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Dedicatoria
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Agradecimientos
Créditos
A mis hijos
1
La carretera viraba a derecha e izquierda con un ritmo que hacía que a Audra Kinney le pesaran más y más los párpados a medida que iban pasando los hitos de los kilómetros. Ya había dejado de contarlos: sólo volvían más lento el viaje. Sus nudillos se quejaron cuando, con las palmas sudorosas, estiró los dedos en el volante.
Gracias a Dios, unos meses atrás había hecho revisar el aire acondicionado de su coche familiar, ya con ocho años a cuestas. Los veranos en Nueva York podían ser calurosos, pero no como aquí, no como en Arizona. «Es un calor seco», decía la gente. «Ya, seco como la superficie del sol», pensaba ella. Incluso a las cinco y media de la tarde, incluso con aquel aire que salía por las rejillas de ventilación, lo bastante frío como para ponerle la carne de gallina, si acercaba los dedos a la ventanilla su mano retrocedía como ante una tetera ardiendo.
—Mami, tengo hambre —se quejó Sean desde el asiento trasero.
Esa voz lastimera revelaba que estaba cansado y de mal humor, y que probablemente iba a ponerse difícil. Louise dormía junto a él en su sillita, con la boca abierta y el flequillo rubio empapado en sudor y pegado a la frente. En sus brazos iba Gogo, o los maltrechos restos del conejo de peluche que tenía desde que era un bebé.
Sean era un buen chico: todo el que lo conocía solía decirlo. Pero ese buen talante nunca se había hecho tan evidente como aquellos últimos días. Se le había exigido mucho y había aguantado. Audra lo miró a través del retrovisor: tenía las facciones afiladas de su padre, y también su pelo rubio, pero sus brazos y piernas eran largos como los de ella. Y aquellos últimos meses se habían alargado aún más, recordándole que su hijo, a punto de cumplir los once años, se acercaba ya a la pubertad. Se había quejado muy poco desde que habían salido de Nueva York, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias, y además había sido de mucha ayuda con su hermanita. De no ser por él, Audra podría haberse vuelto loca en aquella carretera.
¿Podría?
Lo que estaba haciendo, de por sí, no tenía nada de cuerdo.
—Hay un pueblo unos kilómetros más allá, podemos conseguirnos algo de comer, y con un poco de suerte habrá un sitio en el que quedarnos a pasar la noche.
—Espero que sí —contestó Sean—, no quiero dormir en el coche otra vez.
—Yo tampoco.
Como si le hubieran marcado la entrada, el dolor apareció entre los omoplatos de Audra. Dormir en el coche le había pasado factura: era como si los músculos de su espalda se le hubieran descosido, como si se estuviese abriendo y el relleno estuviera a punto de salírsele por las costuras.
—¿Cómo vais de agua ahí atrás? —preguntó mirando a Sean a través del retrovisor. Lo vio bajar la vista y le llegó el ruido del agua en la botella de plástico.
—A mí me queda un poquito, Louise ya se ha bebido la suya.
—Muy bien. Conseguiremos más en cuanto paremos.
La atención de Sean volvió a centrarse en el mundo que pasaba ante su ventanilla: elevaciones rocosas cubiertas de matorrales que se alejaban ondulantes de la carretera, cactus que recordaban a centinelas o a soldados que se rindieran levantando los brazos. Y sobre ellos, un manto de un azul intenso con leves pinceladas de blanco y trazos amarillentos allí donde el sol seguía su trayecto hacia el oeste y el horizonte. Un paraje precioso a su manera. Audra se habría empapado de él y habría sabido disfrutar del paisaje si las cosas hubiesen sido distintas.
Si no hubiera tenido que salir huyendo.
Aunque en realidad no tenía por qué huir. De hecho, podría haber dejado que las cosas siguieran su curso, pero la espera había sido una verdadera tortura: los segundos, los minutos, las horas sin saber nada... Así que hizo las maletas y salió corriendo. Como una cobarde, eso diría Patrick. Siempre le decía que era una mujer débil, aunque enseguida añadiera que la amaba.
Audra recordó uno de aquellos momentos. Estaban abrazados en la cama, el pecho de su marido se apoyaba en su espalda y con la mano le cubría un seno. Patrick dijo que la amaba, que, a pesar de todo, la quería; como si ella, una mujer como ella, no mereciera su amor. La lengua de su marido era como un dulce puñal, tan dulce que ella ni siquiera notaba que la había herido hasta mucho después, cuando yacía despierta con sus últimas palabras dando vueltas todavía en su cabeza, dando vueltas como piedras en un frasco de cristal, repiqueteando como...
—¡Mamá!
Un camión se les echaba encima haciendo luces. Audra dio un volantazo hacia la derecha para volver a su carril y el camión pasó a su lado con el conductor lanzándole una mirada asesina. Ella negó con la cabeza, parpadeó para quitarse la áspera sequedad de los ojos e inspiró profundamente.
Tampoco era que les hubiera ido de un pelo, pero había faltado poco. Audra maldijo por lo bajo.
—¿Estáis bien? —quiso saber.
—Ajá —contestó Sean con aquella voz gutural que siempre le salía cuando no quería que ella supiera que estaba asustado—. Creo que deberíamos parar pronto.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Louise en tono soñoliento.
—Nada —respondió Sean—, vuelve a dormirte.
—¡Pero si no tengo sueño! —se quejó ella. Luego tosió con aspereza. Llevaba tosiendo así desde aquella mañana temprano y aquella tos parecía volverse más persistente con el paso de las horas.
Audra observó a su hija a través del espejo. Que Louise cayera enferma era lo último que necesitaba ahora mismo. Siempre había sido más enfermiza que su hermano, y además era menuda para su edad y un poco flacucha. Abrazando con fuerza a Gogo, la pequeña echó la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos.
El coche ascendió y llegaron a un gran altiplano. El desierto se extendía a su alrededor y unas cumbres se alzaban en el norte. ¿Serían los montes San Francisco o las Montañas de la Superstición? Audra no lo sabía: tendría que echar un vistazo al mapa para confirmarlo. Aunque tampoco importaba ahora mismo: lo único importante era la pequeña tienda que se veía más allá, a un lado de la carretera.
—Mamá, mira.
—Sí, ya la veo.
—¿Podemos parar?
—Claro.
Quizá tendrían café. Una buena taza de café bien cargado le permitiría conducir sin problemas durante los kilómetros que quedaban. Audra puso el intermitente para indicar que giraba a la derecha, tomó la vía lateral y luego cruzó de nuevo la carretera salvando la rejilla que impedía el paso del ganado a la pequeña explanada de tierra de un patio delantero. En el letrero de la tienda, en grandes letras rojas sobre un tablero blanco, se leía COMESTIBLES Y GRABADOS. Era una estructura de madera recorrida en toda su longitud por un porche con bancos; tras los cristales polvorientos de las oscuras ventanas se distinguían apenas unos débiles puntos de luz.
Cuando Audra se dio cuenta de que el único vehículo aparcado delante era un coche patrulla, ya era demasiado tarde. Desde ahí no podía distinguir si se trataba de un policía de carretera o del sheriff del condado.
—Mierda —soltó.
—Mamá, has dicho una palabrota.
—Lo sé, perdona.
Audra redujo la velocidad y la grava y la arenilla crujieron bajo las ruedas del coche familiar. ¿Debería dar la vuelta y salir de nuevo a la carretera? No: el sheriff o quien fuera que estuviera en aquel coche ya habría advertido su llegada para entonces; dar media vuelta levantaría sospechas y el poli se fijaría en ella.
Se detuvo delante de la tienda, tan lejos como pudo del coche patrulla sin que pareciera que guardaba las distancias. El motor vibró antes de apagarse y Audra se llevó la llave a los labios mientras pensaba: «Baja y ve en busca de lo que te haga falta, ¿qué tiene eso de malo? Nada: sólo soy alguien que necesita un café y quizá un par de refrescos y unas patatas fritas.»
Durante los últimos días había tenido plena conciencia de cada vehículo policial que veía. ¿Estarían buscándola? El sentido común le decía que no, que era algo muy improbable. Tampoco es que fuera una fugitiva, ¿no? Aun así, una pequeña y aterrada parte de su cerebro se aferraba al miedo y se empeñaba en decirle que estaban observándola, buscándola, incluso dándole caza.
Aunque si estuvieran buscando a alguien, sería a los niños.
—Espera aquí con Louise —dijo.
—Pero yo también quiero ir... —se quejó Sean.
—No discutas: necesito que cuides de tu hermana.
—Vaaale.
—Buen chico.
Cogió el bolso del asiento del acompañante y las gafas de sol del portabebidas. Cuando abrió la puerta, entró una bocanada de calor. Se bajó lo más deprisa que pudo y cerró para no dejar entrar el aire caliente. En cuanto salió, notó la fuerza del sol en las mejillas y los antebrazos: su piel clara y pecosa no estaba acostumbrada a semejante temperatura. El poco protector solar que tenía lo había utilizado para los niños, pero prefería quemarse y ahorrarse el dinero.
Cuando se puso las gafas de sol, se permitió observar brevemente el coche patrulla: una persona sentada al volante, imposible decir si era hombre o mujer. En el distintivo se leía: OFICINA DEL SHERIFF – CONDADO DE ELDER. Dio una vuelta completa sobre sí misma para estirar las piernas y contempló las colinas que se elevaban detrás de la tienda, la carretera desierta, la ondulante maleza que se extendía hacia el otro lado del altiplano. Al completar el círculo, echó otro vistazo al coche del sheriff: el conductor tomaba un trago de algo y no parecía prestarle atención.
Llegó al porche de hormigón, lo recorrió hasta la puerta y sintió la oleada de aire acondicionado al abrirla. Pese a su frescor, la corriente que escapó olía a aire viciado. Dentro, la penumbra la obligó a subirse las gafas de sol sobre la cabeza y, aunque hubiera preferido dejárselas puestas, se dijo que más valía que la recordaran por comprar agua que por andar tropezando con las cajas.
Sentada tras el mostrador, en el otro extremo de la tienda, una anciana con el pelo teñido de negro tenía un bolígrafo en una mano y una revista de crucigramas en la otra. No hizo ningún gesto para ver al cliente que acababa de entrar, lo cual a Audra le pareció perfecto.
Un refrigerador lleno de botellas de agua y de refrescos zumbaba en una de las paredes. Audra cogió tres botellas de agua y una de Coca-Cola.
—Perdone —dijo dirigiéndose a la anciana.
Sin levantar la cabeza, la mujer contestó:
—¿Mmm?
—¿Tienen cafetera?
—No, señorita. —La anciana señaló con el bolígrafo hacia el oeste—. En Silver Water, a unos ocho kilómetros siguiendo por ahí, hay una cafetería. Tienen un café bastante decente.
Audra se acercó al mostrador.
—Muy bien. Sólo esto, entonces.
Cuando dejó las cuatro botellas sobre el mostrador, se fijó en la vitrina de la pared. Había diez o doce pistolas de diferentes formas y tamaños: revólveres y semiautomáticas, por lo que ella sabía. Audra había pasado toda la vida en la Costa Este y, pese a saber que Arizona era la tierra de las armas, aquella visión le resultó alarmante. «Un refresco y una semiautomática, por favor», pensó, y la idea casi la hizo soltar una risotada.
La mujer registró las bebidas en la caja y Audra empezó a hurgar en el bolso temiendo por un instante haberse quedado sin dinero en efectivo. Por suerte, encontró un billete de diez doblado dentro de un recibo de supermercado, lo tendió y esperó a que le dieran el cambio.
—Gracias —dijo recogiendo las botellas.
—Mmm.
Durante aquel pequeño intercambio, la anciana apenas la había mirado y Audra se alegró de que fuera así. Si alguien le preguntaba, tal vez se acordaría de una mujer alta y con el pelo castaño rojizo, o tal vez no. Fue hasta la puerta y salió al muro de calor. Sean la miraba desde el asiento trasero del coche y Louise seguía durmiendo a su lado. Audra volvió a buscar con la mirada el coche patrulla.
Ya no estaba.
Vio una mancha oscura en el suelo, allí donde el poli había derramado la bebida, y el ligero rastro de unos neumáticos en la grava. Se protegió los ojos con la mano y observó los alrededores; nada, el coche había desaparecido. El alivio que sintió a continuación la sorprendió: no se había dado cuenta de hasta qué punto la presencia de aquel vehículo policial la ponía nerviosa.
«Da igual. Vuelve a la carretera, ve hasta esa ciudad que ha mencionado la mujer y encuentra algún sitio donde pasar la noche.»
Audra se dirigió a la puerta trasera del coche por el lado de Louise y la abrió. Se agachó, le tendió una botella de agua a Sean y luego acarició a su hija para despertarla. La pequeña soltó un gruñido y movió las piernas.
—Despierta, cariño.
Louise se frotó los ojos y parpadeó mirando a su madre.
—¿Qué?
Audra quitó el tapón y acercó la botella a los labios de Louise.
—No quiero —dijo la niña con un gemido ronco.
Su madre hizo un poco de presión con la botella en la boca de Louise.
—Aunque no quieras, tienes que beber.
Inclinó la botella y un hilillo de agua se vertió entre los labios de la niña, que soltó a Gogo y se la arrancó de la mano para beber con fruición.
—¿Lo ves? —dijo Audra; entonces miró a Sean—. Bebe tú también.
Sean hizo lo que le decía mientras ella se sentaba al volante. Se alejó marcha atrás de la tienda, dio media vuelta y condujo hacia la rejilla para el ganado hasta salir a la carretera. No pasaba ningún coche y no tuvo que esperar en el cruce. El motor rugió mientras la tienda se encogía en el espejo retrovisor.
Los niños seguían callados, sólo se oía el ruido que hacían al beber y sus gemidos de satisfacción. Audra sostuvo la botella de Coca-Cola entre los muslos mientras desenroscaba el tapón y luego dio un largo trago sintiendo cómo las frías burbujas le provocaban un cosquilleo en la lengua y la garganta. Sean y Louise se rieron a carcajadas cuando soltó un eructo y ella se volvió para sonreírles de oreja a oreja.
—Ése ha sido bueno, mamá —dijo Sean.
—Sí, ha sido de los buenos —repitió Louise.
—Encantada de complaceros —replicó Audra mirando de nuevo hacia la carretera.
Todavía no había rastro del pueblo. Estaba a unos ocho kilómetros, según había dicho la anciana, y Audra había contado ya tres hitos, de modo que aún faltaba un poco. Imaginó un motel bonito y limpio, con ducha («Ay, Dios mío, una ducha») o, mejor incluso, con bañera. Se concedió la fantasía de una habitación de motel con televisión por cable donde los niños vieran dibujos animados mientras ella disfrutaba de un baño caliente dejando que el agua se llevara la suciedad, el sudor y el peso de todo lo ocurrido.
Pasaron un hito más y dijo:
—Ya no falta mucho, tres o cuatro kilómetros más, ¿de acuerdo?
—Genial —contestó Sean.
Louise levantó ambas manos y soltó un «¡bien!» en voz baja.
Audra volvió a sonreír sintiendo ya el agua de la ducha en su piel.
Justo en ese momento, su mirada cruzó el espejo retrovisor y vio que el coche patrulla los seguía.
2
Tuvo la sensación de que unas manos frías le aferraban los hombros y su corazón empezó a latir con fuerza.
—No dejes que te invada el pánico... —dijo en un susurro.
Sean se inclinó hacia adelante.
—¿Qué?
—Nada. Siéntate bien y asegúrate de llevar puesto el cinturón como es debido.
«No dejes que te invada el pánico. Es posible que no te esté siguiendo. Limítate a controlar la velocidad, no le des motivos para pararte.» La atención de Audra iba del cuentakilómetros a la carretera que tenía delante; mantuvo la aguja en torno a los noventa por hora mientras trazaba otra serie de curvas.
El coche patrulla guardaba las distancias: unos cincuenta metros, sin ganar terreno ni rezagarse. Continuaba ahí, siguiéndolos. Sí, los seguía, no cabía duda. Audra tragó saliva, aferró fuertemente el volante y notó el cosquilleo del sudor que resbalaba por su espalda...
«Tómatelo con calma», se dijo. «No pasa nada, no están buscándote.»
La carretera se había convertido en una larga recta y discurría bajo hileras de cables tendidos entre las torres de alta tensión que la flanqueaban. El asfalto parecía volverse más áspero a medida que avanzaban y el coche traqueteaba ligeramente. De nuevo había montañas en el horizonte. Clavó la vista en ellas: un punto en el que concentrar sus pensamientos.
«Ignora a ese poli, limítate a mirar al frente.»
Pero el vehículo empezaba a crecer en el retrovisor: el coche del sheriff se acercaba. Ahora podía incluso distinguir al hombre que lo conducía: cabeza grande, hombros anchos, dedos gruesos al volante...
«Quiere adelantarme», se dijo. «Vamos, pásame.»
Pero no la adelantó.
Otro kilómetro más y un letrero en el que se leía: SILVER WATER – PRÓXIMA SALIDA A LA DERECHA.
—Tomaré el desvío —dijo Audra—, saldré y él seguirá recto.
—¿Qué? —preguntó Sean.
—Nada, bébete el agua.
Un poco más allá se veía la salida.
Tendió la mano hacia la palanca del intermitente, pero antes de que sus dedos pudieran tocarla, oyó el ulular electrónico de la sirena una sola vez. A través del retrovisor, vio parpadear las luces azules y rojas.
—No...
Sean estiró el cuello para mirar a través de la luna trasera.
—Mami, es la policía.
—Ajá.
—¿Va a hacernos parar?
—Eso parece.
Otro breve ulular de la sirena y el coche patrulla cambió de carril y aceleró hasta quedar a la altura del familiar. La ventanilla del acompañante descendió y el conductor señaló hacia un lado de la carretera.
Audra asintió, puso el intermitente y se metió en el arcén levantando tierra y polvo a su paso. El coche de policía redujo y se colocó detrás. Ambos vehículos se detuvieron, tan envueltos en polvo que Audra apenas podía ver el otro coche, excepto por las luces que aún giraban y parpadeaban.
Louise volvió a revolverse en su asiento.
—¿Qué pasa?
—Nos ha parado la policía —contestó Sean.
—¿Nos hemos metido en líos? —quiso saber la niña.
—No —respondió Audra, quizá con demasiada firmeza para resultar convincente—. Nadie se ha metido en líos. Seguro que no es nada. Quedaos ahí sentados y dejad que mamá se ocupe de esto.
Cuando el polvo se hubo disipado, vio que la puerta del coche patrulla se abría y que el poli se apeaba. Se detuvo unos instantes, se ajustó el cinturón, con la culata del arma asomando de la pistolera, y luego se inclinó de nuevo hacia el interior del coche para coger el sombrero. Era un hombre de mediana edad, unos cincuenta o cincuenta y cinco años, y con el pelo oscuro salpicado de canas. De constitución robusta, aunque no gordo, y con unos brazos poderosos: la clase de tipo que podría haber jugado al fútbol americano en su juventud. Sus ojos quedaban ocultos por unas gafas de espejo y después de calarse el sombrero de ala ancha, del mismo tono ocre que el uniforme, se llevó una mano a la culata de la pistola y se acercó por el lado del conductor.
—Mierda —susurró Audra.
Durante todo el trayecto desde Nueva York habían ido por carreteras secundarias siempre que podían, evitando las autopistas, y no los habían parado ni una sola vez. Y ahora esto, tan cerca ya de California. Aferró con fuerza el volante para contener su nerviosismo.
El poli se detuvo ante la ventanilla de Louise y agachó la cabeza para echar un vistazo a los niños. Luego se plantó ante la de Audra, dio unos golpecitos en el cristal e hizo un gesto circular con la mano, indicándole que la bajara. Ella accionó el botón en la puerta y lo sostuvo mientras la ventanilla zumbaba y gemía.
—Buenas tardes, señora, haga el favor de apagar el motor.
«Actúa como si tal cosa», se dijo Audra mientras giraba la llave del contacto. «Todo va a salir bien, conserva la calma y ya está.»
—Buenas tardes —saludó—. ¿Ocurre algo, agente?
En la etiqueta sobre la placa se leía: SHERIFF R. WHITESIDE.
—Permiso de conducir y papeles del coche, por favor —repuso él con los ojos todavía ocultos por las gafas.
—Están en la guantera —contestó ella señalándola.
El poli asintió. Moviéndose despacio, Audra alargó la mano y apretó el botón de la cerradura; un batiburrillo de mapas, papeles y basura amenazó con caer hacia el asiento. Tras hurgar unos instantes, encontró los documentos. El hombre los estudió con rostro inexpresivo mientras las manos de ella volvían a asir el volante.
—¿Audra Kinney?
—Sí, exacto.
—¿Señora o señorita?
—Señora, supongo.
—¿Lo supone?
—Estoy separada, todavía no divorciada.
—Ya veo —dijo el policía devolviéndole los documentos—. Está muy lejos de casa.
Ella cogió los papeles y se los puso en el regazo.
—Vamos de viaje, a visitar a unos amigos en California.
—Ajá... —masculló el policía—. ¿Va todo bien, señora Kinney?
—Sí, por supuesto, todo bien.
El policía apoyó una mano en el techo del coche, se inclinó un poco y habló con voz gutural y arrastrando las palabras.
—Es que me parece un poco nerviosa, ¿tiene algún motivo para estarlo?
—No —contestó ella, consciente de que la mentira se le veía en la cara—. Es sólo que me pone nerviosa que me pare la policía.
—Le pasa a menudo, ¿no es eso?
—No... Sólo quería decir que las veces que me han parado me he...
—Supongo que querrá saber por qué la he parado hoy.
—Pues sí... quiero decir... no creo haber...
—La razón de que la haya parado es que el coche va sobrecargado.
—¿Sobrecargado?
—El eje trasero soporta demasiada presión, ¿por qué no se baja del vehículo y echa un vistazo?
Antes de que ella pudiera responder, el sheriff abrió la puerta y dio un paso atrás. Audra permaneció inmóvil, sentada con los papeles en el regazo, alzando la vista hacia él.
—Le he pedido que se apee del vehículo, señora.
Audra dejó el permiso de conducir y los documentos del coche en el asiento de al lado y se quitó el cinturón de seguridad.
—¿Mamá?
Se volvió hacia Sean:
—No pasa nada, sólo tengo que hablar un momento con el agente. Ahora mismo vuelvo, ¿vale?
Sean asintió y volvió a centrar su atención en el sheriff. Audra bajó y una vez más sintió el feroz ardor del sol en la piel.
El sheriff señaló hacia los neumáticos mientras rodeaba el coche hasta la parte trasera.
—¿Lo ve? No hay suficiente espacio entre el neumático y el arco de la rueda.
Apoyó las manos en el techo y presionó hacia abajo, haciendo que el vehículo se bamboleara sobre la suspensión.
—Mire esto. Las carreteras de por aquí no están bien, no hay dinero para mantener el asfalto en condiciones. Como se meta de lleno en un bache, va a tener verdaderos problemas. He visto a mucha gente perder el control del coche por una cosa así: se les revienta un neumático, se les rompe el diferencial o sabe Dios qué, y acaban volcando en una zanja o chocando contra un camión que viene por el otro carril. Y eso es de lo más desagradable, créame. No puedo permitir que siga con el coche así.
Audra sintió una oleada de tembloroso alivio: ese sheriff no sabía quién era, no estaba buscándola. Aun así, esa sensación quedó atenuada de inmediato por la insistencia del poli en retenerla. Necesitaba seguir viaje, pero no podía correr riesgos con aquel tipo.
—Me queda muy poco camino por delante —dijo señalando hacia el desvío cercano—. Voy a pasar la noche en Silver Water, allí podré librarme de unas cuantas cosas.
—¿Silver Water? ¿Se alojará en la pensión de la señora Gerber?
—Aún no lo tengo decidido...
El sheriff negó con la cabeza.
—Sea como sea, Silver Water todavía queda a un par de kilómetros y la carretera es estrecha, con cambios de rasante y curvas pronunciadas. De aquí hasta allí podrían pasarle muchas cosas... Le diré qué vamos a hacer: coja las llaves y véngase aquí detrás... Apártese de la carretera, por favor.
—Si me permitiera seguir un poco más, creo que...
—Señora, trato de serle de ayuda. Ahora limítese a coger las llaves del coche, como le he dicho, y venga a la parte trasera.
Audra se inclinó para pasar ante el volante y sacó las llaves del contacto.
—Mamá, ¿qué pasa? —quiso saber su hijo—. ¿Qué quiere?
—Todo bien, Sean, no pasa nada. Resolveremos este asunto en un instante. Tú quédate aquí quieto y ocúpate de tu hermana. ¿Podrás hacer eso por mí?
Sean cruzó los dedos.
—Sí, mamá.
—Buen chico —contestó Audra, y le guiñó un ojo.
Volvió con las llaves hasta donde la esperaba el sheriff —Whiteside, ¿no era eso?— y se las dio.
—Haga el favor de apartarse de la carretera —dijo él señalando la franja de tierra en el arcén—. No queremos que alguien se la lleve por delante, ¿no?
Audra hizo lo que le decía. Sean y Louise se retorcieron en sus asientos para mirar a través de la luna trasera.
Whiteside abrió el maletero.
¿Tenía permitido hacer eso? ¿Abrirlo así, sin más, y echar un vistazo dentro? Audra se llevó una mano a la boca y guardó silencio mientras el policía observaba las cajas, las bolsas con ropa y las dos cestas llenas de juguetes.
—Le diré qué puedo hacer por usted —concluyó él dando un paso atrás y poniendo los brazos en jarras—. Trasladaré parte de estas cosas a mi coche para aligerar un poco el peso y la seguiré hasta Silver Water... Diría que la señora Gerber va a alegrarse de tener un cliente. Luego ya verá usted cómo se las apaña; tendrá que deshacerse de unas cuantas cosas, eso está claro. Hay una tienda benéfica, estoy seguro de que allí podrán ayudarla. Este pedazo de tierra es el más pobre de todo el estado y esa tienda es prácticamente la única que sigue abierta. Bueno, vamos a ver qué lleva aquí.
Whiteside se inclinó y levantó una caja para apoyarla en el borde del maletero. En la parte superior había sábanas y mantas dobladas. Debajo, todo eran toallas y ropa de cama, según recordaba Audra. Había metido las fundas de edredón y de almohada favoritas de los niños: La guerra de las galaxias para Sean, Doctora Juguetes para Louise... Vio los vivos tonos pastel cuando el sheriff empezó a hurgar en la caja.
Estaba a punto de preguntarle por qué estaba mirando ahí dentro cuando él se le adelantó.
—Señora, ¿qué es esto?
El sheriff se había incorporado, pero siguió apartando la ropa de cama que había en la caja con la mano izquierda. Por unos instantes, Audra permaneció inmóvil; su mente era incapaz de conectar aquella pregunta con una respuesta lógica.
—Sábanas y cosas de ese estilo... —contestó Audra finalmente.
El policía señaló el interior de la caja con la mano derecha.
—¿Y esto?
El miedo se encendió en ella como una luz. Creía haber estado asustada, pero no, aquello sólo había sido simple preocupación. Esto de ahora sí era miedo. Algo iba terriblemente mal y no conseguía entender qué era.
—No sé a qué se refiere... —contestó sin poder impedir que le temblara un poco la voz.
—Quizá debería echar un vistazo.
Audra se acercó a él con pasos lentos haciendo crujir la grava y la tierra bajo sus zapatillas deportivas. Se asomó para mirar en las oscuras entrañas de la caja. Había una forma allí que no con