Alphinlandia
La lluvia helada se cierne desde el cielo, como reluciente arroz lanzado a puñados por algún convidado invisible. Allí donde cae, cristaliza formando una capa de hielo granulado. A la luz de las farolas se ve preciosa: como polvo de hadas plateado, piensa Constance. Aunque cómo no iba a pensar eso ella, con lo propensa que es a dejarse embrujar. Esa belleza es una ilusión, así como una advertencia: la belleza tiene su lado oscuro, igual que las mariposas venenosas. Más bien debería estar sopesando los peligros, los riesgos, el dolor que esta tormenta de hielo les causará a muchos; que ya les está causando, según dicen en las noticias de la televisión.
La pantalla de su televisor es plana, de alta definición, que Ewan compró para ver los partidos de hockey y fútbol. Constance preferiría recuperar la que tenían antes, la desenfocada, con aquella gente de una extraña tonalidad naranja y su tendencia a hacer ondas y fundidos: hay cosas que no salen bien paradas con la alta definición. Le molestan los poros, las arrugas, las vellosidades de la nariz, los dientes de blancura imposible: te los plantan en tan primerísimo plano que es imposible mirar para otro lado como harías en la vida real. Es como si te obligaran a hacer de espejo de baño para otro, de los de aumento: raras veces dan alguna alegría esos espejos.
Afortunadamente, en el parte del tiempo los presentadores se colocan a distancia. Ellos tienen mapas a los que atender, aspavientos que hacer con las manos, como los camareros en las películas glamurosas de los años treinta, como los magos cuando están a punto de descubrir a la damisela levitante. ¡Atención! ¡Observen las gigantescas franjas blancas que avanzan como columnas de humo sobre el continente! ¡Fíjense en el alcance de la tormenta!
El informativo se desplaza ahora al exterior. Dos jóvenes presentadores —un chico y una chica, ambos enfundados en estilosas parkas negras con halos de pelo claro alrededor de la cara— se encogen bajo sus paraguas chorreantes mientras los coches circulan a duras penas por delante de ellos, con los limpiaparabrisas a toda máquina. Ambos están entusiasmados; dicen no haber visto nunca nada parecido. Claro que no, son demasiado jóvenes. A continuación se muestran imágenes de desastres: una colisión en cadena, un árbol que al caer ha aplastado parte de una casa, una maraña de cables eléctricos derrumbados por el peso del hielo que emite un parpadeo torvo, una hilera de aviones cubiertos de aguanieve retenidos en el aeropuerto, un enorme camión articulado echando humo que ha quedado volcado de canto porque su remolque ha dado un coletazo. Al lugar del siniestro han acudido una ambulancia, un camión de bomberos y un corrillo de operarios vestidos con ropa impermeable: hay un herido, una escena que siempre acelera los corazones. Aparece un policía, con el bigote salpicado de blancos cristales de hielo; ruega con severidad a la ciudadanía que se abstenga de salir a la calle. «Esto es muy serio —dice a los televidentes—. ¡No crean que podrán enfrentarse a los elementos!» Sus cejas ceñudas y escarchadas tienen nobleza, como las de aquellos carteles bélicos que infundían ánimos a la población en la década de 1940. Constance se acuerda de ellos, o cree acordarse. Pero quizá sólo los haya visto en algún libro de historia o en algún museo o documental; qué difícil es, a veces, situar esos recuerdos con exactitud.
Al final, un leve toque de patetismo: se muestra un perro callejero, medio congelado, envuelto en una toquilla infantil de color rosa. Un bebé aterido de frío habría resultado más impactante, pero a falta de criatura habrá que conformarse con el perro. Los dos jóvenes presentadores ponen cara de decir «qué monada»; la chica le da unas palmaditas, y el animal agita con desgana la cola empapada. «Él ha tenido suerte», dice el chico. Podrían ser ustedes, se insinúa, si no se portan bien, salvo que a ustedes no los rescatarían. El chico se vuelve hacia la cámara y adopta una expresión solemne, aunque salta a la vista que lo está pasando en grande. La cosa no termina aquí, advierte, ¡porque el grueso de la tormenta aún está por llegar! En Chicago la situación es peor, como de costumbre. ¡Permanezcan atentos a sus pantallas!
Constance apaga el televisor. Cruza la habitación, baja la intensidad de la lámpara y luego se sienta junto a la ventana que da a la calle a contemplar la oscuridad iluminada por la luz de las farolas, a observar el mundo mientras se transforma en diamantes: las ramas, los tejados, las torres de alta tensión, todo refulge y centellea.
—Alphinlandia —dice en voz alta.
—Necesitarás sal —le dice Ewan, al oído.
La primera vez que se dirigió a ella, Constance se sobresaltó, se alarmó incluso —al fin y al cabo, hacía ya al menos cuatro días que Ewan había dejado la existencia tangible—, pero ahora ya no se altera tanto, por impredecibles que sean sus apariciones. Es maravilloso oír su voz, aunque no pueda confiar en mantener conversación alguna con él. Sus intervenciones tienden a ser unilaterales: si Constance le responde, él a menudo no contesta. Pero siempre fue más o menos así entre ellos.
Constance no había sabido qué hacer con la ropa de Ewan, después. Al principio la dejó colgada en el armario, pero le resultaba demasiado doloroso abrir la puerta y ver las chaquetas y los trajes alineados en sus perchas, esperando en silencio a que el cuerpo de Ewan se enfundara en ellos y los sacara de paseo. Las prendas de abrigo, los jerséis de lana, las camisas de cuadros que se ponía para el trabajo... No se vio capaz de dárselas a los pobres, que habría sido lo más sensato. Ni tampoco de tirarlas: eso, aparte de un desperdicio, habría sido demasiado brusco, como arrancarse una tirita. De manera que las había doblado y guardado en un baúl del tercer piso, entre bolas de naftalina.
Durante el día eso no importa. Ewan no parece tener inconveniente, y su voz, cuando surge, es firme y alegre. Una voz que avanza a zancadas, que muestra el camino. Una voz con el índice extendido, que señala. «¡Por aquí, compra esto, haz lo otro!» Una voz un tanto burlona, que le toma el pelo, que frivoliza: ésa había sido a menudo su actitud con ella antes de caer enfermo.
De noche, sin embargo, las cosas se complican. Ha habido pesadillas: sollozos en el interior del baúl, quejas lastimeras, súplicas rogando que lo deje salir. Hombres extraños que aparecen en la puerta de la entrada tentándola con la promesa de que son Ewan, pero no lo son. Son hombres amenazadores, vestidos con trincheras negras. Hombres que se presentan con alguna exigencia embarullada que Constance no es capaz de entender, o peor, que se empeñan en ver a Ewan y la apartan a empujones, con intenciones claramente asesinas. «Ewan no está en casa», replica ella, pese a los ahogados gritos de auxilio que llegan desde el baúl del tercer piso. Y cuando los hombres están subiendo ya por la escalera, Constance despierta.
Ha pensado en tomar somníferos, aunque sabe que son adictivos y al final provocan insomnio. Quizá debería vender la casa y mudarse a un bloque de pisos. Los niños, que ya no son niños y viven en ciudades de Nueva Zelanda y Francia, a una distancia muy oportuna para no poder ir a visitarla a menudo, plantearon esa idea con insistencia en el momento del funeral. Sus enérgicas si bien diplomáticas esposas, ambas mujeres de carrera, cirujana plástica la una, auditora la otra, los secundaron sin reservas, así que eran cuatro contra una. Pero Constance se mantuvo firme. No puede abandonar la casa, porque Ewan sigue en ella. Aunque tuvo la suficiente vista como para no mencionar ese asunto. Siempre la han considerado un poco desequilibrada, desde lo de Alphinlandia, aunque en cuanto un proyecto así triunfa en lo económico, el tufo a chaladura que lo envuelve suele evaporarse.
«Bloque de pisos» es un eufemismo para residencia de ancianos. Constance no se lo reprocha: quieren lo mejor para ella, no sólo lo más conveniente; además, se quedaron comprensiblemente perturbados después de ver el desorden reinante, tanto en Constance —aunque fueron indulgentes ya que estaba en pleno duelo— como, por poner un ejemplo, en su nevera. Había artículos dentro de aquel frigorífico para los que no existía una explicación cabal. «Qué cochambre —los oía pensar—. Lo sorprendente es que no haya pillado algo grave entre tanta toxina botulínica.» Pero qué iba a pillar, si aquellos últimos días apenas había probado bocado. Galletas saladas, queso en lonchas o mantequilla de cacahuete directamente del bote.
Sus nueras habían afrontado la situación con toda la amabilidad del mundo. «¿Esto lo quiere? ¿Y esto?» «No, no — gemía Constance—. ¡No quiero nada! ¡Tiradlo todo!» A los tres nietos pequeños, dos niñas y un niño, se les propuso jugar a una especie de búsqueda del tesoro con el objetivo de localizar las tazas de té y chocolate caliente a medio terminar que Constance había dejado diseminadas por toda la casa y sobre las que ya empezaba a florecer una película gris o verdosa en distintas fases de crecimiento. «¡Mira, maman! ¡He encontrado otra!» «¡Puaj, qué asco!» «¿Dónde está el abuelo?»
Al menos en una residencia de ancianos estaría acompañada. Y se quitaría ese peso de encima, esa responsabilidad, porque una casa como la suya requiere cierto mantenimiento, ciertos cuidados, y ¿qué necesidad tiene ella a su edad de seguir cargando con todas esas tareas? Así fue más o menos como se lo plantearon las nueras. Constance podría jugar al bridge o al Scrabble, sugirieron. O al backgammon, que por lo visto se había puesto de moda otra vez. Cualquier cosa que no conllevara demasiado esfuerzo o agitación mental. Algún juego tranquilo que practicar en compañía.
—Todavía no —dice la voz de Ewan—. Todavía no estás para eso.
Constance sabe que esa voz no es real. Sabe que Ewan está muerto. ¡Cómo no lo va a saber! Otras personas —que también han sufrido la pérdida reciente de un ser querido— han pasado por la misma experiencia, o parecida. Alucinación auditiva lo llaman. Constance ha leído sobre el tema. Es normal. No está loca.
—No estás loca —la consuela Ewan.
Qué tierno puede ser cuando la nota angustiada.
Tiene razón Ewan en lo de la sal. A principios de semana debería haber comprado algún producto para derretir el hielo, pero se le pasó, y como no salga ahora a por algo terminará recluida en su propia casa, porque mañana la calle será ya una pista de patinaje. ¿Y si la capa de hielo tarda días y días en deshacerse? Podría quedarse sin comida. Podría convertirse en una de esas estadísticas —anciana solitaria, hipotermia, inanición— porque, como bien le ha señalado Ewan en otras ocasiones, del aire no va a poder vivir.
Tendrá que arriesgarse a salir a la calle. Con un solo saco de sal bastará para los peldaños y el caminillo de entrada, y para que no se mate nadie, sobre todo ella. Lo más socorrido es acercarse a la tienda del barrio: queda sólo a dos manzanas. Tendrá que llevarse el carrito de la compra, que es rojo y además está impermeabilizado, porque el saco pesará lo suyo. Al final, el único que conducía en casa era Ewan; el carnet de Constance caducó hace décadas, porque cuando empezó a entrar de lleno en Alphinlandia se sentía demasiado distraída como para conducir. Alphinlandia requiere pensar mucho. Te abstrae de detalles periféricos, como las señales de stop.
Fuera debe de estar ya todo muy resbaladizo. Si se aventura a salir, podría romperse la crisma. Se detiene en la cocina, titubeando.
—Ewan, ¿qué hago? —pregunta.
—No seas melodramática —contesta Ewan con firmeza.
Una respuesta no muy instructiva que digamos, pero típica de él cuando quería salirse por la tangente. «¿Dónde has estado? Me tenías muy preocupada, ¿has tenido algún percance?» «No seas melodramática.» «¿De verdad me quieres?» «No seas melodramática.» «¿Tienes una amante?»
Después de rebuscar un rato, en la cocina encuentra una bolsa para congelados, grande y con cierre hermético; saca las tres zanahorias arrugadas y llenas de brotes que contiene y la llena con cenizas de la chimenea, sirviéndose de la pequeña badila de latón. No ha encendido el fuego desde que Ewan dejó de estar presente en forma visible, porque no le parecía apropiado. Encender un fuego es un acto de renovación, de iniciación, y ella no desea iniciar nada, lo que desea es continuar. Mejor dicho: volver.
Todavía quedan una pila de leña y unas cuantas astillas; también un par de leños a medio quemar en la rejilla, de cuando encendieron el fuego juntos la última vez. Ewan estaba tumbado en el sofá y tenía un vaso de aquel repugnante batido nutritivo de chocolate al lado; se había quedado calvo, por la quimio y la radio. Constance lo arropó con la mantita de cuadros, se sentó junto a él y le cogió la mano, con la cabeza vuelta hacia otro lado de modo que no viera las lágrimas que le resbalaban silenciosamente por las mejillas. Para qué angustiarlo con su angustia.
—Qué bien se está —acertó a decir Ewan.
Le costaba trabajo hablar: tenía la voz muy débil, tan débil como el resto de su persona. Pero ésa no es la voz con que le habla ahora. Ahora es normal otra vez: es su voz de hace veinte años, profunda y retumbante, sobre todo cuando ríe.
Constance se pone el abrigo y las botas, encuentra los mitones y uno de sus gorros de lana. Dinero, necesitará algo de dinero. Las llaves: sería de tontos quedarse tirada en la calle y terminar hecha un guiñapo congelado delante de su propia puerta. Cuando ya está a punto de salir con el carrito de la compra, Ewan le dice: «Coge la linterna», de manera que Constance sube trabajosamente la escalera, sin quitarse las botas, y entra en el dormitorio. La linterna está en la mesilla de noche del lado de Ewan; también la mete en el bolso. Hay que ver lo previsor que es; ella nunca habría caído en llevarse una linterna.
Los escalones de la entrada son ya puro hielo. Constance espolvorea sobre ellos parte de las cenizas que ha echado en la bolsa de plástico, luego se la guarda en el bolsillo del abrigo y procede a bajar como un cangrejo, peldaño a peldaño, agarrándose a la barandilla al tiempo que tira del carrito de la compra con la otra mano, pom, pom, pom. Una vez en la acera, abre el paraguas, pero no hay modo, no se desenvuelve bien con las dos cosas a la vez, así que lo cierra de nuevo. Lo usará de bastón. Avanza con mucho tiento hasta la calzada, donde no hay tanto hielo como en la acera, y camina vacilante por su centro, apoyándose en el paraguas. No hay coches, así que al menos no la atropellarán.
En los tramos más empinados de la calzada espolvorea más ceniza y deja tras de sí un tenue rastro negro. En caso de apuro, quizá pueda seguirlo a la vuelta. Es el tipo de situación que podría darse en Alphinlandia —un rastro de cenizas negras, misterioso, atrayente, como piedras blancas que destellan en un bosque, o miguitas de pan—, aunque allí esas cenizas entrañarían algo más. Habría algo que saber acerca de ellas, algún verso o frase que pronunciar para conjurar sus sin duda maléficos poderes. Pero no eso de polvo eres y en polvo te convertirás, no; nada relacionado con los últimos sacramentos. Más bien algo así como un conjuro rúnico.
—Cenizas, destrizas, erizas, hechizas, pedrizas, pellizas, terrizas —dice en voz alta mientras avanza pasito a pasito sobre el hielo.
Hay bastantes palabras que riman con «cenizas». Tendrá que incorporarlas a la trama, o a alguna de las tramas: Alphinlandia es prolífica en ese sentido. Allí la procedencia de esas embrujadoras cenizas habría que atribuírsela seguramente a Milzreth el de la Mano Roja, que es un bravucón taimado y retorcido. A él le gusta embaucar a los viajeros con visiones alucinógenas, apartarlos del buen camino, encerrarlos en jaulas de hierro o encadenarlos a la pared con grilletes de oro para luego acosarlos con demonios gorivelludos, cianurinos, lucernagos y demás. Disfruta viendo cómo los ropajes —las túnicas sedosas, las vestiduras bordadas, las capas forradas de pelo, los radiantes velos— quedan hechos trizas mientras ellos suplican y se retuercen sugestivamente. Cuando vuelva a casa trabajará a fondo en todos los vericuetos que eso plantea.
Milzreth tiene el rostro de un antiguo jefe suyo de cuando trabajaba como camarera. El hombre era muy aficionado a dar palmaditas en el trasero. Constance se pregunta si habrá llegado a leer la serie.
Ya ha alcanzado el final de la primera manzana. Tal vez no haya sido tan buena idea aventurarse a salir: tiene la cara empapada, las manos congeladas y le resbala aguanieve por el cuello. Pero ya ha recorrido un buen trecho; tiene que llegar hasta el final. Inspira el aire frío; los perdigones de hielo le azotan la cara. Se está levantando viento, como han anunciado en televisión. Pese a todo, estar en la calle en plena tormenta resulta vigorizante en cierto modo, tonificante: te sacude las telarañas, te obliga a inspirar.
La tienda abre las veinticuatro horas, todos los días del año, un horario que tanto a ella como a Ewan les ha venido muy bien desde que se mudaron al barrio hace veinte años. Sin embargo, no hay sacos de cloruro cálcico apilados delante de la puerta, donde suelen estar. Constance entra en el establecimiento, con su carrito de dos ruedas a remolque.
—¿Les queda algo de sal? —le pregunta a la señora que está detrás del mostrador.
Es nueva. Constance nunca la había visto; hay mucho movimiento de personal en esa tienda. Ewan estaba convencido de que se trataba de una tapadera para blanquear dinero, porque era imposible que fuese un negocio rentable, a juzgar por la escasez de clientela y el estado de las lechugas que tenían a la venta.
—No, cariño —responde la dependienta—. Nos la han quitado de las manos hace un rato. Habrán pensado que más vale prevenir, digo yo.
Eso implica que Constance no ha sido previsora, lo cual en realidad es cierto. Ha sido un fallo suyo toda la vida: nunca ha sido previsora. Pero ¿cómo mantienes la capacidad de asombro si siempre estás preparada para todo? Preparada para la puesta de sol. Para la salida de la luna. Para la tormenta de hielo. Qué existencia tan anodina sería ésa.
—Vaya —dice Constance—. No hay sal. Mala suerte.
—No debería salir con la que está cayendo, cariño —advierte la dependienta—. ¡El tiempo está muy traicionero!
Aunque lleva el pelo teñido de rojo, con un atrevido afeitado en la nuca, aparenta sólo unos diez años menos que Constance, y está mucho más gorda. Yo al menos no resuello, piensa Constance. De todos modos, le gusta que le digan «cariño». Cuando era mucho más joven solían decírselo, luego dejaron de hacerlo durante bastante tiempo. Ahora oye la palabra a menudo.
—No se preocupe —dice Constance—. Vivo sólo a un par de manzanas de aquí.
—Un par de manzanas es un buen trecho con este tiempo —dice la dependienta, que pese a sus años lleva un tatuaje asomando por el cuello de la blusa. Parece un dragón, o una variante de dragón. Púas, cuernos, ojos saltones—. Podría quedarse tiesa.
Constance le da la razón y le pregunta si puede dejar el carrito y el paraguas arrimados al mostrador. Luego deambula por los pasillos, empujando el carro metálico de la tienda. No hay más clientes, aunque en un pasillo se topa con un jovencito esmirriado que está traspasando latas de salsa de tomate a un estante. Constance elige un pollo asado de los que, día tras día, giran en sus espetones tras una vitrina de cristal, como en una visión del averno, y un paquete de guisantes congelados.
—Arena para gatos —dice la voz de Ewan.
¿Está criticando lo que ha comprado? Ewan no veía con buenos ojos esos pollos —según él, lo más seguro era que estuvieran atiborrados de productos químicos—, pero se los comía bien a gusto cuando Constance llevaba uno a casa, en los tiempos en que todavía comía.
—¿A qué te refieres? —le dice—. Si ya no tenemos gato.
Constance ha descubierto que debe dirigirse a él en voz alta porque la mayoría de las veces Ewan no consigue leerle el pensamiento. Aunque a veces sí. Sus poderes son intermitentes.
Ewan no da explicaciones —el muy granuja muchas veces la obliga a deducir por sí sola las respuestas—, pero de pronto cae en la cuenta: la arena para gatos es para los escalones de la entrada, para echársela en lugar de sal. No será tan efectiva, no derretirá nada, pero al menos evitará resbalones. Encaja, pues, el saco de arena dentro del carrito y añade un par de velas y una caja de cerillas de madera. Listo. Ahora sí está preparada.
De vuelta en el mostrador elogia con la dependienta la excelencia de los pollos asados —artículo que también es del gusto de esta última, porque qué sentido tiene cocinar para uno solo, ni para dos siquiera—, y embute las compras en su carrito con ruedas tras reprimir la tentación de mencionar el tatuaje del dragón. El tema podría derivar enseguida por derroteros complicados, como Constance ha aprendido por experiencia a lo largo de los años. En Alphinlandia hay dragones, y los dragones tienen numerosos fans con montones de ideas brillantes que están deseando compartir con Constance. Como que debería haberlos creado de otra manera. Y cómo los habrían creado ellos en su lugar. Subespecies de dragones. Errores en los que Constance ha incurrido sobre el cuidado y la alimentación de los dragones, etcétera. Es asombroso lo vehementes que pueden ponerse algunas personas por cosas que no existen.
¿La habrá oído la dependienta hablar con Ewan? Es muy probable, y también es muy probable que no le haya dado importancia. Cualquier tienda que abra veinticuatro horas al día los siete días de la semana ha de tener por fuerza un cupo de clientes que hablan con seres imaginarios. En Alphinlandia una conducta así exigiría otro tipo de interpretación: algunos de sus moradores tienen espíritus familiares.
—¿Dónde vive exactamente, cariño? —le pregunta la dependienta cuando Constance ya está saliendo por la puerta—. Podría mandarle un mensaje a un amigo y que la acompañe a casa.
¿Qué clase de amigo? ¿Y si resulta que es novia de un motero?, piensa Constance. Puede que sea más joven de lo que ella pensaba; tal vez sólo esté muy estropeada.
Constance se hace la sorda. Podría tratarse de una trampa, y de pronto encontrarse delante de la puerta a un quinqui dispuesto a allanar su casa, con la cinta aislante preparada en el bolsillo. Te vienen con el típico cuento de que se les ha averiado el coche y que si pueden utilizar tu teléfono, y tú, con toda la buena fe, los dejas pasar, y de buenas a primeras te han amarrado a la barandilla con la cinta aislante y te están clavando chinchetas bajo las uñas para que les sueltes las claves de acceso. Constance sabe muy bien lo que se dice: no en vano sigue las noticias por televisión.
El rastro de ceniza ya no sirve para nada —ha quedado cubierto por una capa de hielo, ni siquiera se ve— y el viento arrecia. ¿Y si abriera el saco de arena allí mismo, antes de llegar? No, necesitaría un cuchillo o unas tijeras, aunque a veces esos sacos vienen con una cuerdecita para abrirlos tirando de ella. Alumbra con la linterna el interior del carrito, pero debe de estar baja de pilas porque apenas se ve nada. Si se pone a trastear con el saco, podría quedarse hecha un témpano; mejor que se dé prisa. Aunque lo de «darse prisa» es un decir.
La capa de hielo parece el doble de gruesa que cuando ha salido. Los arbustos de los jardines que dan a la calle parecen fuentes, con el follaje luminoso cayendo en elegante cascada hacia el suelo. De vez en cuando, alguna rama caída de un árbol dificulta el paso. Cuando llega a su casa, deja el carrito a pie de calle y remonta los escalones resbaladizos agarrada a la barandilla. Por suerte, la luz del porche está encendida, aunque no recuerda haberle dado al interruptor. Forcejea con la llave y la cerradura, abre la puerta y se dirige a la cocina sin quitarse las botas, chorreando agua. Luego, tijeras en mano, desanda el camino, baja los peldaños hasta el carrito rojo, corta el saco de arena y la esparce a manos llenas sobre los escalones.
Listo. Vuelta a subir la escalera con el carrito, pom, pom, pom, y para dentro. Cerrojo echado. Fuera abrigo chorreando, gorrito de lana y mitones empapados, que deja sobre el radiador, para que se sequen; botas aparcadas en el recibidor.
—Misión cumplida —anuncia por si Ewan está a la escucha.
Quiere hacerle saber que ha vuelto sana y salva, para que no se preocupe. Siempre se habían dejado notas el uno al otro, o bien mensajes en el contestador del teléfono; eso antes de que aparecieran todos esos artilugios digitales. En sus momentos más críticos y solitarios, Constance se ha planteado usar el servicio telefónico para dejarle mensajes a Ewan. A lo mejor los escucha a través de las partículas eléctricas o los campos magnéticos, o lo que sea que Ewan esté utilizando para proyectar la voz a través de las ondas.
Pero éste no es un momento solitario. Es un momento de los buenos: se siente satisfecha de sí misma por haber llevado a cabo la misión de la sal. Además, le ha entrado hambre. No sentía un hambre así desde que Ewan dejó de sentarse a la mesa con ella: comer sola la desanimaba mucho. Ahora, en cambio, arranca pedazos de pollo asado con los dedos y los engulle con ganas. Es lo que hacen los habitantes de Alphinlandia tras ser rescatados de donde sea, mazmorras, pantanos, jaulas de hierro, barcos a la deriva: comer con las manos. Sólo las clases más altas disponen de lo que podrían llamarse «cubiertos», aunque casi todo el mundo tiene una navaja, a excepción de los animales parlantes. Constance se chupa los dedos, se los limpia en el trapo. Tendría que haber papel de cocina, pero no lo hay.
Todavía queda un poco de leche, que bebe de un trago directamente del cartón, sin apenas derramar una gota. Ya se preparará más tarde una infusión o algo para entrar en calor. Tiene prisa por volver a Alphinlandia, por lo del rastro de ceniza. Quiere descifrarlo, desentrañarlo, seguirlo. Quiere ver adónde la conduce.
En la actualidad, Alphinlandia reside en su ordenador. Durante muchos años cobró vida en el desván, que Constance convirtió en una suerte de despacho particular en cuanto Alphinlandia generó dinero suficiente para pagar las reformas. Pero incluso con el suelo nuevo, la ventana que abrieron en la pared, el aire acondicionado y el ventilador del techo, el desván era un espacio pequeño y mal ventilado, como suelen ser los últimos pisos de estas viejas casas victorianas de ladrillo. Así que un tiempo después —cuando los niños ya iban al instituto— Alphinlandia emigró a la mesa de la cocina, donde fue desplegándose durante varios años en una máquina de escribir eléctrica, antaño considerada el colmo de la innovación y ahora, obsoleta. El ordenador fue su siguiente emplazamiento, y no exento de riesgos —las cosas podían desaparecer de él de un modo exasperante—, pero esos aparatos han ido mejorando con los años y Constance ha terminado acostumbrándose al suyo. Lo trasladó al estudio de Ewan después de que él desapareciera de allí de forma visible.
No dice «después de su muerte», ni siquiera para sus adentros. En lo tocante a Ewan, la palabra «muerte» es tabú para ella. Si él la oyera, podría sentirse dolido u ofendido, o quizá desconcertado, o incluso enfadado. Entre sus creencias no del todo formuladas se incluye la de que Ewan no es consciente de que ha muerto.
Se sienta al escritorio de Ewan, envuelta en el albornoz negro y afelpado de Ewan. Esos albornoces negros y afelpados de caballero estaban a la última ¿cuándo? ¿En los noventa? El que ahora lleva puesto se lo había comprado ella misma, como regalo de Navidad. Ewan siempre se resistía a sus intentos de vestirlo a la última, aunque, aparte del albornoz, ese empeño no dio mucho más de sí; perdió interés por cómo vieran a Ewan los demás.
Constance se pone el albornoz buscando no calor sino consuelo: la hace sentir como si Ewan siguiera físicamente en casa, a su lado. No lo ha lavado desde que falleció; no quiere que huela a detergente en lugar de a él.
«Ay, Ewan —piensa—. ¡Con los buenos momentos que pasamos juntos! Ahora todo se acabó. ¿Por qué tan rápido?» Se seca los ojos en la manga negra y afelpada.
—No seas melodramática —dice Ewan.
No le gusta oírla gimotear.
—Bueno —dice Constance.
Endereza la espalda, recoloca el cojín de la silla ergonómica de Ewan y enciende el ordenador.
Aparece el salvapantallas: es una puerta, un arco abierto en una muralla que le había dibujado Ewan, quien había ejercido de arquitecto antes de optar por la estabilidad de la docencia universitaria, si bien lo que él enseñaba no se llamaba «Arquitectura», sino «Teoría del espacio construido», «Creación del paisaje humano» y «El cuerpo contenido». Ewan siempre había conservado su talento para el dibujo, y había encontrado una forma de canalizarlo haciendo ilustraciones divertidas para los niños y después para los nietos. El salvapantallas se lo había dibujado como regalo, y también para demostrarle que se tomaba aquello suyo, aquella cosa que, reconozcámoslo, causaba cierta vergüenza en los círculos más intelectuales y abstractos en los que él se movía... Que se lo tomaba en serio. O que la tomaba en serio a ella, cosas ambas de las que le había dado motivos para dudar alguna que otra vez. Y también que la había perdonado por Alphinlandia, por lo abandonado que lo había tenido por su culpa. Por el modo en que lo había mirado sin verlo.
Constance por su parte pensaba que aquel salvapantallas había sido un regalo para expresar su arrepentimiento, para compensarla por algo que él nunca reconocería haber hecho. Por aquella fase de ausencia emocional durante la cual debió de estar ocupado —si no física, al menos sentimentalmente— con otra mujer. Con otra cara, otro cuerpo, otra voz, otro olor. Con un vestuario que no era el de ella, con cinturones, botones y cremalleras ajenos. ¿Quién era aquella mujer? Siempre que Constance recelaba de alguna, sus sospechas resultaban infundadas. La enigmática presencia se burlaba quedamente de ella desde la oscuridad insomne de las tres de la madrugada, y después se desvanecía. Nunca consiguió averiguar nada.
Durante toda aquella etapa Constance se había sentido como un cero a la izquierda. Como una persona aburrida, y sólo viva a medias. Anestesiada.
Nunca intentó sonsacarle nada sobre aquel paréntesis, nunca le plantó cara. El asunto era tan tabú como la palabra «muerte»: estaba allí, planeaba sobre ellos como un enorme zepelín publicitario, pero mencionarlo habría sido como romper un hechizo. Habría sido irreversible. «Ewan, ¿te estás viendo con otra?» «No seas melodramática. Ten un poco de sentido común: ¿qué necesidad tendría yo de hacer algo así?» Ewan se la habría quitado de encima, habría tomado a broma la pregunta.
A Constance se le ocurrían muchas razones por las que Ewan podría necesitar hacer algo así. Pero sonreía, lo abrazaba, le preguntaba qué le apetecía cenar y callaba.
El dibujo del salvapantallas es una puerta de piedra, en forma de arco romano. Está situada en el centro de una muralla larga y alta sobre la que se alzan una serie de torretas, con sus banderines rojos ondeando en lo alto. Se aprecia una pesada verja a modo de puerta; está abierta. Al otro lado se ve un paisaje bañado por el sol, y más torretas que se elevan a lo lejos.
Ewan puso mucho esmero en aquel dibujo. Lo sombreó, lo pintó con acuarelas; incluso agregó unos caballos pastando en un campo lejano, pues sabía muy bien que con los dragones podía pifiarla. Es una estampa muy bonita, muy a lo William Morris o quizá más a lo Edward Burne-Jones, pero no tiene nada que ver con Alphinlandia. Tanto la puerta como la muralla parecen demasiado pulcras, demasiado nuevas y bien cuidadas. Aunque Alphinlandia disponga de rincones suntuosos, con sedas y tafetanes, bordados y candelabros recargados, en general es un lugar vetusto, desastrado y un tanto decrépito. Además lo arrasan a menudo, con lo cual abundan las ruinas.
Sobre la puerta del salvapantallas hay una leyenda grabada en la piedra, con caracteres prerrafaelitas pseudogóticos, que reza: ALPHINLANDIA.
Constance inspira hondo. Y cruza la puerta.
Al otro lado no hay un paisaje bañado por el sol, sino un camino estrecho, casi un sendero, que baja serpenteando hasta un puente iluminado —puesto que es de noche— por unos faroles de luz amarillenta en forma de huevo o lágrima. Al otro lado del puente se extiende un bosque tenebroso.
Constance cruzará el puente y avanzará con cautela por el bosque, atenta a posibles emboscadas, y cuando llegue al otro lado se encontrará ante una encrucijada. Allí tendrá que decidir qué camino toma. Todos ellos forman parte de Alphinlandia, pero cada uno conduce a una versión distinta. A pesar de que ella es su creadora, la que mueve los hilos de sus marionetas, su deus ex machina, nunca sabe a ciencia cierta dónde terminará.
Empezó a crear Alphinlandia hace mucho tiempo, años antes de conocer a Ewan. Entonces vivía con otro hombre, en un edificio sin ascensor, en un estudio con sólo dos espacios, un jergón lleno de bultos en el suelo, un cuarto de baño compartido en el pasillo, un hervidor eléctrico (propiedad de ella) y un infiernillo (propiedad de él) que en teoría no deberían tener. No había nevera, de manera que sacaban los recipientes de comida a la repisa de la ventana, donde los alimentos se congelaban en invierno y se pudrían en verano, aunque en primavera y otoño, ardillas aparte, el sistema no funcionaba del todo mal.
Ese otro hombre con el que convivía era uno de los poetas con los que solía salir entonces bajo el juvenil e inocente convencimiento de que también ella era poeta. Se llamaba Gavin, un nombre poco común en aquellos tiempos, a diferencia de ahora: los Gavins se han multiplicado. La joven Constance se consideraba muy afortunada de haber sido la elegida, puesto que Gavin era cuatro años mayor que ella y conocía a otros muchos poetas, y era un chico delgado, irónico, indiferente a las normas sociales y muy proclive a la sátira descarnada, como solían serlo los poetas en aquella época. Y tal vez todavía lo sean: Constance es ya demasiado mayor para saberlo.
Incluso ser objeto de alguno de los comentarios irónicos o descarnadamente satíricos de Gavin —como, por ejemplo, que su hipnótico trasero decía mucho más de ella que sus, para qué engañarse, poco memorables poemas—, a Constance, por alguna extraña razón, le resultaba electrizante. Además, se le otorgaba el privilegio de figurar en los poemas de Gavin. No con su nombre, por supuesto: en la poesía de entonces los objetos femeninos de deseo recibían el tratamiento de «dama», o de «amada mía», en un guiño a la literatura caballeresca o la canción popular; sin embargo, a Constance le seducía enormemente leer los poemas más eróticos de Gavin y saber que cada vez que él escribía «dama» —o, mejor aún, «amada mía»— estaba refiriéndose a ella. «Mi dama se recuesta sobre una almohada», «El primer café matinal de mi dama» y «Mi dama me lame el plato» le llegaban al alma, pero su favorito era «Mi dama se agacha». Siempre que notaba a Gavin un tanto seco con ella, echaba mano de aquel poema y lo releía.
Aparte de esos atractivos literarios había mucho sexo impulsivo y desenfrenado.
Una vez emparejada con Ewan, Constance se cuidó mucho de entrar en pormenores sobre su vida anterior. Aunque ¿qué motivo de preocupación podía haber? Gavin había sido apasionado, sí, pero también un cerdo; estaba claro, pues, que no era rival para Ewan, un caballero andante en comparación. Además, aquella experiencia particular de su juventud había terminado mal, con pesar y vergüenza para Constance. Luego ¿para qué sacar a Gavin a relucir? No habría servido de nada. Ewan nunca le había preguntado por ningún otro hombre de su vida, así que Constance nunca había mencionado nada. Y desde luego confía en que Ewan no tenga acceso a Gavin ahora, a través de sus pensamientos íntimos o de cualquier otra vía.
Una de las cosas buenas de Alphinlandia es que le permite mandar los elementos más turbadores de su pasado al otro lado de ese umbral de piedra y dejarlos allí almacenados, en el modelo del palacio de la memoria que tanto se había empleado en... ¿Cuándo? ¿En el siglo XVIII? Asocias las cosas que deseas recordar con estancias imaginarias, y cuando necesitas rememorarlas con total exactitud entras en esa estancia.
Constance dispone, pues, de una bodega desocupada en Alphinlandia, dentro del recinto de la fortaleza actualmente gobernada por Zymri el del Puño Inflexible —aliado suyo—, y la ha destinado para Gavin en exclusiva. Y puesto que una de las reglas de Alphinlandia ha sido no permitirle nunca a Ewan cruzar el umbral de piedra, jamás encontrará esa bodega ni descubrirá a quién tiene Constance escondido en su interior.
El caso es que Gavin está encerrado en un tonel de roble de la bodega. Allí no sufre, aunque objetivamente tal vez merecería hacerlo. Pero Constance ha procurado perdonar a Gavin, así que está prohibido torturarlo. Lo que ha hecho es mantenerlo en un estado de animación suspendida. De vez en cuando Constance se da una vuelta por la bodega, le ofrece a Zymri algún obsequio con el que cimentar su alianza —un tarro de alabastro lleno de pillastres xnámicos a la miel, un collar de garras de cianorino—, pronuncia el conjuro que abre la tapa del tonel y echa un vistazo a su interior. Gavin dormita plácidamente. Siempre estuvo muy guapo con los ojos cerrados. El tiempo no ha hecho mella en él desde que lo vio por última vez. Todavía le duele recordar aquel día. Después coloca la tapa del tonel de nuevo en su sitio, pronuncia el conjuro al revés y vuelve a encerrar a Gavin hasta la próxima vez que le apetezca pasarse por allí y echarle un vistazo.
En la vida real, Gavin recibió varios galardones por su poesía y más adelante obtuvo una plaza de titular en la Universidad de Manitoba como profesor de Creación Literaria, si bien una vez jubilado trasladó el campamento a Victoria, en la Columbia Británica, donde disfruta de unas hermosas vistas a la puesta de sol sobre el Pacífico. Constance recibe cada año una felicitación navideña suya; bueno, suya y de su tercera y mucho más joven esposa, Reynolds. ¡Reynolds, qué nombre más absurdo! Suena a marca de tabaco de los años cuarenta, cuando los cigarrillos todavía se daban tono.
Reynolds firma esas tarjetas en nombre de ambos —Gav y Rey, se hacen llamar— y ad