El periódico

María Ramírez

Fragmento

Introducción

Introducción

Era domingo y llovía en Madrid. Puedo imaginar que las gotas brillaban sobre las puertas de cristal de la cabina telefónica en la esquina de la calle Zurbano. Yo tenía cinco o seis años. Mi padre era un joven e inquieto director de periódico. Tal vez habíamos salido a comprar el pan y unos cromos. Pero él tenía clara nuestra misión principal en un día de lluvia: ir de quiosco en quiosco para contar cuántos ejemplares de Diario 16 quedaban. Esto ocurría en la primera mitad de los años ochenta y entonces había muchas paradas que hacer a ambos lados de la calle Ríos Rosas.

La historia de cómo mi padre me llevaba a contar periódicos para tener una primera idea de cuántos se estaban vendiendo es uno de los relatos favoritos de mi madre. No sé si lo recuerdo o solo revivo ese peregrinaje a través de la memoria de Rocío, una mujer que adora contar historias y suele embellecerlas con detalles que encajan bien. Lo que sí sé es que durante muchos años, en cualquier ciudad, cuando ya no existía Diario 16 y aquella vida quedaba muy lejos, yo me seguía fijando en cómo de alta era la pila de ejemplares de cada diario en los quioscos y tenía muy claro que un día de lluvia era algo malo porque aquellos montones bajaban más despacio.

Puede que todavía me quede el gesto inconsciente de buscarlas de reojo, pero ya no suele haber pilas que contar en España. Algunos quioscos venden películas y otros, guías turísticas, Coca-Cola, mascarillas, bisutería, juguetes y baterías para el móvil. Los pocos ejemplares de diarios expuestos no ocupan un espacio central y, en realidad, no llegan a la definición de pila ni cuando los entregan frescos por la mañana.

A mediados de los ochenta, los periódicos vendían en España tres millones de ejemplares cada día, sobre todo en Madrid y Barcelona. El País, La Vanguardia, el ABC, Diario 16, El Periódico y el Ya, más de cien mil ejemplares. Los domingos El País superaba el medio millón.

La carrera parecía un ascenso imparable incluso cuando, años después, ya había mucha competencia de otros canales de difusión. En 2007, la peor crisis financiera en décadas se estaba manifestando en Estados Unidos y el negocio de la prensa ya había cambiado de maneras que pocos periodistas y empresarios comprendían, pero las cuentas del negocio tradicional batieron récord en ingresos y ventas: de media, El País tenía una difusión diaria de más de 435.000 ejemplares, El Mundo de 336.000, el ABC de 235.000 y La Vanguardia de 213.000, según la Oficina de Justificación de la Difusión (OJD). La euforia de entonces parecería pronto un espejismo.

A principios de 2022, quedaban unos trescientos cincuenta quioscos en Madrid, algo más que en Barcelona. En la década anterior habían cerrado cerca de seis mil en toda España. Para entonces, el diario más vendido apenas rozaba las setenta mil copias diarias, y la mayoría no llegaba ni a la mitad. Pero su audiencia, en realidad, se contaba en decenas de millones de personas repartidas por todo el mundo por el acceso a la versión digital.

En 2013, el 61 por ciento de los españoles decía que se informaba en diarios de papel, según el informe anual del Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo de la Universidad de Oxford. En 2022, ese porcentaje se había reducido al 26 por ciento y el principal canal de información era ya internet, incluidas las redes sociales, es decir, un catálogo de fuentes mucho más amplio que los medios. En 2013, el 35 por ciento de los españoles utilizaba el móvil para informarse; en 2022, esta cifra ascendía al 75 por ciento.

La magnitud y la velocidad del cambio siguen teniendo consecuencias para el debate público, el control democrático y el día a día de las redacciones.

La potencia global de internet ha dado acceso a más personas a la información como nunca antes en nuestra historia y ha abierto nuevas oportunidades para crear medios más ágiles y más diversos sin necesidad de invertir tantos recursos económicos para arrancar. También ha traído nuevas exigencias de control de calidad y más rendición de cuentas por parte de los periodistas, que idealmente pueden elevar los estándares de la profesión. Sin embargo, la fuerza optimista de la conexión sin límites se ha topado también con el lado más oscuro de la desinformación, la fragmentación de nuestra atención —de la que se aprovechan los políticos y los creadores de bulos a menudo a su servicio— y la desazón que vivimos cada día lectores y periodistas ante la avalancha de datos que suelen ser contradictorios y que tratamos de ordenar presionados por la inmediatez.

Este libro es un recorrido personal por veinticinco años turbulentos, paradójicos, llenos de esperanzas y de decepciones, de amor y desamor por el periodismo. Es también un intento de averiguar hasta qué punto ha cambiado la esencia del periódico, de lo que hacemos y de por qué lo hacemos, a través de la vida en redacciones de España, Italia y Estados Unidos. Es un relato trazado con noticias, que son lo que nos mueve y apasiona hasta en los peores momentos, y con las personas que intentan descifrarlas.

Se titula El periódico porque, esté el resultado en un papel, en una pantalla de móvil o en unos auriculares, sigo creyendo que es buen nombre para describir el esfuerzo colectivo para intentar explicar de manera periódica y con cierta coherencia qué ha pasado y qué está pasando en el mundo. El periódico es lo que sale de una redacción, aunque la pandemia nos haya demostrado que esa redacción también puede ser una videollamada con muchas ventanitas en lugar de una sala abarrotada y mal ventilada, y que los chistes que antes hacíamos de mesa a mesa también pueden ser un gif de vacas en un canal de Telegram.

Hace años que el periódico no es solo esa pila de ejemplares cada vez más cerca del suelo entre neceseres de regalo y cartones de revistas. Lo físico reconforta porque es más fácil sentir que nos pertenece. Pero, en realidad, la nostalgia de lo que era el periódico no es por el recuerdo de un trozo de papel, un día de lluvia y un paseo contando ejemplares, sino por un mundo que parece más tranquilo y ordenado y donde sentíamos nuestra labor como algo más único, tal vez más valioso. Ahora la aventura de cada día es más difícil, pero puede que más interesante.

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