La Voluntad 5. La caída (1976 - 1978)

Fragmento

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La Voluntad es un intento de reconstrucción histórica de la militancia política en la Argentina en los años sesenta y setenta. Y, también, la tentativa de ofrecer un panorama general de la cultura y la vida en esos años. La Voluntad es la historia de una cantidad de personas, muy distintas entre sí, que decidieron arriesgar todo lo que tenían para construir una sociedad que consideraban más justa.

Elegimos las historias que la componen para que ofrecieran un cuadro de las corrientes y espacios sociales de la época. La elección siempre se puede discutir; por otro lado, no todos los que contactamos quisieron dar su testimonio. Pero creemos que la veintena de relatos que se cruzan en su trama muestra cómo era la vida cotidiana, los intereses, odios, convicciones, objetivos, miedos y satisfacciones de los que eligieron ese camino.

La Voluntad es el resultado de años de trabajo. Para escribirla, hicimos unas veinticinco entrevistas de muchas horas cada una y revisamos numerosos archivos. Pero el libro, sin duda, está incompleto. Hay una cantidad de cosas que todavía no se pueden contar en la Argentina contemporánea. O que no se pueden saber, porque sus protagonistas están muertos.

Esas cosas, por supuesto, forman parte importante de este libro. Pero hay mucho que sí se puede contar, aunque hasta ahora muy pocos lo hayan hecho. Todo lo que se relata aquí es, hasta donde sabemos, cierto, y ha sido chequeado cuidadosamente. Sólo fueron cambiados unos pocos nombres, en situaciones que no se alteran por eso. El resto es Historia.

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A Antonio Caparrós

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UNO

 

—Está todo bien, muchachos. Todo es normal y no tengo noticias de movimientos de tropas. El gobierno no negocia ni hay ultimátum militar.

Dijo Lorenzo Miguel a los periodistas que le preguntaron qué pasaba cuando salió de la Casa Rosada, poco después de la hora cero del miércoles 24 de marzo. Él sabía que no era así: se lo había informado Francisco Dehe­za, el ministro de Defensa de Isabel, que acababa de llegar de la sede del Ejército. De su reunión con Agosti, Massera y Videla solo quedaba clara una cosa: el golpe era inevitable. Deheza sintetizó la situación ante Isabel y el resto de los ministros y dirigentes justicialistas reunidos en la Rosada. Era muy simple: los militares no aceptaban ninguna negociación. La mayoría se retiró por la puerta de Balcarce 50. Isabel se quedó en su despacho. Miguel salió con Deolindo Bittel.

—Vamos a seguir conversando mañana.

Dijo Bittel. Poco antes de la una el rambler ambassador negro salió por la explanada de Balcarce y tomó Libertador hacia la quinta presidencial. La mujer que iba adentro no era María Estela Martínez de Perón, sino una sustituta. Por indicación de su edecán militar, la presidenta salió en un helicóptero de la Fuerza Aérea con su secretario privado, Julio González. El edecán les había dicho que era una medida de seguridad ante un posible ataque guerrillero. En realidad, era el principio de la Operación Bolsa. Diez minutos después el helicóptero aterrizó en el Aeroparque: tropas de la Fuerza Aérea lo rodearon y el general Villarreal, acompañado por el brigadier Lami Dozo y el contralmirante Santamaría, se le acercó:

—Señora, está usted arrestada.

El general le pidió su cartera: la señora se la dio y el general le sacó el pequeño revólver que llevaba. Después se la devolvió. El secretario González rezaba un rosario; la viuda de Perón estaba tranquila, pero intentó una última defensa. En un aparte con el general Villarreal, le dijo que estaba equivocado.

—Acá debe haber un error. Ya se llegó a un acuerdo con los tres comandantes. Podemos cerrar el Congreso. La CGT y las 62 me responden totalmente. El peronismo es mío. La oposición me apoya. Yo les doy a ustedes cuatro ministerios y los tres comandantes podrán acompañarme en la dura tarea de gobernar.

—A usted, señora, no le responde nada más que una cúpula de gremialistas corruptos, su peronismo está dividido y la oposición pide masivamente su renuncia.

Cuando le dijeron que se la iban a llevar a la residencia El Messidor, en Bariloche, Isabel Martínez contestó que no tenía ropa. Los militares le dijeron que irían a Olivos a buscarla y le preguntaron quién quería que la acompañara a su nuevo destino.

—Mi gobernanta, por favor.

Media hora después, la gobernanta, una mujer de unos 50 años, les explicó que ella no quería ir «porque yo no tengo ningún vínculo afectivo con la señora, para mí esto era solo un trabajo». A las tres de la mañana, María Estela Martínez fue embarcada en el avión presidencial Patagonia. El golpe militar estaba en marcha. En la Rosada, un oficial aeronáutico se acercó a los periodistas que quedaban de guardia y les dijo que, a partir de ese momento, se abstuvieran de dar información.

—En un rato se va a dar a conocer una proclama.

La noche porteña estaba despejada, agradable: 20 grados y el cielo estrellado. No había nadie en las calles. En los accesos a la Capital los militares empezaban a armar trincheras con bolsas de arena y ametralladoras pesadas. Entre las tres menos cuarto y las tres llegaron comandos a todas las radios, agencias de noticias y canales de televisión. De los regimientos, bases navales y comisarías salieron grupos, algunos de civil, hacia las grandes fábricas, con listas de los delegados, comisiones internas y activistas reconocidos. Otros grupos, uniformados, se presentaron en las sedes gremiales de la CGT, del SMATA y de la UOM. El comando radioeléctrico de la Policía Federal empezaba a transmitir una larga lista de personas buscadas: los cuatro primeros eran el ministro de Trabajo, Miguel Unamuno; el jefe de las 62 Organizaciones, Lorenzo Miguel; y los dirigentes de la construcción y la alimentación, Rogelio Papagno y Hugo Barrionuevo. En el puerto, el buque de guerra 33 Orientales esperaba la llegada de los prisioneros: uno de los primeros fue Carlos Menem. El gobernador de La Rioja se había rapado el pelo y las patillas para tratar de huir, pero no lo consiguió. A las tres y veintiuno se escuchó al locutor, grave, por la cadena nacional:

—Comunicado número uno. Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento de las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: general Jorge Rafael Videla, almirante Emilio Eduardo Massera y brigadier Orlando Ramón Agosti.

Horacio González lo escuchó en la casa de una amiga, con quien pasaba algunas noches, en el centro y, por un momento, se sintió aliviado. Ya no soportaba más la zozobra, la amenaza permanente de la Triple A. Será terrible, pensó, pero por lo menos va a ser terrible de otro modo. ¿Cómo era eso que decía Max Weber sobre el monopolio de la violencia? Al cabo de un rato, cuando volvió a pensarlo, se arrepintió de su alivio.

Minutos después, el mismo locutor leyó que seguía vigente el estado de sitio y que «cualquier manifestación será severamente reprimida». A las tres y media, el locutor dijo que la Junta Militar ordenaba el cumplimiento de todos los servicios y transportes públicos.

La segunda edición de Clarín llegó a incluir la noticia del golpe. El título era «Nuevo gobierno» y la foto mostraba la Plaza de Mayo casi desierta. El epígrafe decía que «solo unos pocos adictos a la ex Presidente se congregaron anoche en la Casa de Gobierno». Poco antes, Lorenzo Miguel había dicho que «en los barrios y pronto en Plaza de Mayo se podrá ver que esta reacción nuestra tiene calor popular. No caeremos sin pena ni gloria». Ya tenía pedido de captura, pero tardaron varios días en detenerlo.

En los diarios de esa madrugada, una solicitada de las 62 Organizaciones peronistas decía que «un golpe de Estado en estos momentos es el más irresponsable salto al vacío que podría realizar el país en la coyuntura histórica que le toca vivir. A nadie escapa que el pueblo argentino desea fervorosamente vivir en paz y libertad. Ningún golpe de Estado puede brindarle esos dos valores. Porque el trabajo y la libertad son condiciones que se ejercen en democracia y en ambiente de tranquilidad y optimismo. Un golpe de Estado que niegue esas posibilidades no tiene futuro positivo y solo podría lograr que la guerrilla, que es hoy antipopular e ilegal, se convierta como fruto de esa actitud en popular y legal». Y, más adelante, para terminar: «El movimiento obrero siente un profundo respeto por sus fuerzas armadas. Porque no ignora que sus filas se nutren de nuestros hijos. El movimiento obrero ha sentido como propias las heridas que la guerrilla asesina infligiera a sus soldados. Sabe de sus valores y de la conciencia de Patria que las anima. Y porque conoce profundamente estas esencias invalorables, es que confía en la responsabilidad de ellas y en la fortaleza moral que les impedirá atentar contra la voluntad soberana de todo el pueblo argentino».

En su página 3, Clarín editorializaba: «Las fuerzas armadas se hicieron cargo anoche del gobierno, después de una prolongada crisis que resultó imposible de superar en el marco de las instituciones. Esta decisión, materializada finalmente anoche, no tomó de sorpresa a los observadores políticos y prácticamente desde el lunes había pasado a conocimiento de grandes sectores de la opinión pública». Y, más adelante: «Las fuerzas armadas se habían fijado un límite preciso para su actitud de prescindencia: el peligro cierto de que la integridad nacional se encontrase en peligro ante el accionar de fuerzas centrífugas desencadenadas, que el gobierno parecía incapaz de controlar. En la segunda semana de marzo se decidió que ese momento había llegado y finalmente se tomó la decisión para emprender un camino que se sabe muy duro, pero ineludible, ante los riesgos profundos que implicaba el rumbo que había adoptado el proceso nacional».

 

El ruido era persistente y Alberto Elizalde se asomó al ventanuco de su celda para identificarlo. El avión pasó dos o tres veces en vuelo rasante.

—Es un Pilatus Porter.

Pensó, orgulloso de sus conocimientos aeronáuticos. Pero estaba sobresaltado y se preguntó qué podría hacer un avión de observación de la Marina, tan temprano, en las inmediaciones del penal de Rawson. Todavía no había amanecido y Alberto no volvió a dormirse. Calculó que a las siete y media, después del recuento, cuando les abrieran las puertas del pabellón, podría enterarse de qué estaba pasando. No lo dejaban tener reloj, pero, como todo preso, había aprendido a calcular el tiempo y suponía que no debía faltar mucho. Se puso el uniforme azul de franela y las zapatillas flecha y se quedó recostado esperando: estaba ansioso.

En el penal de Rawson había seis pabellones ocupados por 180 presos políticos. A partir de las nueve de la noche los encerraban en unas celdas minúsculas, pero durante el día podían estar juntos, sentados o caminando en el centro del pabellón, un espacio de cuatro metros por veinte. Podían leer los diarios locales y algunos libros, siempre y cuando pasaran la censura del penal, también escuchaban música y noticias por el parlante del pabellón, que reproducía Radio Nacional. Y, sobre todo, tomaban mate. Por eso los presos políticos del pabellón uno estaban organizados en mateadas. Era el único pabellón que tenía mateadas: grupos de cinco o seis integrantes, tanto independientes como montoneros o erpios. En el resto de los pabellones, las relaciones entre organizaciones o grupos eran distantes: mantenían sus propias compras de cantina, sus propios delegados para hablar con las autoridades del penal, y en algunos casos hasta sus propios equipos de fútbol a la hora salir al patio de recreo. En cambio, en el uno compartían todo: delegados, pozo para las compras, libros, grupos de discusión y estudio. Básicamente, por la presencia de Alberto Piccinini y los otros cinco dirigentes de la UOM de Villa Constitución, que no entendían que entre los montoneros y los del PRT hubiera tanto recelo.

Alberto siguió esperando que abrieran las puertas. Pensó en lo que haría ese día: en su mateada estaba dando un cursito sobre economía marxista, sin libros ni apuntes, salvo un cuaderno Gloria manuscrito con lo que su memoria le permitía. A los muchachos les había interesado la diferencia entre plusvalía absoluta y relativa y, mientras esperaba que le abrieran la celda, Alberto pensaba que el ejemplo de Acindar le venía perfecto: alta composición orgánica del capital, mano de obra intensiva, el ejemplo claro de que la explotación moderna no siempre se lograba con el maltrato y el salario de hambre. El curso duraría una hora, hora y media, porque eran temas que cansaban. Después, seguramente, seguirían hablando de la situación nacional. Aunque tenían poca información, lo poco que les llegaba —por informes del PRT y de Montoneros— era que, si bien el golpe era inevitable, el campo popular estaba fuerte para enfrentarlo.

Ya había amanecido. El ruido del avión seguía y Alberto se sentía más inquieto. Escuchó los silbatos y movimientos del cambio de guardia y se asomó por la ventana: de acuerdo con las sombras proyectadas sobre el piso del patio, debían ser más de las ocho. Al rato oyó el ruido de los candados del pabellón y las pisadas de los guardias. Habían hecho el recuento de presos sin abrir las puertas. Era evidente que los iban a dejar encerrados. Para esos casos, las mateadas tenían sus delegados: Alberto Piccinini —independiente—, Rafael Morales —Montoneros— y Luis Lea Place —PRT— empezaron a golpear. Al cabo de un rato, un celador se acercó a la celda de Lea Place y le contestó sin abrir la puerta.

—Tengo órdenes de mantenerlos encerrados.

—¿Estamos sancionados?

—No lo sé. Tengo órdenes.

—Quiero hablar con el jefe de guardia.

Los presos empezaron a hablarse a través de los ventiletes de las puertas. Cada cual tenía su hipótesis:

—Che, ¿será traslado?

—Si andan aviones de la base Almirante Zar, quizás sea porque la Marina se hizo cargo del penal.

—¿Y no será que se viene el golpe?

—¡Paren compañeros! No entremos con el alarmismo, hay que esperar.

Lea Place llamaba a la calma. Por las ventanas se comunicaron con los pabellones que estaban enfrente, separados por el patio. Desde el otro lado, con las manos, usando el código de los sordomudos, Alejandro Ferreyra le preguntó qué pasaba, y Alberto le dijo que todavía no sabía. Se cuidaban: si los guardias de las murallas externas los veían, los mandarían al calabozo. Alberto se comunicó con uno del pabellón 6:

—¿Saben algo?

Todos estaban igual:

—Por ahora, nada.

Para no pensar, Alberto intentó leer. Tenía Madera quemada, una selección de cuentos de Roa Bastos. Se quedó muy impresionado con «El prisionero», la historia de un oficial en las reyertas civiles del Paraguay de fin del siglo diecinueve. El final del cuento era poco propicio: el cuerpo del protagonista terminaba flotando en el río. Alberto recordó que en esos días les había llegado un informe de la dirección del PRT que decía que como los traslados de presos estaban a cargo de fuerzas militares y no de los penitenciarios, debían estar preparados. De acuerdo con datos de inteligencia, los militares tenían previsto simular fugas para matar a algunos y la dirección les recomendaba que fueran prudentes, que no entraran en provocaciones.

—¡Celador! ¡Baño! ¡Tengo la bacinilla repleta! ¡Déjenme ir al baño!

Alguno había perdido la paciencia, pero el delegado Morales trató de calmarlos:

—¡Compañeros, tranquilidad! ¡No seamos cachivaches, che!

 

En la puerta del astillero Astarsa había tanques, camiones militares, soldados con metralletas: un operativo en serio. Lo mismo estaba pasando en docenas de fábricas de todo el país. Eran las seis de la mañana; hacía frío, todavía, y los obreros hacían cola frente a los soldados. Militares con listas en las manos les iban preguntando su nombre, uno por uno. Después supieron que las listas venían de la dirección. Algunos pasaban; otros no.

—Pará, pará, ¿cómo dijiste?

—Ruiz, señor.

—¡Soldado!

Varios fueron subidos por la fuerza a los camiones. Y lo mismo sucedía por todas partes: antes de que terminara el día, los militares habían detenido, en todo el país, a centenares de activistas obreros. En su casa de Maschwitz, Luis Venencio y Hugo Rivas trataban de imaginar qué estaría pasando, y rogaban que sus compañeros hubiesen respetado las consignas de seguridad: los militantes de la agrupación sabían que no tenían que ir, y no fueron, pero dos horas después una patrulla sacó a las patadas de su casa a uno de los hermanos Vivanco. Nunca más lo vieron.

—… Se comunica a la población que la Junta de Comandantes Generales ha resuelto que sea reprimido con la pena de reclusión por tiempo determinado el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare comunicados o imágenes provenientes o atribuidas a personas o grupos notoriamente dedicados a actividades terroristas o subversivas.

Decía la radio. La noche anterior, Eduardo Sigal había llegado tarde y no quiso despertar a Mabel, su mujer. Pero esa mañana se levantaron, como todos los días, con las primeras luces. Mabel tenía que llegar temprano al colegio donde enseñaba Ciencias Naturales.

—Bueno, tanto esperarlo y ya está. Ahora parece que fuera mentira.

—Ya vas a ver lo cierto que es.

—Bueno, ya me tengo que preparar para ir al laburo. Quién sabe si hay clases.

—Bueno, pero andá igual, por si acaso. Es importante seguir haciendo una vida lo más normal que se pueda, no despertar sospechas.

Cuando Mabel se fue, Eduardo se preparó un café y se quedó casi abstraído, pensando en su futuro. Era un cuadro conocido en La Plata, así que tendría que dejar, al menos por un tiempo, los estudios de medicina. Como muchos militantes, daba pocas materias, pero había llegado hasta cuarto año y le daba pena perderlo. Después se preparó otro café: no podía salir a la calle, no tenía mucho que hacer y daba vueltas, miraba por la ventana, y en algún momento se preguntó si sería correcto quedarse en un domicilio legal, que debía estar en manos de los servicios o de los grupos ultraderechistas de las fuerzas armadas; que Mabel siguiera yendo al colegio era un riesgo. Pero pensó que el partido estaba en lo cierto cuando sostenía que en un momento de repliegue de la actividad política la mejor garantía era mantener la inserción social y que los militantes no debían despegarse de la vida cotidiana de la gente.

En el palier de su casa, dos vecinos conversaban antes de salir:

—Éste es un país de locos, decime, cuando éramos pibes ¿quién iba a conocer un millonario en el barrio? ¿Eh? Y, fijate, hoy ya salieron los billetes de un palo. ¡Cualquiera va a tener un millón de pesos!

—Qué cosa, no. Cualquiera tiene un palo, pero ojo que ahora cualquiera te puede dar con un palo, ¿eh?

—¿Vos decís por los milicos? Mirá, macho, estábamos todos cansados de este circo. Por fin se terminó.

 

—… Las fuerzas armadas hacen un vibrante e irrenunciable llamado a la juventud argentina para que, integrada en la comunidad nacional, contribuya con su entusiasmo, idealismo y desinterés a la construcción de una Patria que será orgullo de todos los hijos de esta tierra…

Graciela Daleo se había despertado muy temprano y, más que sorprenderse, lo primero que pensó fue: «Bueno, así que ya lo hicieron». No podía dejar de recordar lo que había pensado menos de tres años antes, en la Plaza de Mayo, el día de la asunción de Cámpora, cuando todos gritaban: «Se van, se van y nunca volverán» y ella y el Flaco Jorge se miraron y, sin palabras, se dijeron que no, que seguramente volverían. Y que en definitiva tampoco sería tan grave: que seguramente las cosas se pondrían un poco más duras, pero que sería una etapa más en el avance hacia la liberación. Y que ni siquiera era seguro que se pusieran más duras: en esos días, la violencia de las Tres A era tan terrible que no era fácil imaginarse cómo podría ser peor. Pero igual pensó que tenía que juntar todos los Evita Montonera y los documentos que tuviera y romperlos y tirarlos en algún basural.

A las diez de la mañana los comunicados militares ya habían llegado al número 22. El último suprimía todos los espectáculos públicos «tales como cinematógrafos, teatros, actividades deportivas, culturales, etcétera». Pero unos minutos después la cadena nacional informaba, a través del comunicado número 23, que «se ha exceptuado la propagación programada para el día de la fecha del partido de fútbol que sostendrán las selecciones nacionales de Argentina y Polonia».

Para que no quedaran dudas acerca del peso del Ejército en su competencia con la Armada, la Junta asumió directamente en el edificio Libertador, la sede del Ejército. A las 10:40 el escribano de Gobierno cruzó la avenida con las actas bajo el brazo y tomó juramento a Videla, Agosti y Massera. Como iban a deponer la Constitución, los uniformados juraron por la flamante Acta para el Proceso de Reorganización Nacional, en la que se suprimían el Congreso, la Corte Suprema y todos los cargos ejecutivos nacionales, provinciales y municipales. El Acta anunciaba, entre sus objetivos, la «vigencia de los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino; la vigencia de la seguridad nacional erradicando la subversión y las causas que favorecen su existencia; la vigencia plena del orden jurídico y social; la relación armónica entre el Estado, el capital y el trabajo, con fortalecido desenvolvimiento de las estructuras empresariales y sindicales, ajustadas a sus fines específicos; la ubicación internacional en el mundo occidental y cristiano…». Además del Acta, en la mesa de caoba de la sede militar, había un crucifijo y una biblia. Después del acto se anunció que la Junta iba a elegir «al ciudadano presidente»: su decisión no tardaría más que un par de días. Mientras, el gabinete de emergencia estaba integrado solo por militares.

 

Marzo de 1976. Al amanecer del 24 murió en Londres el mariscal Bernard Montgomery. Tenía 88 años. En 1942, cuando comandó las tropas que derrotaron al mariscal Erwin Rommel en la batalla de El Alamein, se convirtió en el estratega británico más celebrado. Tras esa batalla, los aliados festejaron el vuelco de la guerra y empezaron a soñar con el ocaso del poder nazi. La imagen de Monty era reproducida en todos los diarios y revistas de la época: cara enjuta, huesuda, de ojos entrecerrados y boina calada de paracaidista. Montgomery recibió después las máximas condecoraciones de norteamericanos y soviéticos, aliados en la carrera contra Hitler.

El 24 de marzo de 1976 el panorama era distinto: un despacho de Reuters informaba sobre las peleas entre británicos y soviéticos en el continente africano. La Corona salía en defensa del régimen de la minoría blanca en Rhodesia, atacada por la mayoría negra. Rhodesia era una ex colonia británica que seguía en el Commonwealth. En esos últimos meses, los gobiernos de Zambia, Mozambique, Botswana y Tanzania, alentados por los soviéticos, presionaban al presidente blanco Ian Smith para que cumpliera su promesa de convocar a elecciones en las que pudieran votar todos los rhodesianos. Smith no tuvo más remedio y, poco después, fue electo presidente Joshua Nkomo. Rhodesia pasó a llamarse Zimbabwe y las nuevas autoridades decidieron retirarse del Commonwealth.

Ese 24 de marzo, en Washington, los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward —que habían descubierto cuatro años antes el espionaje de los republicanos a los demócratas en las habitaciones del hotel Watergate— revelaban que Richard Nixon pasó sus últimos días en la Casa Blanca pasado de copas. Los periodistas del Washington Post contaban en Los últimos días que Nixon, aquejado por el Watergate, eludía las cuestiones de Estado y se recluía en el misticismo y la depresión: pasaba horas mirando los retratos de sus antepasados, entraba en crisis de llanto y solo lo consolaba el whisky. El libro de los periodistas del Post contaba que su secretario de Estado, Henry Kissinger, accedía a arrodillarse y rezar junto al presidente, pero si alguien pasaba cerca, guiñaba el ojo o gesticulaba avergonzado. Ahora, Kissinger amenazaba a Fidel Castro con una invasión si los soldados cubanos que estaban peleando en Angola actuaban en otros países africanos.

En Beirut, ese día, hubo 200 muertos y 500 heridos. La mayoría cayó en las calles del centro financiero de la capital del Líbano, en ruinas de viejas mezquitas, ventanas de elegantes hoteles o bancos extranjeros abandonados, a orillas del Mediterráneo, a espaldas del valle de la Bekaa, no muy lejos de las mejores pistas de esquí de Medio Oriente. Al otro día, los falangistas cristianos y los palestinos alineados tras Yasser Arafat firmaban otro alto el fuego que no duraría mucho. En Vietnam, los ex combatientes vietcong intentaban rehabilitar para el cultivo enormes zonas de tierra devastadas por el napalm norteamericano. En la India, el gobierno regional de Calcuta anunciaba un «vasto plan para que nuestra ciudad deje de ser considerada la más sucia del planeta». En México, un estudio contaba 20 millones de desnutridos y decía que incluso en la Universidad Autónoma de la capital el 25 por ciento de los estudiantes sufrían anemia.

En Europa, la unidad del Mercado Común era amenazada por la crisis económica: de sus nueve miembros, solo Alemania, por sus enormes reservas, se beneficiaba de la crisis. Edward Gierek, el premier polaco, ordenaba una «purga de intelectuales» de radios y revistas. «Estamos en contra de la obsequiosidad esnob y cosmopolita hacia conceptos y estilos ajenos a nuestras ideas», decía el líder comunista. Mientras, la aceptación o no de los eurocomunistas provocaba peleas entre el primer ministro ruso, Leonid Brézhnev, y su tercero, Mijail Suslov, que estaba en contra.

Mientras tanto, en Bolivia, el general Hugo Bánzer Suárez prometía elecciones para 1980 y se mostraba muy molesto «por la campaña extranjera que tanto daño causa a nuestro país». En Chile, otro general, Augusto Pinochet, ordenaba la clausura de una nueva publicación: Ercilla murió antes de que su primer número llegara a los kioscos «por contener artículos tendenciosos destinados a desfigurar la imagen del supremo gobierno». Y el general paraguayo Alfredo Stroessner se reunía con el único presidente civil de los países que limitan con la Argentina: el uruguayo José María Bordaberry. Sin embargo, hacía tres años que el civil Bordaberry gobernaba por delegación de la junta militar que detentaba el poder en su país.

 

—Mirá, acá el cable dice que Estados Unidos ya reconoció al nuevo gobierno.

—¿Ya?

—Sí, ya. Son más rápidos que el caballo del cowboy bueno.

—Acá hay otro sobre el Fondo Monetario. Mirá.

Le dijo Jorge Bernetti, y Nicolás Casullo lo leyó. El cable, fechado en Washington, informaba de «la buena disposición» con la que el FMI había saludado a las nuevas autoridades argentinas.

—… Expertos locales aseguraron que el nuevo gobierno militar podrá obtener del Fondo un crédito stand by por 300 millones de dólares. En la actualidad la deuda externa argentina suma alrededor de 10.000 millones de dólares, de los cuales 1100 tienen vencimiento en los próximos sesenta días…

—¡Qué hijos de puta! Ni siquiera esperaron a que el cadáver se enfriara, los muy guanacos.

Habían llegado un rato antes a la redacción del diario El Universal de México, en Insurgentes y Reforma. Nicolás trabajaba en la sección internacional y Jorge hacía editoriales, pero esa mañana los había sorprendido la catarata de informaciones confusas: que asumió la Junta, que nadie sabía dónde estaba Isabel, que el Ejército cerraba la Capital Federal, que ya había sindicalistas detenidos. Al rato convencieron a su jefe, Luis Javier Solana, de que mandara un enviado especial a Buenos Aires.

—Sería bueno que entonces me dieran indicaciones sobre itinerarios, lugares, gente para entrevistar, nombres de políticos y sindicalistas…

Jorge y Nicolás dedicaron un rato a armar un mapa del país que acababa de escapárseles de entre los dedos. Después escribieron las notas que contaban el golpe: Nicolás tenía la sensación de que habían pasado siglos desde aquella tarde del 25 de mayo de 1973, menos de tres años antes.

—Ahora sí que se acabó el sueño de volver a corto plazo… Empieza la noche de mierda. ¿Cuánto durará?

Dijo Nicolás. Habían bajado a comer unos tacos antes de seguir con el trabajo.

—Diez años por lo menos, Nicolás.

—¿Estás loco, pero qué te pasa? ¿Te cayó mal el vino mexicano?

Nicolás intentó seguir discutiendo pero por momentos, oscuramente, tenía la sensación de que Jorge estaba en lo cierto.

—Che, mejor salir de acá, ¿no?

—Pará, no me hables tan bajito, es muy fatoso.

Elvio Vitali se había encontrado con un compañero suyo en un bar de la plaza Lavalle: todas las calles que la rodeaban estaban ocupadas por tanques pero, alrededor, la vida seguía. En una mesa cercana, dos abogados tomaban un vermú:

—Y lo hicieron bien, eh. Todo en dos horitas, sin joder a nadie, sin quilombos. Si son así de eficaces para todo, estamos salvados.

Dijo el más joven, bien engominado. Elvio había ido a su trabajo en la compañía de seguros y, en cuanto pudo salir, fue a cubrir la cita que tenía.

—¿Ya hay instrucciones sobre lo que hay que hacer con esto?

—No, todavía no. Pero la idea es que tampoco cambia mucho. Nos van a seguir dando, como hasta ahora. Pero ahora las cosas van a estar más claras, y ahí podemos beneficiarnos.

—O irnos al carajo.

—No rompas las bolas, Tano.

Elvio volvió a mirar los tanques. Eran impresionantes.

 

—Amor, ya sería hora de que saliéramos un rato a la calle. ¿No te parece?

Era más del mediodía. La primavera se resistía a llegar y el cielo madrileño estaba encapotado. Cacho El Kadri y Liliana Andreone no tenían muchas ganas de salir al mundo, pero el hambre terminó por convencerlos. Pero en cuanto bajaron se encontraron con el titular de Informaciones, el diario de la tarde: «Golpe en Argentina». Lo compraron temblando, y fueron leyendo las primeras noticias, todavía muy inconexas. Después llamaron a varios de sus amigos argentinos: ya habían quedado en encontrarse, esa misma noche, en la casa de Pepe Lamarca, para hablar de las novedades y ver si podían hacer algo.

—Esto es un desastre. Lo de Isabelita era una desgracia, pero los milicos la van a hacer quedar como un niño de pecho. Tendríamos que ver qué podemos hacer, si podemos, organizamos para mandarles cosas a los compañeros que necesiten, algo…

—Sí, pero antes que nada lo que hay que hacer es sacar inmediatamente alguna declaración, un comunicado de repudio, y lo mandamos a todos los diarios.

—Sí, claro, pero ¿quién lo va a firmar?

—Lo podemos firmar con nuestros nombres.

—Y no nos da bola nadie. No somos nadie, nosotros, quién nos va a dar bola…

—Bueno, si no, le podemos inventar alguna firma. Ciudadanos Argentinos en España, ¿qué les parece?

—¿A vos te parece que eso cambia algo?

La discusión siguió un rato largo. Lo peor, lo que más nerviosos los ponía, era la falta de noticias.

—¡Mamita querida, la que se nos viene!

Dijo Mercedes Depino, y Sergio Berlín y Carlos Goldenberg amagaron con reírse pero no. Se habían encontrado un rato antes en una heladería de la avenida Maipú y habían ido a charlar un rato al departamento nuevo de Sergio: era, más que nada, que querían estar juntos, hacerse compañía. Estaban preocupados.

—Mirá, también hay que verle el aspecto positivo. Está claro que esto va a servir para agudizar las contradicciones: va a aclarar los tantos y va a hacer que más gente se prenda en la resistencia. No es lo mismo un gobierno que se llama peronista, aunque sea una mierda, que un gobierno militar. Por ese lado nos va a ayudar…

—Esperemos que sea así. Hace un rato escuchaba a la gente en la panadería y no se los veía muy preocupados. Más bien nada. Puta, ¿ya no se acuerdan que hace tres años no los querían ver ni pintados?

—No, eso en cuanto los milicos salgan a joder todo el mundo se va a acordar, y se les va a dar vuelta. Lo que no me quiero imaginar es cómo van a ser estos primeros meses. La repre no va a ser como con Lanusse. Ésas eran tonterías de caballeritos ingleses. Si estos tipos, hoy, se juegan a dar un golpe, es porque quieren reventarnos a nosotros y reventar a toda la organización social que hemos estado armando últimamente, las coordinadoras gremiales, los centros de estudiantes. El peronismo ya no contiene la lucha de clases, como lo había hecho antes, por eso ahora tienen que conseguirse formas nuevas de controlar. ¿Vieron lo que pasó en Villa Constitución? Bueno, da la sensación de que va a ser así pero en todo el país.

Dijo Sergio, y Carlos trató de rebatirlo en parte:

—Bueno, de acuerdo, ese debe ser el plan de ellos. Pero la cuestión es qué vamos a poder hacer nosotros frente a eso. A mí lo que más me preocupa es que la conducción ya está hablando de que el verdadero enfrentamiento se va a dar entre el ejército cipayo y el ejército montonero…

—Maravilla. Van a venir las columnas de tanques por la Panamericana y nosotros los vamos a parar con cuatro ford falcon y un par de energas.

Dijo Mercedes; las energas eran las granadas que habían empezado a fabricar Montoneros.

—Es la mejor manera de irnos al carajo. Hay que volver a acciones chicas, defensivas, muy extendidas, de propaganda política: es mejor mostrar presencia política en diez fábricas con una volanteada que volar una comisaría. El golpe nos quiere aislar políticamente, eso es lo que tenemos que evitar: no entrar en su juego de reducir todo a un enfrentamiento militar. Espero que lo entiendan, carajo.

Dijo Carlos, y se acordó de que se tenía que ir.

—Puta, a las siete tenía que estar en casa. Mini se tiene que ir a una reu­nión y yo me tengo que quedar con la nena. Si no llego a tiempo la gorda me mata.

Cuando Carlos salió, Sergio se fue a su cuarto y volvió poco después con unos papeles en la mano. Al fondo sonaba la radio, bajita, en cadena: decía que los delitos subversivos serían castigados con la pena de muerte, «aplicable a toda persona mayor de 16 años de edad».

—Flaca, tengo unos poemas nuevos, me gustaría que los leyeras.

—¿Me convidás un vino?

Después, Sergio empezó a decirle que se venía una muy dura, que iban a pasarla mal, que se iban a necesitar, que por qué no lo intentaban otra vez.

 

Los nervios de los presos de Rawson estaban a punto de explotar. Después de comer, el celador los dejó salir al baño, de a uno y pasó preguntando si necesitaban médico:

—Sí.

Dijo Alberto Elizalde, aunque lo que tenía era más bien ansiedad, intriga. En dos años y medio de cárcel había aprendido vari

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