El valle pintado

Reina González Rubio

Fragmento

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Capítulo 1

Sentada sobre una roca en el mirador Powell Point del Gran Cañón del Colorado, en Arizona, al borde del impresionante acantilado, Sara contempló el abrumador paisaje que se extendía bajo sus pies y por un instante se quedó sin aliento, cerró los ojos y dejó que los últimos rayos de sol acariciaran su rostro durante unos segundos; al entreabrirlos observó una estela de colores naranjas, rojos y rosados, difuminados en la grandiosidad de aquel cielo que se perdía hacia el infinito.

Quiso hacer de ese instante la eternidad al sentir, de forma sutil, el calor del sol que acariciaba su piel y contemplar la asombrosa postal natural que apreciaban sus ojos.

Contrajo su rosto en un amago de sonrisa y, a pesar de todo, se alegró de estar allí para poder vivir ese momento casi mágico. Recordó que ese viaje, realizado a regañadientes, le pareció una auténtica locura porque estaba tan decaída que no tenía fuerzas para hacer turismo en otro continente. Un sentimiento de perpetuo cansancio la envolvía de continuo dejándola exhausta incluso para salir a dar un paseo por las calles de su barrio. Fernando, su marido, pensó en esa pequeña aventura para sacarla de la depresión que la estaba hundiendo y de la que, por mucho empeño que pusiera, no lograba escapar.

Su particular calvario comenzó cuando se dio cuenta que su cuerpo se negaba a acoger un hijo en su útero. Creía que tener un bebé era un acto natural para el género femenino hasta que descubrió que a ella le estaba vetado. Sus periodos menstruales siempre habían sido muy irregulares e imprevisibles. Su ginecólogo activó su ciclo ovárico mediante inyecciones con el fin de obtener una gestación de forma natural.

No lo logró y ese fue su primer fracaso.

Sin recuperarse aún, ni física ni psíquicamente de esa desilusión, iniciaron una tanda de inseminaciones que tampoco dieron resultado. Noches de insomnio y días de estrés le producían impotencia y tristeza. Fernando seguía a su lado aunque, tal vez sin darse cuenta, ejercía una tremenda presión para que el cuerpo de Sara consiguiese gestar.

Pusieron sus esperanzas en la fecundación in vitro y eso significó aumentar la medicación y pasar por el quirófano. Fueron tres los intentos y los tres fallidos. Al terminar las sesiones sin ningún tipo de resultado positivo tanto su cuerpo como su mente quedaron exhaustos. Un mes después del último fracaso, debido al cansancio permanente que le impedía vivir con normalidad, empezó a visitar, primero a un psicólogo y después a un psiquiatra, para tratar la depresión y la ansiedad que le producía su esterilidad. Además, incapaz de llevarlo a cabo con responsabilidad, se vio obligada a dejar su empleo.

Después de tantos intentos fallidos intuyó que nunca podría ser madre biológica pero no deseaba impedir que Fernando fuera padre de un hijo que llevase sus genes. Como última esperanza recurrieron a la fecundación in vitro con donación de óvulos. Dos de los óvulos de la donante, fecundados con el esperma de su marido, se convirtieron en embriones y los implantaron en su cuerpo.

Se sentía rara al imaginar que en su útero se estaban gestando hijos extraños. Tras doce días de espera la hormona beta-HCG dio negativo; una vez más la posibilidad de embarazo se había esfumado y se sintió culpable por no ser capaz de retener a ninguno de los fetos. De nuevo la nube negra de la melancolía volvió a envolverla con su capa etérea.

Fernando preparó, casi en secreto, aquel viaje maravilloso de idílicas vacaciones en el Gran Cañón del Colorado. Una vez en Estados Unidos Sara descubrió que era un regalo enmascarado porque tenía una finalidad concreta: había reservado una cita en una agencia de Los Ángeles que se dedicaba a proveer vientres de alquiler a parejas infértiles de todos los rincones del mundo. Permitir que una mujer extraña llevase en su matriz un bebé fecundado con el óvulo de una donante y el esperma de su marido, no era la idea que siempre había tenido de su propia maternidad. Se sintió engañada y furiosa pero, otra vez, fue incapaz de levantar su voz y decir basta porque el sentimiento de culpabilidad la consumía.

Estaba enamorada de su marido desde que era casi una adolescente y conocía de sobra que una de las prioridades en su vida era ser padre; pensó que sus irregulares periodos se estabilizarían con el tiempo, eran muy jóvenes y estaban profundamente enamorados, pero al cabo de los años, y a pesar de todo el amor que sentía por él, notaba como su relación se iban desmoronando y empezó a culparse por su incapacidad de concebir.

Se levantó de la roca y una vez de pie extendió los brazos por encima de su cabeza ansiando recargar su cuerpo con la energía de los últimos rayos de sol. Miró hacia el sendero que salía para el mirador Hopi Point por el que se había alejado Fernando, pero aún no había rastro de él. Sonrió pensado que su marido estaría apurando la última luz del día para hacer alguna fotografía impresionante, una de esas con la que poder deslumbrar a los amigos en una noche de cena posvacacional.

El sonido de un mensaje entrante en el móvil de su esposo perturbó el sentimiento de paz. Cuando dejó su teléfono en el bolso de Sara comentó que esperaba un informe muy importante de la oficina que necesitaba su confirmación, miró el aparato y observó el camino por el que debía volver Fernando, pero no aparecía; debido a su demora decidió abrirlo. El aviso era de una de sus compañeras de trabajo, Beatriz, pero no era nada relacionado con la empresa sino algo particular porque en la pantalla apareció la fotografía de una ecografía con un breve texto: «Felicidades, papá, es una niña». Hizo memoria y recordó a una chica bajita y delgada con el pelo rubio con mechas, un poco tímida y con cara de ratoncillo. Sara sonrió, con la emoción para dar a conocer el sexo de su bebé se había equivocado de número de teléfono al mandar el mensaje y en vez de remitirlo a su pareja se lo había enviado a su jefe. ¡Vaya despiste!

Pensó en contestar advirtiéndole de su error cuando notó que su marido le daba un beso en la nuca.

—Hola, preciosa, he hecho unas fotos magnificas, alguna la enmarcaré para que siempre tengamos un recuerdo de este maravilloso viaje que va a ser el principio de nuestra familia —le dijo al oído.

Ella se volvió y acarició sus labios, calientes y levemente secos, con los suyos.

—Has recibido un mensaje de Beatriz, pero se ha debido confundir porque ha mandado la fotografía de una ecografía.

En ese instante el cuerpo de Fernando se tensó y ella lo supo.

—Dime que ha sido una equivocación —balbuceó en un estado incipiente de shock emocional—, por favor asegúrame que todo ha sido un malentendido.

Él no contestó y se limitó a mirarla.

—Veras… —comenzó a decir—. No sé cómo pudo ocurrir. Te juro que no fue algo premeditado, pero la tensión del trabajo y luego, ya sabes, un poco de alcohol en una fiesta de empresa y una cosa llevo a la otra. Te prometo que solo fue un momento de locura y que no significó nada para ninguno de los dos.

La recepción a la que ella no pudo asistir porque estaba en la casa llorando, destrozada física y emocionalmente, por otro fracaso en la fecundación.

—Te la follaste mientras yo estaba tirada en la cama su

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