El Mago. La historia de Thomas Mann

Colm Tóibín

Fragmento

cap-1

Lübeck, 1891 

Su madre esperaba en la planta de arriba mientras los sirvientes quitaban los abrigos, las bufandas y los sombreros a los invitados. Julia Mann permanecía en su dormitorio hasta que los habían conducido a todos al salón. Thomas observaba desde el primer rellano junto con su hermano mayor, Heinrich, y sus hermanas, Lula y Carla. Sabían que su madre no tardaría en aparecer. Heinrich tuvo que advertir a Carla de que guardara silencio, pues de lo contrario los mandarían a la cama y se perderían el momento. Su hermano Viktor, un bebé, dormía en una habitación de la planta superior. 

Julia salió del dormitorio con el cabello recogido hacia atrás de forma austera y sujeto con un lazo de colores. Llevaba un vestido blanco, y sus zapatos negros, encargados expresamente en Mallorca, eran sobrios como los de una bailarina. 

Se unió al grupo con aire desganado, como si acabara de estar a solas consigo misma en un lugar más interesante que la festiva Lübeck. 

Al entrar en el salón, Julia echaba un vistazo alrededor para elegir a una persona entre los invitados, por lo general un hombre —alguien insospechado como herr Kellinghusen, que no era ni joven ni anciano, o Franz Cadovius, quien había heredado el estrabismo de su madre, o el juez August Leverkühn, de labios finos y bigote bien recortado—, y ese hombre se convertía en el centro de su atención. 

El atractivo de Julia procedía del aura de extranjeridad y fragilidad que irradiaba con sumo encanto. 

Con todo, sus destellantes ojos reflejaban amabilidad mientras preguntaba a su invitado por el trabajo, la familia y los planes para el verano, y hablando del verano, deseaba informarse sobre la relativa comodidad de varios hoteles de Travemünde, y luego se interesaba por los grandes hoteles de localidades tan lejanas como Trouville o Colliure o algún lugar turístico del Adriático. 

Y no tardaba en plantear una pregunta inquietante. Quería saber qué opinión le merecía a su interlocutor alguna mujer normal y respetable de su círculo de conocidos. Daba a entender que la vida privada de la mujer en cuestión suscitaba controversia y conjeturas entre los burgueses de la ciudad. La joven frau Stavenhitter, o frau Mackenthun, o la anciana fräulein Distelmann. O una todavía más gris y retraída. Y cuando el desconcertado invitado manifestaba que solo podía hablar bien de la mujer y que, de hecho, no tenía nada fuera de lo común que decir de ella, la madre de Thomas declaraba que, a su ponderado juicio, el objeto de la conversación era una persona maravillosa, sencillamente encantadora, y que Lübeck era afortunada por tenerla entre sus ciudadanos. Lo decía como si fuera una revelación, algo que de momento debía mantenerse en secreto y que ni siquiera había compartido con su marido, el senador. 

Al día siguiente corría la voz sobre la conducta de la madre de Heinrich y Thomas y sobre quién había merecido sus comentarios, hasta el punto de que ellos se enteraban por sus compañeros de instituto, como si se tratara de una función de una obra de teatro novísima, recién llegada de Hamburgo. 

Por las noches, si el senador se hallaba en una reunión, o bien cuando Thomas y Heinrich, tras practicar con el violín y cenar, ya estaban en pijama, Julia les hablaba de su país natal, Brasil, un territorio tan inmenso, afirmaba, que nadie sabía cuántas personas vivían en él, cómo eran ni qué idiomas hablaban; un país que multiplicaba muchas muchas veces el tamaño de Alemania, donde no había invierno ni helaba nunca, ni siquiera hacía frío, y por donde corría un río, el Amazonas, que era diez veces más largo y diez veces más ancho que el Rin, y en el cual desembocaban otros más pequeños que se internaban hasta lo más profundo de la selva, poblada de árboles tan altos como no los había en ningún otro lugar del mundo y por gentes a las que nadie había visto ni vería, pues conocían la selva al detalle y se escondían si llegaba un intruso o un forastero. 

—Háblenos de las estrellas —decía Heinrich. 

—Nuestra casa de Paraty estaba sobre el agua —respondía Julia—. Casi formaba parte de ella, como un barco. Y al caer la noche veíamos las estrellas brillar bajas en el cielo. Aquí, en el norte, las estrellas están altas y lejos. En Brasil se ven como el sol durante el día. Son soles pequeños que titilan cerca de nosotros, sobre todo de quienes vivíamos cerca del agua. Mi madre decía que algunas noches era posible leer un libro en las habitaciones de arriba porque la luz de las estrellas sobre el agua era muy clara. Y no había forma de dormir si no se cerraban bien los postigos para impedir que entrara el resplandor. Cuando era niña, de la edad de vuestras hermanas, estaba convencida de que el mundo entero era así. En mi primera noche en Lübeck me impresionó no ver las estrellas; las nubes las tapaban.  

—Háblenos del barco.  

—Tenéis que acostaros. 

—Cuéntenos la historia del azúcar. 

—Ya la conoces, Tommy. 

—Solo un trocito esta vez.  

—Está bien. El mazapán de Lübeck se elabora con azúcar procedente de Brasil. Del mismo modo que Lübeck es famosa por el mazapán, Brasil lo es por el azúcar. Así que la buena gente de Lübeck y sus hijos se comen el mazapán en Nochebuena sin saber que se están comiendo una parte de Brasil. Se comen el azúcar traído del otro lado del océano solo para ellos. 

—¿Por qué no fabricamos nuestro propio azúcar? 

—Tendrás que preguntárselo a tu padre. 

Años más tarde, Thomas se preguntaría si la decisión de su padre de casarse con Julia da Silva-Bruhns —de cuya madre se decía que llevaba en las venas sangre de los indios sudamericanos—, en vez de con la imperturbable hija de uno de los magnates navieros locales o de una dinastía antigua de comerciantes y banqueros, no supuso el inicio de la decadencia de los Mann, prueba de que en el espíritu de la familia, que hasta entonces solo había apetecido lo que era recto y estaba destinado a proporcionar un rendimiento constante, había penetrado la avidez por lo suntuosamente desconocido. 

En Lübeck recordaban a Julia como una niñita que había llegado a la ciudad con su hermana y sus tres hermanos tras el fallecimiento de su madre. Habían quedado a cargo de su tío, y la primera vez que se dejaron ver no hablaban ni una palabra de alemán. Ciertas personalidades, como la anciana frau Overbeck, conocida por su estricta observancia de los preceptos de la Iglesia reformada, los miraban con recelo. 

—Un día vi que esos niños se persignaban al pasar por delante de la Marienkirche —comentó—. Tal vez sea necesario comerciar con Brasil, pero no conozco ningún precedente de un burgués de Lübeck que se haya casado con una brasileña, ¡ni uno! 

Julia, que contaba solo diecisiete años cuando contrajo matrimonio, tuvo cinco hijos, los cuales se comportaban con toda la dignidad exigida a los descendientes del senador, pero también con un orgullo y una conciencia de sí mismos añadidos, y con algo parecido a la ostentación, que Lübeck no había visto hasta la fecha y que frau Overbeck y su círculo confiaban en que no se pusiera de moda. 

Debido a su decisión de contraer un matrimonio tan inusitado, el senador, once años mayor que

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