No volveré a tener miedo

Pablo Rivero

Fragmento

libro-5

 

Domingo, 3 de abril de 1994

Una semana antes de los hechos

No necesitaba hacer esfuerzos para concentrarse y hacer memoria; cada vez que cerraba los ojos o fijaba la vista en un punto, volvía el silencio. Aquel silencio que lo cambiaría para siempre. Las discusiones y los gritos constantes se habían diluido. Hacía tiempo que había conseguido abstraerse de ellos, pero aquel silencio movía a Mario hacia lugares en los que a él mismo le daba miedo adentrarse.

No recordaba el momento en que lo probó por primera vez, ni por qué lo hizo, pero gracias a su dedo los chillidos e insultos de su madre pasaron de aterrorizarle a formar parte de la banda sonora de su día a día. Lo que sí recordaba bien era la sensación que le producía: su dedo se humedecía, se ablandaba y con él todo su cuerpo. Se veía inmerso en esa sensación que le hacía salir de ahí y abstraerse por completo.

La tarde en la que su padre se fue, los golpes sonaron mucho más fuertes. Los insultos y los gritos resonaron afónicos, distorsionados, como si alguien los estuviera manipulando, como si las pilas de su madre se fueran acabando y su voz retumbara ralentizada y más grave que nunca. Como siempre que sus progenitores se encerraban en su cuarto para seguir discutiendo y que nadie presenciara el colofón final, Mario hacía guardia, justo enfrente, en el cuarto de baño que compartía con su hermano Raúl. Raúl le sacaba cuatro años y, como todo hermano mayor, hacía del cuarto de baño su segunda habitación. Las esperas eran interminables cada vez que él entraba y las súplicas para que saliera, sordas. Pero aquella tarde su hermano no estaba: siempre se las apañaba para largarse rápidamente cuando empezaban las broncas. El suelo del baño era de mármol y Mario, de cuclillas, se pegaba al radiador para entrar en calor. Odiaba el frío y sentirse desabrigado. Por eso se protegía las rodillas con la mano que le sobraba, a falta del abrazo que su padre le daría cuando todo acabara. El abrazo que le devolvería la calma que necesitaba. Mario, con los ojos cerrados, se chupaba el dedo con más y más intensidad mientras se concentraba en que todo pasara. Había dos puertas cerradas y un pasillo de por medio, pero, desde su pequeña fortaleza, podía percibir los restos de gritos y forcejeos que le indicaban la temperatura de la discusión.

Cuando parecía que la batalla había alcanzado su apogeo, de pronto, llegó el silencio. Nada de gemidos, de golpes contra la puerta o muelles chirriando, ni siquiera la saliva del dedo de Mario, que había dejado de chupárselo de golpe, extrañado ante aquel cambio tan brusco. ¿Qué había sucedido esta vez al otro lado del pasillo? Solo quedaba un silencio más afilado que todos los gritos y amenazas juntos. Mario, con los ojos abiertos de par en par, esperó unos segundos atento, mientras una sensación de pánico irracional se adueñó de él. De pronto escuchó la puerta de la habitación de sus padres abrirse de golpe devolviéndole a la realidad. Su padre había salido y andaba por el pasillo a grandes zancadas. Estaba claro que era él por la determinación de sus movimientos, pero era extraño. Nunca había ocurrido de aquella manera: no había tenido tiempo de reaccionar y esperarle a la salida para demostrarle que él estaba ahí apoyándole y llamar su atención. Todo se había precipitado. ¿Iba a quedarse sin sus caricias? Sin ellas la partitura era otra: la melodía cambiaba y a Mario no había cosa que más miedo le diera que los cambios, la incertidumbre, y más si eso implicaba directamente a su padre. Los pasos indicaban que estaba bajando las escaleras, así que se puso de pie y abrió con urgencia la puerta del baño. Pero antes de salir, asomó su cara y comprobó que su madre no estuviera en el pasillo. No había ni un solo ruido, solo el del ventilador colgado del techo que presidía las escaleras moviendo sus aspas a gran velocidad. Una vez fuera, el frío invadió todo su cuerpo en cuestión de segundos. Al pasar por la habitación de sus padres, Mario no pudo evitar lanzar una mirada furtiva al ver que la puerta estaba medio abierta. Al fondo, entre la penumbra, estaba su madre de rodillas con todo su cuerpo echado hacia adelante, estirando una mano. Movía sus dedos como garras al aire, como si su padre siguiera en la habitación y todavía pudiera retenerlo. Mario bajó las escaleras corriendo antes de ser visto, pero, cuando estaba a punto de llegar abajo del todo, se encontró a su padre parado en el hall de la entrada con su abrigo puesto, quieto, mirándole fijamente. El hombre no dijo nada, simplemente le mantuvo la mirada hipnótico. Frente a frente. Por un momento Mario sintió miedo, su padre parecía otra persona, no descifraba el tono de su mirada. ¿Qué quería decirle? No le reconocía. El niño lo miraba expectante, con cierta culpa por haberle fallado. ¿Estaría enfadado porque no estaba fuera esperándole? Su padre dio un par de pasos hacia las escaleras hasta llegar a su altura, muy cerca, nariz con nariz y siguió mirándolo fijamente hasta que le dijo:

—Tu madre me está volviendo loco.

Mario tenía los ojos húmedos por las lágrimas que asomaban. Su padre, con gesto serio, estiró uno de sus brazos para acariciarle en la mejilla y en el pelo. ¿Era una despedida? Mario suplicaba para sus adentros que no lo fuera, tratando de detener aquel instante en el tiempo, hasta que llegó un fuerte golpe, el portazo final. Su padre se había marchado y con él la banda sonora de su hogar. Desde ese momento el silencio invadió la casa por completo. Hasta una semana después, cuando reinaría el ruido de la muerte.

Aún parado en el borde de las escaleras, Mario intentaba procesar lo que acababa de ocurrir. Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas incontroladamente. Fue a chuparse el dedo, pero se lo apartó de golpe antes de metérselo en la boca, no lo haría hasta que volviese. Respiraba con dificultad, superado por la situación y, pese a que permanecía totalmente inmóvil, el recibidor empezó a dar vueltas a su alrededor: la puerta de la entrada, las escaleras, la del salón y de la cocina, todo giraba sin parar, hasta que al pasar de nuevo la vista por la puerta abierta del salón, el enorme retrato de su padre que presidía la estancia hizo que todo frenara en seco. La imagen debía de tener unos diez años y mostraba al patriarca de la familia: moreno, fuerte, con rasgos armoniosos, mirando a cámara muy sonriente, con una felicidad absolutamente contraria al estado en el que se había marchado. Podría pasar por el capitán del equipo de fútbol de alguna hermandad americana o algún modelo de un anuncio. Su padre miraba de una manera que parecía que seguía ahí y le sonreía de verdad. Mario abandonó de golpe el vértigo, para devolverle la mirada ensimismado. Poco a poco se fue acercando a él, pero antes de que llegara a entrar en el salón, su madre, que había bajado las escaleras sigilosamente, como una serpiente, apareció detrás de él y dijo de golpe:

—¿Dónde está tu hermano?

Mario dio un brinco y se giró hacia ella. Su madre tenía el rostro totalmente desencajado.

—¿Que dónde coño está tu hermano? —repitió.

Nico intentaba concentrarse con los apuntes esparcidos sobre la mesa, pero le era imposible; los días pasaban lentos y sus miedos se hacían cada vez más presentes. Por eso, pese a que no solía beber, había terminado dando un par de chupitos a la botella de ron

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