Caminar

Erling Kagge

Fragmento

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Un día mi abuela ya no pudo andar.

Ese día murió. Físicamente vivió un poco más, pero las prótesis que le habían puesto para sustituir a sus viejas rodillas terminaron por desgastarse y ya no soportaban el peso de su cuerpo. Tumbada en la cama perdió la fuerza muscular.

Su sistema digestivo falló. Su corazón latía más despacio y respiraba con dificultad. Los pulmones absorbían cada vez menos oxígeno. En sus últimos momentos jadeaba en busca de aire.

En aquel tiempo yo vivía con dos de mis hijas. La más joven, Solveig, apenas contaba trece meses. Mientras su bisabuela se encogía despacio y adoptaba una posición fetal, Solveig sintió que había llegado la hora de aprender a andar. Al levantar los brazos por encima de la cabeza y agarrarse a mis dedos, era capaz de avanzar a trompicones por el salón. Cada vez que Solveig se soltaba e intentaba dar unos pasos sola, descubría qué era arriba y abajo, la diferencia entre largo y corto. Cuando tropezaba y se golpeaba la frente con la esquina de la mesa del salón, notaba que algunas cosas están duras y otras blandas. Puede que empezar a andar sea lo más peligroso que tengas que hacer en tu vida.

Con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, pronto fue capaz de recorrer el salón ella sola. Insegura, daba pasos cortos y sin ninguna coordinación. Las primeras veces que la observé, me llamó la atención su modo de separar los dedos de los pies. Parecían querer agarrarse al suelo del salón. «El pie del niño aún no sabe que es pie, y quiere ser mariposa o manzana», así empieza el poema de Pablo Neruda «Al pie desde su niño».

De pronto, con paso algo más seguro, salió por la puerta abierta hacia el jardín. Entonces sus pies ya no solo mantenían contacto con el suelo, sino con la superficie de la Tierra. Hierba, piedras, tierra y, enseguida, asfalto.

Al caminar expresaba mejor un poco de su personalidad, de su carácter, de su curiosidad y de su fuerza de voluntad. Puede que me equivoque, pero cuando veo a un niño aprender a andar, estoy aún más seguro de que la satisfacción de descubrir y de controlar es la fuerza más poderosa que existe. Poner un pie delante del otro, tantear, pasarse de la raya, forma parte de nuestra naturaleza. Explorar no es algo que empecemos a hacer, sino que es algo que dejamos de hacer.

Cuando mi abuela nació en Lillehammer, noventa y tres años antes que Solveig, mis antepasados todavía se servían de las piernas para desplazarse de un lugar a otro. Si mi abuela quería ir lejos, podía coger el tren, pero no tenía muchos motivos para alejarse de Lillehammer. Al contrario, el mundo acudía a ella. Durante su juventud llegaron a Oppland coches, bicicletas y aviones fabricados en serie. La abuela me contó que el abuelo le había pedido que fuera con él a Mjøsa para contemplar juntos un avión. Lo describía todo tan entusiasmada que cualquiera diría que hacía muy poco que había ocurrido. El cielo ya no estaba reservado para los pájaros y para los ángeles.

El Homo sapiens siempre ha caminado. Desde que hace setenta mil años nuestros ancestros partieran del este de África, nuestra historia ha girado en torno al hecho de andar. El bipedismo, caminar sobre dos piernas, sentó las bases de lo que somos hoy. Nuestra especie cruzó la península de Arabia, continuó a pie camino del Himalaya y se extendió hacia el este, a través de Asia, por el estrecho de Bering, y a través de América, o hacia el sur, hasta Australia. Otros caminaron hacia el oeste y llegaron a Europa, y por fin hasta arriba del todo, hasta Noruega. Estos primeros humanos eran capaces de ir muy lejos a pie, de emplear nuevos métodos de caza en zonas más extensas y de tener más experiencias. Esta manera de vivir hizo que su cerebro se desarrollara más deprisa que el de cualquier otro ser. Primero caminamos, más adelante aprendimos a encender el fuego y a cocinar los alimentos, y después desarrollamos el lenguaje.

Las lenguas que los seres humanos crearon constituyen el reflejo de que la vida no es más que un largo recorrido a pie. En sánscrito, cuyo origen se encuentra en la India y es una de las lenguas más antiguas, se utiliza la palabra gata para aludir al pasado, «lo que hemos caminado», y anagata, «aquello a lo que aún
no hemos llegado», para referirse al futuro. Gata está emparentado lingüísticamente con el noruego gått (caminado). En sánscrito el presente se expresa de una forma tan natural como «lo que ocurre ante nosotros», prayutpanna.

He dado innumerables paseos.

Paseos breves, largas caminatas. He salido andando de ciudades y he entrado caminando en ellas. He andado de día y de noche, he dejado atrás amores y me he acercado a ver a amigos. He caminado por bosques y montañas, sobre mesetas heladas y sobre yermos creados por los seres humanos. He caminado y me he aburrido, he andado para escapar de la ansiedad. He caminado con dolor, he andado feliz; pero, sin importar dónde, ni por qué, he caminado y caminado. He ido, literalmente, hasta el fin del mundo.

Todos los recorridos son diferentes, pero cuando miro atrás, descubro un rasgo que comparten todas mis caminatas: un silencio interior. El andar y el silencio van unidos. El silencio es abstracto; caminar, algo concreto.

Hasta que creé una familia, tuve un hogar y un trabajo, nunca me pregunté por qué resultaba tan importante andar. Sin embargo los niños y las niñas querían una respuesta: ¿por qué tenemos que caminar cuando se llega antes en coche? También los adultos con los que hablaba solían preguntarse lo mismo: ¿qué sentido tiene desplazarse despacio de un lugar a otro?

Hasta ahora he intentado ofrecer la típica respuesta, aquella a la que uno recurre porque es rápida, es decir, lo contrario de la propia esencia de caminar, que es la lentitud: afirmo que quien camina, vive más. La memoria mejora, la presión sanguínea se reduce, se enferma con mucha menor frecuencia. Sin embargo, cada vez que repetía esto sabía que solo era cierto en parte. Ni que decir tiene que andar supera cualquier lista de efectos beneficiosos que podrías leer en un anuncio de vi­taminas. Así pues, ¿qué falta?

¿Por qué caminamos? ¿De dónde partimos y hacia dónde nos dirigimos?

Creo que todos tenemos nuestra propia respuesta. Aunque tú y yo paseemos juntos, nuestras experiencias siempre serán diferentes.

Después de calzarnos y de dejar que los pensamientos vaguen, estoy seguro de algo: poner un pie delante del otro es uno de los actos más importantes que realizamos.

Así que: caminemos.

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© Raffaello Pellizzon.

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