nuestra libertad! Solo el pueblo movilizado podrá arrancar las conquistas a un gobierno parlamentarista burgués…
—¿Qué hacemos?
Le gritaban desde abajo.
—¡Compañeros, mantengamos la movilización! ¡Hagamos una trinchera de lucha!
—¡Si a las diez no los largan, entramos nosotros…!
Fred Ernst tampoco quería que la gente se replegara, ni dejarle al ERP el monopolio del discurso combativo:
—Nosotros estamos de acuerdo, compañeros, el protagonista de esta jornada es el pueblo movilizado, compañeros… ¡El pueblo peronista movilizado, compañeros!
—¡Que los larguen! ¡Que los larguen!
A esa altura ya había unas cincuenta mil personas y cada vez gritaban más:
—¡Abran,/ carajo,/ o la tiramo’ abajo!
Mercedes Depino gritaba cerca del portón de la calle Bermúdez cuando la sorprendió el abrazo de un desconocido. Primero le devolvió el abrazo: esa noche no era cosa de ponerse durita. Pero enseguida le dijo que debía haberse equivocado de persona. El otro soltó tremenda carcajada, volvió a abrazarla y le acercó los labios a su oído:
—¿Ya no reconocés a tu primo, boluda?
Entonces sí, Mercedes lo abrazó como si no lo fuera a soltar nunca. Carlos Goldenberg estaba muy distinto de la última vez que su prima lo había visto, casi un año atrás, antes de que empezara a preparar la operación de fuga de Rawson. Esos meses de tensión y un bigotito lo hacían parecer, a primera vista, un poco mayor. Pero enseguida reaparecía su cara de nene pícaro. Después de todo, pese a tantas historias, Carlos tenía veinte años. Había estado clandestino desde su vuelta a la Argentina en marzo: todavía tenía procesos pendientes por la fuga, que prescribirían esa misma noche si el gobierno declaraba la amnistía para todas las causas políticas.
—¡Primera ley vigente,/ libertad a los combatientes!
Veinte minutos después los ministros de Justicia y de Interior anunciaron a los periodistas de Casa de Gobierno que Cámpora estaba en su despacho, preparando el decreto. Por las radios se escuchaba a Righi: la libertad era algo inmediato. A las once confirmaron que Cámpora ya había firmado el indulto y que en el Congreso los legisladores se apurarían a sancionar por unanimidad la Ley de Amnistía. Todo estaba dispuesto para que empezaran a soltar a los presos.
Horacio González vio salir a los primeros, tres o cuatro con el puño en alto, cantando «La Internacional». Lo impresionó la imagen: una sensación tan fuerte de seguridad, de falta de dudas. Los primeros presos se disolvieron en un mar de gritos y de abrazos. Y los siguieron más: cada uno se encontraba con parientes, amigos, compañeros y redoblaban los saludos. Los bombos no dejaban de sonar con las consignas. Elvio Vitali pensó que aunque solo fuera por esto había valido la pena el sacrificio de esos años. Pero esto, se dijo, no es más que el principio y ahora viene más, mucho más. Nicolás Casullo saltaba y saltaba y, en algún momento de quietud, se le dio por pensar: «Esto no existe, no puede ser real».
—¡A Avenida La Plata! ¡Vamos todos para Avenida La Plata!
Los presos peronistas iban subiendo a varios colectivos y a un camión que unos militantes de las FAR habían desviado un rato antes: se iban a la sede del Partido Justicialista en Avenida La Plata, a reunirse y seguir el festejo.
—¡Silencio!
Nadie hacía ruido, pero el guardia de la Unidad 9 de La Plata igual pegó el grito. El grito significaba, además, que estaba por apagar la luz. Envar «Cacho» El Kadri no lo podía creer: afuera, en la calle, debía haber miles y miles de peronistas festejando la asunción de Cámpora, y ellos tenían que irse a dormir a las nueve, como todos los días. O peor, esas últimas horas habían corrido entre los presos los rumores: que si había amnistía los guardiacárceles no los iban a entregar, que seguramente intentarían algo, que los iban a matar a todos. Cacho trataba de dormirse: daba vueltas y más vueltas sobre la colchoneta de lana apelmazada. Le parecía que nunca le había resultado tan duro estar en cana. No había pasado media hora cuando escuchó los golpes en la celda de al lado:
—¡Caride, a la dirección!
Cacho pensó que les había llegado la hora. No tenía ningún sentido que los llevaran a la dirección a las diez de la noche. Cuando pasó por delante de la celda de Cacho, Carlos Caride le gritó a través de la puerta:
—Bueno, hermano, nos tocó perder.
Cacho se quedó sentado en el colchón, tratando de escuchar qué estaba pasando. Cinco minutos después, los guardias volvieron:
—¡El Kadri! ¡A la dirección!
Cacho pensó que era una ironía muy cruel que lo fueran a reventar justo el día en que, después de tantos años, asumía de nuevo un gobierno peronista.
—Bueno, muchachos, me tocó a mí…
Los dos guardias que se lo llevaron lo agarraban despacio, como con respeto. Caminaron por metros de pasillos, abrieron varias puertas; al final se pararon en el locutorio de las visitas y se sentaron a esperar. Sobre una mesa estaba el televisor que les habían mandado, meses antes, los padres de Sergio Berlín. Cacho lo prendió:
—En estos momentos, decenas de miles de manifestantes rodean la cárcel de Villa Devoto, exigiendo del nuevo gobierno la liberación de los presos políticos…
Uno de los guardias se levantó y apagó el aparato. Cacho volvió a prenderlo:
—Ahora mandamos nosotros. ¿No se enteró de lo que está pasando en este país?
—Sí, pero no me comprometa, no me comprometa, baje el volumen.
Para llegar a la dirección tuvieron que pasar por un ventanal que daba a la calle: del otro lado se veían dos filas de policías con armas largas y, más atrás, unos cientos de manifestantes. El clima parecía muy tenso. Cuando entraron en la dirección, Cacho respiró aliviado: junto al director de la cárcel estaban Carlos Caride, Julio Troxler y un tipo que él no reconoció:
—Salimos todos, dicen que salimos todos.
Dijo Caride. Troxler lo abrazó y el otro se presentó como Ricardo Mariátegui, ministro de Gobierno del nuevo gobierno provincial.
—Y yo soy el comandante El Kadri de las Fuerzas Armadas Peronistas.
El ministro también le dio un abrazo. Cacho pidió que trajeran a los demás presos: sabía que se habían quedado preocupados y que debían pensar que, a esa altura, él y Carlos ya eran boleta. Uno de los vidrios de la dirección saltó en pedazos.
—¡Yo me hago cargo!
Dijo Troxler, y salió a hablar con los manifestantes para pedirles calma. El director insistía en que no podía liberar a nadie sin una orden del juez.
—Si usted no nos libera yo le sublevo la cárcel.
Lo apuró Cacho.
—Si usted subleva la cárcel, esto va a ser una masacre.
—Yo ya tengo todo preparado con los otros presos.
—Los otros presos no tienen nada que ver, son presos comunes.
—¡Comunes serán para usted! Para nosotros son todos compañeros peronistas, y vamos…
El director no quería tomar ninguna iniciativa y esperaba órdenes. Sin una papeleta, él no largaba a nadie, dijo. Entonces volvió Troxler y copó la parada:
—Yo soy el jefe de Policía, me hago cargo de los presos y lo libero de cualquier responsabilidad.
Era, por lo menos, un apresuramiento: en ese momento, Julio Troxler no tenía ningún cargo. Dos días después, Oscar Bidegain lo nombraría subjefe de la policía de la provincia. Pero el director quería deshacerse del problema y aceptó la prepoteada.
Media hora después, Cacho El Kadri, Carlos Caride, Néstor Verdinelli, Samuel Slutzky, David Ramos y Edgardo Olivera, entre otros, salían del penal entre los gritos y los bombos de un millar de militantes. Todos los saludaban, los palmeaban, trataban de abrazarlos. Cacho, por un momento, se sintió muy perdido y pensó que tendría que volver a aprender tantas cosas.
—¡Viva Perón!
Gritó alguien desde una sombra con todos sus pulmones. Los presos habían ido saliendo de la cárcel de Devoto en grupos chicos, recibidos por miles de militantes apenas salían a la vereda pero, poco antes de la una de la madrugada, todavía quedaban adentro unos setenta. El diputado Santiago Díaz Ortiz se había acercado a la entrada para decir que ya estaban por salir; entonces, una columna de varios cientos cargó sobre la puerta:
—¡Ya van a ver,/ ya van a ver,/ cuando venguemos/ los muertos de Trelew!
Desde adentro sonaron ráfagas de metralletas, y los manifestantes se desbandaron corriendo. Nicolás Casullo trató de refugiarse en un zaguán.
—¡Y llora, llora/ la puta oligarquía/ porque se viene la tercera tiranía!
Desde la otra esquina avanzaba un grupo de policías tirando gases lacrimógenos. Volaron piedras, palos, más disparos; algunos se tiraban cuerpo a tierra, otros hacían fogatas para disolver los gases. En el medio de la calle, un militante del ERP con una bandera roja les gritaba:
—¡Lucha, lucha armada,/ viva el Che Guevara!
Desde la esquina, un oficial con megáfono se impacientaba:
—¡Retrocedan! ¡Es una orden! ¡Retrocedan!
—¡Asesino, andá a la concha de tu hermana!
Nicolás vio pasar a Daniel Hopen, su viejo responsable del PRT, que ahora era uno de los jefes del ERP-22 de Agosto, y lo llamó. Hopen se cubría la cara con un pañuelo para evitar los gases:
—Agarremos por la lateral, vení, vení, acá hay muchos peronachos en curda.
—¿Ah, sí? ¿Y tu boludo de la bandera qué, tenía la Biblia en la mano?
—¡Rajemos de acá, dale!
Alejandro Ferreyra no supo quién tiró primero. De pronto vio a uno que disparaba una 22 desde la rama de un paraíso y oyó ráfagas de ametralladoras.
—Rajemos, Norma, vamos.
Le pareció estúpido hacer picar balas contra un paredón de medio metro de ancho. Y dos pibes habían caído cerca. Alejandro protegió a su compañera con el cuerpo y se dijo que ese día no. No iba a sacar la pistola salvo que fueran a agarrarlo. La gente corría de un lado a otro. Alejandro y Norma caminaron por Bermúdez y al rato se cruzaron con Alejandro Álvarez, que llevaba a alguien colgado de un hombro. Estaba nervioso pero no pudo evitar la risa:
—Le metieron un balazo en el culo. Acá, en el cachete, pero la bala venía sin fuerza. ¿Están con auto?
—No, a pata.
Alejandro y Norma llegaron hasta la Avenida San Martín y subieron a un colectivo para volver a San Justo. A una cuadra del penal, Horacio González corría junto a varios de sus compañeros de Floresta: también buscaban un refugio. Horacio se tiró por encima de un seto al jardincito de una casa baja; entre las sombras vio a varios más, acurrucados cuerpo a tierra. Pasaron unos minutos: el ruido se fue aminorando. Entonces salió el dueño de casa:
—Che, muchachos, ¿qué hacen acá? ¿Así que ahora tienen miedo?
El tipo les tomó suavemente el pelo, pero enseguida les dijo que era colectivero, que tenía el colectivo estacionado a la vuelta y que, si querían, podía acercarlos hasta la estación Liniers. Eran casi las tres de la mañana.
En la sede justicialista de Avenida La Plata el clima estaba agitado. Los presos seguían llegando, reencontrándose con amigos, parientes, compañeros. Y también llegaban noticias de los enfrentamientos en las calles de Devoto.
—Miguel, ¿no tenés algún médico amigo?
Le dijo Rodolfo Galimberti, y Miguel Bonasso se dio vuelta.
—Acá hay un compañero de la organización que está herido. ¿No podés encargarte de llevarlo a un hospital?
El tipo tenía un tiro de 9 milímetros en la nalga izquierda. La herida no era grave, pero Miguel tuvo que cargarlo en un coche y salir a buscar una guardia. Mientras, Mercedes Depino esperaba a su primo Carlos, que no aparecía. Poco después de las tres de la mañana les llegó la noticia de que estaba detenido en la comisaría de Devoto.
—Y la Gorda Mini también cayó con él.
Mini era su compañera, Adelaida Viñas.
—¡Pero la puta que lo parió, nunca va a parar de meterse en quilombos!
El comisario estaba más preocupado que él. No tenía ninguna intención de complicarse la vida y, en cuanto Carlos se identificó, quiso dejarlo en libertad. Pero antes de que lo consiguiera intervino un juez: Carlos y Mini andaban con documentos falsos, y el comisario no tuvo más remedio que guardarlos hasta las primeras horas de la mañana. Visto lo visto, el «Pelado» Marcos Osatinsky, el jefe de los militantes de las FAR en Devoto, decidió que no irían a Avenida La Plata. Hilda y León Berlín, los padres de Sergio, habían preparado comida y camas en su quinta de Castelar: su hijo, junto con varios de sus compañeros liberados, se fueron para allá a ver si, después de tantas emociones, conseguían dormir un rato. A esas horas, los noticieros de las radios confirmaban que el indulto alcanzaba a 371 presos políticos —más 76 que estaban sin causa judicial a disposición del Poder Ejecutivo— y que la orden de libertad ya había llegado a las cárceles de Rawson, Caseros, La Plata, Tucumán, Córdoba. E informaban que esa noche, en Devoto, habían muerto Carlos Sfeir, de 17 años, de Vanguardia Comunista, y Oscar Lisak, de 16, de Juventud Peronista.
Mayo de 1973. «Las palabras de Cámpora y el trato dado a los diplomáticos visitantes sugieren una posición más izquierdista que la esperada», decía, el sábado 26, el artículo de The Washington Post sobre el cambio de gobierno en la Argentina. Le Monde matizaba a la francesa: «El peronismo no es una doctrina sino un estado de ánimo, una forma de protesta, el rechazo apasionado de la mano de hierro que los militares impusieron a la Argentina. Pero tiene matices, desde la derecha sindicalista y burocrática hasta los militantes armados —y dispuestos a seguir estándolo— de las formaciones especiales».
El National Zeitung de Berlín Oriental daba su propia versión: «Las perspectivas progresistas, promovidas por una coalición de izquierda por la que también votaron en las elecciones los comunistas, figuran en el programa del gobierno. Ellas son: nacionalización de la banca y del comercio exterior, liberación de los presos políticos, abolición de las leyes antidemocráticas, limitación de la influencia extranjera en el país y nacionalización de las empresas monopólicas». The Times de Londres no lo veía tan claro: «El discurso inaugural de Cámpora apeló a una mezcla de emociones nacionalistas y de izquierda con una pequeña dosis de democracia para celebrar la terminación del gobierno militar. Pero la violencia que rodeó la inauguración del gobierno de Cámpora fue suficiente para demostrar que la libertad de expresión no es la única medicina que reclaman las enfermedades del país, por más bienvenida que pueda ser». Y The Daily Telegraph decía que, pese a su escaso entusiasmo por hacerlo, Perón podría verse obligado a volver a ocupar la presidencia, puesto que la situación del país podía deteriorarse en manos de un presidente sin la experiencia necesaria: «El primer gobierno civil que administrará el país en siete años será arrollado por la agricultura ineficiente, las guerrillas urbanas, una administración que cruje y la potente máquina militar de Lanusse».
En el hall del Hotel Provincial de La Plata, los tipos estaban a punto de pasar de las palabras a los hechos. No eran muchos, pero hacía un rato que se estaban puteando. Eran militantes universitarios: los de la Federación Universitaria para la Revolución Nacional (FURN) gritaban a favor de Montoneros, y los del Frente de Agrupaciones Eva Perón (FAEP) cantaban por las FAR. La pelea debía tener algún trasfondo personal: en general, las agrupaciones que respondían a FAR o a Montoneros estaban trabajando en buena armonía. Cuando volaron las primeras piñas, Carlos Caride y Cacho El Kadri se subieron a una mesa y empezaron a gritarles que se calmaran, compañeros, unidad, no vamos a pelearnos entre peronistas carajo. Era increíble que pasaran tales cosas en momentos como ese. Hubo un minuto de calma, y Cacho enganchó con un discurso:
—Compañeros, para un peronista no hay nada mejor que otro peronista. La revolución no se hace peleándose entre compañeros para ver quién tiene el cartel más grande o quién ocupa la primera fila… Si tenemos enfrente a un enemigo tan poderoso como las fuerzas armadas, la oligarquía y el imperialismo, ¿cómo vamos a andar pegándonos entre nosotros? ¿O acaso alguno de ustedes cree que, si no somos capaces de mantenernos unidos más allá de diferencias circunstanciales, vamos a vencer al enemigo común?
Ya eran como las dos de la mañana: hacía un par de horas que Cacho no paraba de abrazarse. En el hotel se había abrazado con su madre, que le contó que a las once, cansada de esperar frente a la cárcel a que salieran los presos, se fue con el abogado José Kapeluznik y otros parientes hacia la residencia del gobernador Oscar Bidegain. Cuando llegó, vio cómo salían algunos diputados electos y dirigentes provinciales y empezó a los gritos:
—¡Claro, ustedes ya brindaron con champán y se van satisfechos, pero mientras tanto mi hijo y sus compañeros siguen en la cárcel! ¡¿No les da vergüenza?!
Alguno, entonces, se volvió para adentro y convenció a Bidegain de que recibiera a los familiares de los presos. Después de escucharlos durante diez minutos, el gobernador llamó a su ministro de Gobierno y le ordenó que fuera a sacarlos de la cárcel.
—Pero, señor, necesito algún papel firmado.
—Tiene mi orden, eso es más que suficiente.
A la mañana siguiente, Bidegain diría que su primera acción de gobierno había sido cumplir su promesa de «sacar de su ridículo encierro a los compañeros que hicieron posible la salida electoral». Pero esa madrugada, en el hall del hotel, el relato de la señora era interrumpido todo el tiempo por más saludos, más felicitaciones, más abrazos. Hasta que se armó la batahola, y después el discurso:
—… pero las enseñanzas de esas derrotas fueron las que nos permitieron ir construyendo entre todos la teoría revolucionaria que nos llevará a lograr esa patria sin explotadores ni explotados: ¡la patria socialista, que hará el pueblo peronista!
Aplausos, más gritos. Todos cantaron: «Perón, Evita, la patria socialista», y después habló Carlos Caride. Cacho los miraba desde encima de su mesa y pensaba que habían pasado tanto tiempo y tantas cosas en esos cinco años: el mundo debía ser tan diferente y tan igual. Era muy tarde y los manifestantes fueron yéndose de a poco. A eso de las cuatro de la mañana solo quedaban los presos liberados, sus familiares y algunos viejos amigos: estaban cansados pero nadie tenía ganas de dormir. No querían perderse ni un momento de ese día extraordinario. Entonces se fueron a la cocina de la Secretaría de la Gobernación, a una cuadra del hotel: todos querían hablar al mismo tiempo. Alguien trajo facturas; otro consiguió un mate y empezó a cebar. Después de tantos mates solitarios, encerrado, Cacho pensó que estos primeros mates libres tenían un gusto tan distinto.
—Pero si ya le llegó el radiograma con la orden de indulto…
—Está bien, pero tenemos que chequear la lista.
—Déjense de verduguearnos y lárguennos de una vez. Ustedes ya no son más gobierno.
Eran las dos de la mañana del 26 y los 166 presos políticos de la cárcel de Rawson ocupaban sus ocho pabellones. Todos tenían los «monos» preparados, se habían juntado alrededor de las estufas a gas, que echaban fuego por las cremalleras, y gritaban y puteaban por su libertad. El comandante de Gendarmería a cargo del penal, Octavio Zirone, trataba de estirar al máximo la salida:
—Además, muchos comunes se mezclaron entre ustedes y ahora dicen que son políticos. Solo van a salir los que vienen en la lista del Ejecutivo…
—Le vamos a hacer una denuncia por privación ilegítima de la libertad.
—¡Te vamos a hacer boleta, torturador hijo de puta!
—¡Disciplina, compañeros! ¡Que hablen solo los delegados!
Alberto Elizalde tenía un pulóver azul de cuello volcado y combatía la ansiedad escuchando la radio que tenía pegada a la oreja. El trámite se estiró hasta las seis de la mañana. Los familiares y abogados habían pasado la noche reunidos en el Hotel Provincial y el local de la comisión de solidaridad, y los fueron a esperar a la puerta. Se sucedían los abrazos, llantos, gritos, carcajadas.
—Bueno, che, compañeros, ¿y ahora qué hacemos?
—No nos vamos a quedar acá todo el día, ¿no?
Nadie tenía mucha idea. El abogado Mario Hernández y el dirigente peronista César McCarthy les propusieron un gran desayuno de reparación y festejo en un bar cercano:
—Pidan lo que quieran: ¡paga el Frejuli, compañeros!
Estaba clareando. Después de desayunar, los presos liberados se desperdigaron por la ciudad: iban a las unidades básicas, los colegios, la legislatura, los diarios provinciales y las radios. A media mañana volvieron a juntarse para un acto en la plaza central, frente a una placa con el nombre de los caídos en Trelew. El gobierno había dispuesto que Aerolíneas Argentinas y Austral prestaran tres aviones para trasladar a todos a Buenos Aires: el primer vuelo salió a mediodía. A las cinco y cuarto, Alberto recorrió los cien metros desde el hall del aeropuerto hasta la escalerilla flanqueado por la gente de Rawson. Llevaba el «mono» colgado en el hombro y una bandera del ERP en la mano. Cuando iba a subir al avión, una nena que no parecía tener más de 13 años le dijo:
—Señor, me la da… La bandera, dejemelá.
Desde la ventanilla, Elizalde miraba impresionado cómo una criatura agitaba esa bandera con la estrella de cinco puntas como quien hace flamear un barrilete o un globo. Por los altoparlantes del avión el comandante dio la bienvenida, en nombre de la compañía, «a los combatientes populares liberados por el gobierno del pueblo». Las azafatas empezaron a servir bebidas, y alguien fue hasta la cabina a preguntar por qué todas llevaban puesto el sobretodo.
—Bueno, por respeto, por si acaso. No queremos provocarlos, sabe. Como muchos de ustedes se han pasado tanto tiempo sin ver una mujer…
—Pero por favor. Usted nos ofende.
El negociador consiguió el retiro de los sobretodos, que fue recibido por el pasaje con aplausos y una ovación cerrada. En Ezeiza, la recepción fue calurosa: varios cientos de personas cantaban consignas y flameaban estandartes y carteles. Muchos presos se reencontraban con sus familiares.
—¡Beto! ¡Beto!
Perla Diez, una amiga y compañera de La Plata, se le tiró encima y le dijo que su madre y sus hermanos estaban en el centro.
—Esto es todo un quilombo. Todos se abrazan con todos, por la calle todos tocan la bocina, hacen la V. Allá está mi compañero… No vas a poder creer quién es. ¡Flaco, vení!
El flaco se sacó el pasamontañas y se bajó el cuello del pulóver que le llegaba hasta la nariz para que no lo identificaran. El flaco llevaba una bandera del ERP.
—¡Jorge!
Gritó Alberto y recordó cuando, unos años antes, se había cruzado con Jorge Mouras, que iba a su entrenamiento de rugby y le había dicho lapidariamente que eso de la política era una cosa de mersas, que no se metiera.
—Alberto, ahora somos compañeros. Siempre te tenía presente, ya hace un año que estoy en el partido.
Las emociones no paraban. Cada tanto, dos o tres ex presos volvían a juntarse y la joda era recurrente:
—Dale chango, apurate, que termina el recreo y hay que volver a las celdas…
—¡Bueno, prepararse para el recuento!
El festejo seguía cuando subieron a los micros para ir hacia la sede justicialista de Avenida La Plata, donde se quedaron los presos peronistas. Los otros se cruzaron hasta el local de la comisión de familiares de los no peronistas en la calle Río de Janeiro. Todos hacían pequeños discursos. Los ex presos se iban acoplando con sus familias, compañeros de militancia y amigos y se iban separando. Elizalde supo que su madre, su novia y sus hermanos habían estado desde el día anterior en Buenos Aires pero un rato antes habían vuelto a La Plata. Ya era tarde y decidió quedarse porque necesitaba un contacto con el PRT.
—Quedate esta noche en Buenos Aires y mañana te van a pasar una cita.
Le dijo una de las abogadas del frente legal y esa noche se desplomó en un departamento en el centro donde también durmieron un cordobés y un tucumano. Supuestamente, ahí le iba a llegar el contacto: el buró político resolvía a qué regional mandaba a cada uno. Como el primer día no llegaba nadie, Elizalde se fue a La Plata.
—¡Cristina!
—Ay, cómo te extrañaba, qué ganas de verte, de tocarte…
Hacía seis meses que no se veían, cuando a él lo llevaron desde Resistencia a Rawson. Al rato, los dejaron solos: desde noviembre de 1971 que no hacían el amor. Después, para Alberto, todo empezó a ser menos urgente.
Mayo de 1973. «Esta no es la ley del vencedor sobre ningún vencido: será la ley que eche un velo de olvido sobre el desencuentro argentino, sobre el dolor pasado, para que sea posible la obra liberadora de esta nueva etapa», dijo Fernando de la Rúa, senador radical por la Capital. En la plaza Congreso, unas 10.000 personas cantaban consignas a favor de la amnistía y del nuevo gobierno.
—Por eso lo importante es olvidar; lo sabio es perdonar. Nosotros hemos querido acompañar siempre el olvido y el perdón cada vez que ha sido necesario para contribuir a la paz.
Dijo De la Rúa. El sábado 26, el Senado debatía la Ley de Amnistía, que debía ser la primera que sancionara el nuevo parlamento. Y todos estaban de acuerdo con promulgarla.
—¡Cómo no hemos de comprender las justas rebeldías frente a las injusticias y la violencia frente a la violencia! Existe el derecho legítimo de resistir frente a la opresión. Existe el acto de legítima defensa frente al absolutismo, la tiranía, la dictadura y también ante los graves flagelos de la injusticia social, la desnutrición, la mala vivienda, la desocupación y la falta de educación. Igual sabemos que con la violencia nada duradero podrá construirse.
Dijo su compañero por Entre Ríos, Carlos Perette, y después:
—Queremos que la Constitución respete la espada y la cruz, pero la cruz y la espada tienen que respetar la Constitución, y tienen que respetar el destino de un pueblo que nació para emanciparse y no para caer en la esclavitud económica o en el vasallaje con ningún otro poder de la tierra.
Y, poco después, el senador radical por Chubut, Hipólito Solari Yrigoyen:
—La violencia no se da aislada en la Argentina, sino en el contexto de una realidad mucho más amplia en la que se enfrentan opresores y oprimidos en un clima que rompe evidentemente la convivencia humana. Sería un desatino afirmar que el fenómeno de la violencia irrumpe como algo desconocido en la vida moderna. Pero no lo es, en cambio, señalar que en este siglo la violencia se enseñorea por doquier. No bastó extender por todo el orbe en dos ocasiones la vieja violencia admitida por los hombres, que es la que las naciones ejercitan entre sí por medio de la guerra. La fuerza violenta se practica también en el seno de los países para reprimir y oprimir, al servicio de sistemas económico-sociales marcadamente injustos. Aspiramos todos, señor presidente, a que ayer, 25 de mayo de 1973, se haya cerrado definitivamente en la República un período histórico signado por la intervención de las fuerzas armadas en la vida política de la Nación, como viene sucediendo desde aquel nefasto 6 de septiembre de 1930, y cuyo último capítulo, con caracteres que a poco de andar se teñirían de sangre, se empezó a escribir cuando el 28 de junio de 1966…
El senador Vicente Saadi, peronista por Catamarca, retomó la actualidad:
—Nadie ignora que anoche se produjo en Devoto un copamiento que significa en términos claros y concisos una segunda toma de la Bastilla, que ha sido interpretado con urgencia y obligó al Poder Ejecutivo a tomar una medida de circunstancias. El Parlamento tiene la obligación de recoger el sentimiento del pueblo argentino y transformarlo en convención, como se hizo en la toma de la Bastilla…
Ya salía el sol cuando los senadores aprobaron por unanimidad una amnistía amplia para todos los delitos cometidos «con móviles políticos, sociales, gremiales o estudiantiles, cualquiera sea su modo de comisión; la participación en asociaciones ilícitas o hechos cometidos como miembros de ellas o con motivo de manifestaciones de protesta, ocupaciones de fábricas o medidas de fuerza». Y disponía el cese de los funcionarios de la Cámara Federal en lo Penal, el Camarón. La Cámara de Diputados la aprobó horas más tarde.
El sábado 26 era laborable: Alejandro Ferreyra entraba en CinterMetal en el turno de las seis, y en esos días tenían que tomarle el examen para ascenderlo de operario a medio oficial tornero. Seis meses antes lo habían mandado a la zona oeste del Gran Buenos Aires con la consigna de abrir el trabajo fabril. Era una política general para los militantes, pero en el caso de él era, además, un correctivo: tras la fuga de Rawson, sus compañeros lo definieron como «militarista», uno que confiaba más en el aparato que en las masas, y lo pasaron de cuadro militar con responsabilidades a militante solitario. Su compañera, Norma Barreiro, estaba en una célula de tareas logísticas, de los que se ocupaban de documentación, autos, escondites, y trabajaba como devanadora en un taller textil, también con documento falso. No podía usar el suyo: aunque no la buscaran, era una pista para llegar a Alejandro.
Esa tarde, en su casa, Alejandro y Norma escuchaban las noticias en la radio: la amnistía votada por el Congreso incluía todas las causas penales iniciadas contra militantes guerrilleros bajo el fuero especial de la Cámara Federal en lo Penal o en otros juzgados hasta el momento de la promulgación. Cualquiera que estuviera proscripto, perseguido o ilegalizado, a partir de ese momento, volvía a ser legal, decía el periodista por la radio.
—Sí, pero yo tengo que seguir clandestino…
Norma puso cara de resignación y le alcanzó el primer mate.
—Me comí lo de Alemán y esa acción no entra en la amnistía.
A principios de abril, el comando «Julio Provenzano» del ERP había secuestrado al contralmirante Francisco Alemán, y dijeron que no lo soltarían hasta que saliera el último preso. Alemán dirigía la empresa estatal naviera ELMA y estaba cerca del general Lanusse y el almirante Pedro Gnavi. A fines de abril, el ERP secuestró al comandante Jacobo Nassif de Gendarmería para aumentar la presión. Como Alemán y Nassif permanecían secuestrados, la causa penal seguía su curso. La foto de Alejandro Ferreyra había salido en los diarios, acusado del secuestro de Alemán. Pero en eso no tenía nada que ver. Todo fue una mala casualidad: a principios de ese año, tras su vuelta clandestina desde Cuba, Alejandro estaba sentado en un banco de la plaza Once y se acercó un tipo a saludarlo. Alejandro lo reconoció vagamente como un rival de unos años antes en una cancha de rugby. Oscar Ciarlotti sabía que Alejandro estaba buscado desde la fuga de Rawson y le contó que él también era del ERP. Ferreyra le dijo que estaba medio desconectado de los suyos y terminó durmiendo en el departamento de la familia Ciarlotti. Era simplemente un amigo de paso. Pero el 4 de abril, la foto de Ciarlotti salió en los diarios: Alemán era su tío y la policía lo acusaba de participar en su secuestro. Los servicios de inteligencia fueron a la casa de los Ciarlotti y le mostraron decenas de fotos a la mucama paraguaya. Ella se detuvo en la de Alejandro Ferreyra y dijo que había estado allí. Para los servicios fue suficiente.
Antes de liberar a Alemán, el ERP filmó al almirante con barba de varios días y una voz en off que detallaba las acusaciones por las que había sido secuestrado: «1. Corresponsabilidad en la decisión de ejecutar fríamente a los Héroes de Trelew por haber participado en el Consejo de Almirantes donde se tomó la decisión. 2. Gestor, junto al almirante Pedro Gnavi, de la privatización de ELMA. 3. Sustracción directa y por medio de negociados de varios miles de millones de pesos, propiedad del Estado, valiéndose de su amistad con el presidente Alejandro Lanusse. 4. Bárbara persecución a la clase obrera en su carácter de colaborador del capitán de navío Patrón Laplacette durante la intervención a la CGT. 5. Poseer una agencia de investigaciones privadas dedicada a reprimir actividades fabriles». La voz en off anunciaba que un tribunal revolucionario iba a juzgar al almirante. Sin embargo, el 5 de junio, como Cámpora había cumplido con su eslogan de «ni un solo día de gobierno popular con presos políticos», el ERP liberó a Alemán y a Nassif. Pero la causa penal sobrepasó en diez días a la Ley de Amnistía y Alejandro tuvo que seguir clandestino.
—¡Entre nosotros, el legendario Envar El Kadri…!
Cacho tuvo que aguantar, después, tantas cargadas por eso de que fuera legendario, pero en ese momento ni lo pensó. En realidad, todo sonaba en la misma sintonía: eran las diez de la mañana del sábado 26 y, sin dormir, Cacho El Kadri, Carlos Caride y los demás habían marchado desde la cocina de la Secretaría de la Gobernación hasta la Casa de Gobierno de La Plata. En el camino había miles de personas que los felicitaban, los abrazaban, los besaban. Cacho estaba exultante: el día anterior era un delincuente preso, sin el menor derecho, y ahora lo trataban como a una especie de héroe popular. Estaba feliz y trataba de aprovechar cada minuto, ávido, casi desesperado: no podía imaginar otro mejor, una felicidad más grande. Y, ahora, en la escalera de la Casa de Gobierno, el propio gobernador les hacía el discurso de bienvenida:
—El legendario Envar El Kadri, uno de esos viejos luchadores que han dado todo por la causa de la liberación nacional y social.
Hubo más discursos, más festejos, encuentros, emociones. La Cámara de Diputados estaba reunida y Cacho y Carlos fueron invitados a presentarse ante ellos, que querían saludarlos. Victorio Calabró, vicegobernador de la provincia, los recibió con énfasis:
—Todos los peronistas ganamos y lo trajimos a Perón, pero ustedes son los verdaderos héroes, porque pusieron los huevos y lucharon de verdad.
Cacho pensó que era bueno que incluso los burócratas y los reformistas los reconocieran como parte importante del Movimiento. Agradeció el homenaje con unas pocas palabras e insistió en la idea de la unidad de los peronistas contra «sus enemigos de siempre, la oligarquía y el imperialismo». Calabró les preguntó si necesitaban algo, que pidieran lo que quisieran. Carlos Caride pidió un puesto para seguir luchando, y el vicegobernador dijo que por supuesto, por supuesto, que el lunes ya verían.
Después de comer, alguien fue a decirles que había un micro preparado para llevarlos a la capital, a la sede del Partido Justicialista en Avenida La Plata, y se lo tomaron. Desde ese ómnibus cargado de bombos y canciones, los presos liberados iban mirando por las ventanillas el paisaje de una ciudad que no habían visto en años y que, ahora, estaba revestida de carteles, pintadas y banderas. En cada esquina había grupitos de gente que charlaba, cantaba, armaba bailes: todo parecía lleno de una alegría desatada.
En la sede de Avenida La Plata la animación era todavía mayor. Acababan de llegar los liberados del penal de Rawson y había más encuentros, más abrazos. Afuera, miles de personas no paraban de cantar y festejar. Cacho se encontró, entre otros, con el Pelado Marcos Osatinsky, que usaba todavía, como recuerdo de la clandestinidad en que había vivido hasta el viernes, una peluca rubia que le quedaba horrible. Juntos salieron al balcón y Cacho volvió a decir un discurso. Todavía no se había cambiado su uniforme azul de preso:
—Compañeros, hace cinco años, un puñado de integrantes de la Juventud Peronista, de una Juventud Peronista nacida al calor de las luchas contra las dictaduras, se levantó con las armas en la mano para luchar contra la opresión, por el retorno del general Perón a la patria y al poder. Hoy nuestra alegría no tiene límites, porque el triunfo del pueblo nos ha dado la razón. La presencia de todos ustedes, de los jóvenes y de los viejos, de la resistencia y de la juventud, de los que siguen peleando y de los que ya no están porque cayeron luchando por nuestros ideales, desde Felipe Vallese hasta Gerardo Ferrari, Liliana Gelín, Sabino Navarro, Abal Medina o los mártires de Trelew, nos hace renovar el juramento de que, como quería nuestra querida compañera Evita, ¡caiga quien caiga y cueste lo que cueste, venceremos!
Cuando terminó, Osatinsky le dio un abrazo y le dijo al oído que había estado muy bien:
—Cacho, ahora ya tenemos el orador para las masas.
Cacho insistía en que tenían que ir a la Quinta de Olivos a saludar al presidente Cámpora, a agradecerle que los hubiera liberado.
—Aprovechemos los ómnibus que nos trajeron de La Plata.
—No, mirá, está muy ocupado, ahora se va con Dorticós a Córdoba. Mejor lo organizamos bien…
Desde Avenida La Plata, Cacho se fue con el Águila Olivera y Cristina Bidegain, la hija del gobernador, a caminar por la zona de la Facultad de Derecho. Cacho iba recuperando sus viejos lugares: entraron a tomar un café en la confitería Las Artes y empezaron a hacer planes para ese futuro sonriente que los esperaba, cuando Cristina les hizo una pregunta ingenua:
—¿Y de qué van a trabajar?
—¿Cómo, tenemos que trabajar?
Preguntó el Águila con una carcajada.
—La verdad, ni lo pensamos…
—Si quieren hablo con papá.
—No, dejá, los compañeros deben haber pensado algo.
Ya amanecía cuando los dos liberados fueron a tomar un taxi para ir a dormir a la casa de los padres de Cacho, en la calle Pedernera. Tuvieron que aceptar unos pesos para el taxi: tampoco habían pensado en eso.
La vieja casa que él conocía ya no estaba: la habían tirado para construir una con un local abajo y una terraza en el segundo piso. Por un momento pensó que era una especie de metáfora de lo que estaba pasando en el país. Se despertaron tarde: habían pasado casi sesenta horas sin dormir. En la tarde del domingo 27 siguieron las visitas: llegaron Dardo Cabo y María Cristina Verrier, y después José Luis Nell con su compañera Lucía Cullen: los encuentros eran emotivos. Tenían tantas cosas para contarse. En un momento, Cacho quiso ser un buen anfitrión y les preguntó qué querían tomar.
—Coca-Cola, nomás, si tenés.
—Bueno, voy a ver.
Cacho se fue para la cocina. Pasaron unos minutos, y no volvía. José Luis lo fue a buscar:
—Che, ¿qué pasa? ¿No encontrás la Coca?
—No, lo que no encuentro es el destapador.
José Luis soltó la carcajada:
—Sos un preso, salame, seguís siendo un preso. ¿No sabés que ahora vienen a rosca?
Mayo de 1973. El domingo 27, Racing y Boca se enfrentaban en Avellaneda. El nuevo presidente llegó a la cancha cuando ya iban treinta minutos del primer tiempo. Lo acompañaban Salvador Allende y Osvaldo Dorticós, y los ministros de Interior, Relaciones Exteriores y Bienestar Social; los custodiaban unas cuarenta personas: muchas de ellas, militantes de la Juventud Peronista. Los 50.000 asistentes los recibieron gritando: «Chile, Cuba, el pueblo te saluda» y, en el entretiempo, la cancha se transformó en una manifestación. Por la Voz del Estadio se escuchó, por primera vez en muchos años, la marcha peronista: un dirigente de Racing explicó que el cuidador de la cancha había escondido el disco en 1955 y, desde entonces, estaba esperando la ocasión de volver a pasarlo. Cuando Boca hizo su primer gol, a los 35 minutos del segundo tiempo, las dos hinchadas gritaron: «El tío está contento, lará, lará, lará». Cámpora se reía y saludaba desde el palco con los dedos en V.
—Dejame de joder, Colorado, yo no voy a salir a festejar. Yo te lo digo siempre: el ridículo es el único lugar del que nunca se vuelve…
—Eh, pero no es para tanto, si nosotros salimos no es por peronistas sino porque cayó la dictadura, Ruso.
—Sí, y cuando estos cantan la marcha peronista, nosotros nos quedamos mudos, con la sonrisa pintada… ¿No viste que ahora al que no canta lo miran fijo y se la gritan al oído? No, Colorado, hagamos nuestro trabajo de hormiga, ahora tenemos de nuevo En Lucha, y sobre todo trabajemos hacia adentro, porque si nos desinflamos, el Chino Balbín se hace un picnic.
El 25 se habían quedado encerrados, pero dos días después Sergio Karakachoff, el Ruso, y Luis Menucci, el Colorado, retomaron sus actividades. El domingo 27 se encontraron en la casa de Sergio y compartieron el salamín y el queso que quedaba en la heladera y una sopa que preparó Marimé, la mujer de Sergio. Ella no estaba tan abatida: era de izquierda y había votado a Cámpora.
—Miren, yo en Perón no confío pero el proceso de liberación de alguna manera pasa por el peronismo, al menos por el hecho de que tiene pueblo, tiene historia de lucha. Lo que sigo sin entender es cómo ustedes lo votaron a Balbín. Perdón, muchachos, pero ¿ese tipo qué aportó para el proceso de transformación? ¿Eh?
Mientras Sergio buscaba argumentos, Luis pensaba en ciertas paradojas: Marimé Arias Noriega venía de una de las familias elegantes de La Plata; su familia materna tenía casi la mitad de las acciones de El Día; su padre era un médico prestigioso, y ella enseñaba en la Facultad de Humanidades, leía marxismo, simpatizaba con el Peronismo de Base, aunque los acompañaba en su militancia y, de vez en cuando, los corría un poco por izquierda.
Pese a todo, Sergio y Luis estaban recuperando terreno: días atrás habían vuelto a sacar el periódico En Lucha, suspendido tras la derrota del Movimiento de Renovación y Cambio en las internas partidarias de noviembre de 1972. El editorial prometía mucha lucha, al menos interna: «Estos cuatro meses, nuestro periódico no salió porque preferimos callar la crítica y optar por el silencio. Pero hoy rompemos de nuevo el silencio». Y pedían la renuncia de la conducción de la Unión Cívica Radical (UCR). Su argumento era directo: si el 80 por ciento del electorado había votado programas de liberación nacional, no había espacio para una conducción conservadora.
—Colorado, la plataforma partidaria y el programa se lo impusimos nosotros en la convención nacional, más o menos es el mismo programa del Frejuli o de la APR. Y Balbín no es justamente el que va a defender ese programa…
Lo habían debatido ampliamente el fin de semana anterior, en el plenario de la Junta Coordinadora Nacional en la sede del radicalismo platense, en la calle 48. Ahí estuvieron los cuatro grupos que confluían en la Coordinadora: sus dirigentes más reconocidos eran Changui Cáceres y Marcelo Stubrin de Santa Fe, Sergio Karakachoff, Luis Menucci y Fredi Storani de La Plata, Leopoldo Moreau de Capital y Carlos Becerra de Córdoba. Los coordinadores adoptaron una actitud de apoyo crítico: en el documento final saludaban la llegada de la democracia y llamaban a sus correligionarios a movilizarse junto al pueblo en la lucha por la liberación nacional y social. Eso explicaba su participación en las Juventudes Políticas Argentinas, donde mandaron como delegado titular a Moreau y como suplente a Menucci.
Sergio Karakachoff, a sus 34 años, no era un protagonista de primera línea en la Juventud Radical. Más bien era maestro y consejero de Luis, de Fredi Storani y del resto de la Coordinadora platense. Los coordinadores aceptaban a unos pocos dirigentes de Renovación y Cambio: Mario Amaya, Hipólito Solari Yrigoyen, Ricardo Barrios Arrechea y, más arriba en la jerarquía, Aldo Tessio y Conrado Storani. Raúl Alfonsín les despertaba sentimientos encontrados: Sergio solía elogiar su oratoria, su llegada a la gente, su capacidad de llegar a acuerdos internos, pero siempre marcaba su costado ramplón:
—Mirá, Colorado, vos sabés que yo voy todas las semanas a Chascomús, ahí tengo de clientes desde peones y dirigentes gremiales hasta ganaderos, y cada vez me convenzo más de que Raúl es un producto de los pueblos de esta provincia ricachona, de esa clase media agropecuaria hecha de la ventajita y las lealtades personales. Todos hacen la parada de compadrito y saben cuentos picantes pero, en esta etapa, necesitamos otra clase de dirigentes…
—Sí, Ruso, ¿pero en qué país vivimos? ¿O me vas a decir que Cámpora, que es un dentista de Giles, tiene algo más que Alfonsín?
—No, si a Raúl yo también lo sigo, Colorado… Pero mirá sus pollos, mirá lo que es el comité provincia.
Sergio enumeró a los que acompañaban a Alfonsín desde la ruptura con Ricardo «Chino» Balbín, apenas un año atrás: Balbino Zubiri, Juan Manuel Casella, Rubén Di Cio, Juan Carlos Azzarri, Julio Ginzio.
—Todos abogados del interior de la provincia; la mayoría, un año atrás, ni se animaba a romper con el Chino. Tipos que les hablás de la nacionalización de la banca y de la reforma agraria y te miran como si fueras de otro planeta. Y ese Casella, que lo presentan como la joven promesa, si no hubiera sido por Garaicochea se quedaba con el Chino. Dejame de joder, Colorado, saben juntar fichas, entienden de punteros y candidaturas y, a la hora de las internas, ven a quién siguen: no les hables de programas, y si les mencionás la palabra ideología te acusan de bolche. ¡Qué partido que tenemos, Colorado!
—Pase por acá, diputado Fernández Valoni.
—Dígame teniente nomás, alférez.
—Acá lo esperan los guardiamarinas Urien y Galli, mi teniente.
José Luis Fernández Valoni, un teniente que el Ejército había dado de baja dos años antes por peronista, llegaba ahora como diputado al penal militar de Magdalena. En el portafolio llevaba las órdenes de libertad de los 22 marinos detenidos cuando intentaron sublevar la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA, el 17 de noviembre de 1972. El alférez de Gendarmería lo llevó hasta el despacho del director. Mientras tanto, otros gendarmes fueron hasta los pabellones de oficiales y suboficiales.
—Por favor, guardiamarinas Julio Urien y Mario Galli, empaquen sus cosas.
Cuando salieron al patio de la prisión, Julio y Mario se encontraron con los 20 suboficiales, trasladados un par de semanas antes desde la prisión naval de Puerto Nuevo. Los presos se abrazaban, hacían la V con la mano derecha y empezaron a cantar la marcha peronista. Fernández Valoni, todavía ronco por los festejos, salió al encuentro.
—¡Muchachos, ya está! ¡Por fin!
Entusiasmado, se disculpaba porque su inclusión en la Ley de Amnistía se había demorado cuatro días. Nadie dio explicaciones, pero Fernández Valoni sospechaba que la Armada no quería soltar a los sublevados de la ESMA, y los abogados tuvieron que insistir. Un micro de la Marina los llevó hasta el Edificio Libertad. En las escalinatas los esperaban los otros cinco oficiales, que habían quedado detenidos en el casino de oficiales de la ESMA.
—¡Napo, querido!
Julio se abrazó con Aníbal Acosta, Napo.
—¡Caballo viejo y peludo!
Después, Julio siguió abrazando a sus compañeros: Mendoza, Grand, Actis y Metz. Napo llamó a filas:
—Promoción cien de la Armada… ¡Atención!
Los siete oficiales liberados habían cursado juntos en la Escuela Naval y tenían entre 22 y 23 años. Los suboficiales tenían más o menos la misma edad. Juan Domingo Tejerina, el cabo segundo que había tomado el mando del levantamiento cuando detuvieron a Urien, conservaba la vincha argentina que se había puesto ese día:
—Julio, mirá lo que tengo.
Mientras tanto, otros empezaron a cantar la canción que los identificaba:
—Eran se, eran sesenta valientes,/ los sese, los sesenta granaderos…/ Quiero elevar mi canto,/ como un lamento de tradición/ para los granaderos/ que defendieron nuestra Nación./ Pido para esos hombres que los bendiga Nuestro Señor…
Después buscaron teléfonos públicos para llamar a sus casas. Y discutían qué harían de ahí en más: Julio estaba convencido de que tenían que pedir la reincorporación:
—Miren, está claro que la amnistía borra cualquier delito posible. Ahora, si la Armada quiere sustanciar un proceso, en este momento, se las va a tener que ver con un país distinto. Nosotros tenemos que pedir la reincorporación, que nos den destino y pelearla desde adentro.
—Yo creo que los mandos no nos van a dejar volver, ni en pedo, pero estoy de acuerdo con vos, tenemos que hacer el intento.
Dijo Aníbal Acosta, que ya había decidido que iba a anotarse en la carrera de Sociología y empezar otra vida. Julio confiaba poco en los mandos navales, pero se decía que él era un militar patriota y que tenía que actuar en consecuencia:
—Ahora no es momento para hablar, pero yo voy a pedir destino.
—Sí, sí, la seguimos en otro momento…
Algunos se fueron a sus provincias. Aníbal Acosta se fue a Bella Vista, a la casa de sus padres; Mario Galli a Coronel Díaz y Santa Fe, al departamento de su madre. Julio a San Isidro, a la casa familiar.
—Che, Mario, veámonos a la noche, a ver si hacemos algo. Después de tanto encierro necesitamos un poco de joda, viejo.
Esa noche, Julio se bañó, se vistió, consiguió un auto prestado y pasó a buscar a Mario. Dieron vueltas y vueltas, miraron a todas las chicas de Buenos Aires, piropearon y siguieron a algunas, pero no era su noche de suerte.
Mayo de 1973. Habían pasado cuatro meses desde que el presidente Richard Nixon se comprometiera a retirar las tropas norteamericanas de Vietnam; lo que había hecho, en cambio, fue cambiar de estrategia: ahora, Estados Unidos pregonaba la «vietnamización de la guerra», un eufemismo para extender el conflicto hacia Laos y Camboya y, a su vez, explotar las contradicciones entre China y la Unión Soviética (URSS) en el sudeste asiático. Y, al mismo tiempo, seguía proveyendo armas y asesores al gobierno de Vietnam del Sur.
Mientras, en Camboya, las guerrillas opositoras al régimen proamericano del general Lon Nol, avanzaban sobre Pnom Pen, la capital del país. Camboya era uno de los países má