¿Más vale sola?

Chloe Santana

Fragmento

1. Querido Manolo

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QUERIDO MANOLO

Querido diario:

Dios, no puedo creer que esté escribiendo esto. La culpa de esta idea tan absurda la tiene mi amiga Ana que, desde que plasmó su vida en un cuaderno cutre comprado en los chinos y vivió un romance de cuento con su jefe, piensa que puede darle consejos a todo el mundo. Pero esa es otra historia, vayamos por partes.

Te preguntarás por qué una veinteañera moderna e independiente llega al punto de narrar sus miserias en un diario, así que voy a explicártelo.

Yo antes, hará cosa de medio año, era una mujer resultona y alocada a la que jamás se le habría pasado por la cabeza zamparse una tarrina de helado de medio kilo con sabor a nueces de macadamia mientras veía amargada una reposición de Sexo en Nueva York a las cuatro de la mañana. Hace un año, cuando mi vida era la de cualquier veinteañera que ligaba por Tinder, habría mirado el helado con culpabilidad, pedaleado un rato en la bicicleta estática e ido de compras hasta fundir la tarjeta de crédito. Esa era yo, una mujer de veinticinco años que acababa de conseguir un maravilloso empleo de lo suyo, que detestaba las ataduras y que compartía piso en Sevilla con su mejor amiga. Y entonces las cosas comenzaron a torcerse.

No lo vi venir, aunque era más que evidente, Manolo. ¿Te importa que te llame así? A Ana —y repito que esta no es su historia, por mucho que durante un tiempo ella fuese la pringada de las dos— se le ocurrió la maravillosa idea de bautizar a su diario con el nombre de «Pepe». Y tú no vas a ser menos, Manolo, qué quieres que te diga. Tampoco sé por qué, de buenas a primeras, siento esta necesidad insana de competir con mi mejor amiga. Hasta hace poco era yo la que le daba consejos mientras ella intentaba imitar mis pasos, y quizá eso me ha activado el modo envidia. Tampoco estoy resentida por el hecho de que me haya abandonado a mi suerte para irse a vivir con su novio. No, qué va. Alégrate por tus amigos y todo ese rollo del karma...

Como te iba contando, me gustaba mi vida. A los veinticinco años, después de terminar la carrera y el máster de Abogacía por el que casi tuve que vender un riñón, encontré un trabajo como becaria en el bufete del señor Heredia. No me lo podía creer. La mayoría de mis compañeros de universidad iban dando tumbos de bar en bar, mientras que a mí se me concedía la oportunidad perfecta.

Me esforcé al máximo para que me tomaran en serio, así que cuando, después de cuatro meses siendo la chica de las fotocopias, el señor Heredia me hizo un contrato como ayudante de Ramón, un abogado a punto de jubilarse, no cabía en mí de alegría. ¡Me estaban pagando y trabajaba de lo mío! ¿Qué más se podía pedir, tal y como estaba la cosa?

Salía de fiesta siempre que tenía tiempo libre; animaba a Ana, a la que su novio de toda la vida había dejado tirada como una colilla; y me enrollaba con quien me apetecía. Que sí, Manolo. Una mujer moderna, libre, emancipada y folladora. A mis veinticinco años, si hubiera visto una estrella fugaz no le habría pedido ningún deseo. ¿Para qué? ¡Si ya tenía todo lo que quería!

Ay, pobre ilusa...

Ramón se jubiló y supuse que era mi momento. El de ocupar su puesto y convertirme en abogada del bufete. Debería haberlo visto venir, Manolo. Así que cuando en la fiesta de despedida de Ramón, Víctor Heredia me llamó a su despacho, me froté las manos e hinché el pecho. ¡El ascenso estaba a punto de llegar!

Casi podía oír a las animadoras coreando mi nombre: «Dame una “M”, dame una “A”, ¡Maaaacaaaareeeenaaaaaaaaaa!». Y ver a la flamenca del WhatsApp arrancándose por bulerías. Y a mí en un futuro cercano renovando el vestidor por la subida de sueldo.

Y me presentó a Toni, que venía de otro bufete para ocupar el puesto de Ramón. Te puedes imaginar la cara de panoli que se me quedó. Mientras Heredia efectuaba las presentaciones pertinentes y me informaba de que desde ese momento pasaba a ser la ayudante de Toni, a mí se me estaban revolviendo todos los canapés que me había zampado en la fiesta. Salí de allí echando humo por las orejas y con ganas de arrancarle la cabeza a alguien. ¡Tenía que ser una broma!

Poco a poco, el enfado dio paso a una extensa oleada de amargura. «¿De verdad creías que te iban a dar a ti el puesto, pedazo de tonta?», me repetía a mí misma una y otra vez. Una recién llegada sin apenas experiencia soñando a lo grande, sí, y qué más.

Le cogí manía a Toni pese a que él no tenía la culpa. Además de hacer muy bien su trabajo, era amable, guapísimo y muy educado conmigo. Se esforzaba en que nos lleváramos bien y confiaba en mí. Así que la rabia se fue convirtiendo en admiración. Y lo siguiente tampoco lo vi venir, Manolo.

Toni tenía treinta y tantos, estaba casado y era un hombre atractivo, de esos que me habría girado a mirar en la calle. Con esa sonrisa seductora y esos bíceps de gimnasio. Con esa cara de saber lo bueno que estaba y no esforzarse en ocultarlo. Ay, Toni... Cada vez pasábamos más tiempo juntos, aunque yo lo achacaba al trabajo. Me encantaba verlo actuar en un juicio, con aquella seguridad innata que me hacía babear. Éramos los últimos en salir del bufete y forjamos una complicidad especial. No sé en qué momento me enamoré de él, pues la mayor parte del tiempo, sobre todo cuando nos mirábamos de esa manera en la que sobran las palabras, me recordaba a mí misma que estaba casado y rompía la magia voluntariamente.

Hasta que en un viaje de trabajo me puso a cuatro patas en la cama del hotel. Y eso sí que lo vi venir, Manolo. Lo supe cuando nos quedamos rezagados en el bar del hotel y nos sonreímos con complicidad tras haber ganado el caso. Él dijo que no lo habría conseguido sin mí, y luego me lanzó una de aquellas miradas capaces de derretirme por completo. Pasó lo que tenía que pasar.

Después vino la culpabilidad, el «esto no volverá a pasar» y todo ese rollo. Pero yo jamás me había sentido así y, por mucho que me dijera a mí misma lo mal que estaba aquello, era incapaz de renunciar a él. Al principio lo achaqué a la emoción de ligarme a un hombre casado que además era mi compañero de trabajo. Después, sencillamente se me fue de las manos.

Toni tenía algo que era adictivo. Que me cegaba. Que me enloquecía. Que me ponía a cien. Ejercía cierto poder sobre mí. Joder, me tenía hechizada. Estaba tan deslumbrada que el sexo y todo lo demás se convirtió en una obsesión. Hasta que llegó el «te prometo que voy a dejar a mi mujer». ¿Y sabes qué, Manolo? Que me comí un mojón pinchado en un palo. Y eso, a pesar de que esta clase de historias siempre acaban igual, tampoco lo vi venir. Llámame ingenua. O gilipollas.

Olvidar al hombre que te ha roto el corazón es complicado. Pasar página cuando tienes que verlo todos los días es un auténtico infierno.

Así que me he propuesto tres objetivos que pienso cumplir a rajatabla:

1. Dejar de arrastrarme por Toni

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