La familia maldita (Carmina Nocturna 4)

Carolina Andújar

Fragmento

1
El anuncio clasificado

Era diciembre, y aunque el año terminaría en un par de días, no podía dejar de sentir que mi vida estaba por empezar. Tras haber cuidado de tía Lena durante casi once meses, esta se había recuperado plenamente, y a pesar de que la nieve cubría el jardín y el frío viento amenazaba con colarse por las rendijas de las ventanas, mi querida tía tenía al fin buen semblante y mejor apetito que yo. Pero no era la posibilidad de regresar a casa y retomar mis actividades habituales lo que tanto me entusiasmaba. Aquella mañana había recibido una carta. No era una carta cualquiera, sino una que esperaba con impaciencia y, como si del destino se tratase, había llegado justo cuando tía Lena ya no dependía más de mis cuidados. De haberla recibido un mes atrás, me habría visto obligada a rechazar la plaza que anhelaba. Sin embargo, me vi libre de proceder como mejor me lo parecía, y lo que deseaba era convertirme en la institutriz de los niños de aquella antigua familia, como el anuncio clasificado al que había contestado indicaba. Echaba de menos a mis padres y a mi hermano Aleksy, por supuesto. Sin embargo, la carta estipulaba que quienes serían mis empleadores requerían mi presencia cuanto antes. De aceptar, su cochero me llevaría a la propiedad el primer día de enero, por lo cual no tendría tiempo de viajar a casa antes de iniciar mis labores.

Lublin era una ciudad pequeña, pero al menos contaba con una eficiente oficina de correos y una biblioteca en la que aún podían encontrarse libros en polaco que no habían pasado por la censura del Imperio ruso. Era posible, además, comprar el periódico a diario. Me entretenía horas enteras observando los anuncios publicitarios y leyendo las noticias, pero lo que más me gustaba era detenerme en los clasificados, que desplegaban por vez primera un mundo secreto ante mí. Desde solicitudes matrimoniales hasta ofertas de empleo, la gente comunicaba de forma relativamente privada sus necesidades y proveía una dirección a la cual los interesados podían dirigirse. Poco a poco me había permitido soñar con postularme a algunas de las plazas ofrecidas, pero ningún anuncio había hecho latir mi corazón como aquel al que me había atrevido a responder, tanto así que lo había recortado e insertado entre las páginas del único libro de mi pertenencia que había llevado conmigo a casa de tía Lena, La dama pálida de Alejandro Dumas, mi favorito, un delgado ejemplar impreso en el francés original que mamá no recordaba cómo había obtenido, pero que al parecer era una rareza, dado que la historia solía ser publicada dentro de otras compilaciones de cuentos del autor. El anuncio leía en el ruso oficial impuesto al territorio polaco en el cual se hallaba Lublin:

Antigua familia solicita los servicios de institutriz para niños de siete y diez años. Amplia remuneración. Favor enviar carta con descripción detallada de sus aptitudes a la dirección aquí especificada.

La dirección correspondía a un bufete de abogados de Varsovia, por lo cual había yo deducido que la gran ciudad sería el lugar donde habría de realizar mis labores de ser aceptada mi aplicación. Sin embargo, quince días después de enviar mi respuesta, había recibido a vuelta de correo una carta que revelaba nuevos aspectos del que podría convertirse en mi trabajo:

15 de noviembre de 1893

Estimada señorita Pawlak:

Hemos recibido su respuesta. Nos complace comunicarle que estamos considerando con seriedad contratarla como institutriz particular. Debemos especificar, aun así, que su trabajo requerirá que se mude a la propiedad familiar, la cual se encuentra a largas y arduas horas de camino del centro urbano más cercano, en medio de un denso bosque rodeado de extensas colinas deshabitadas. Estará usted, pues, alejada del bullicio de la ciudad, así como de sus allegados y de su entorno. Hemos comprobado con desencanto que pocas personas resisten estas condiciones, aunque se hallen cómodas y bien alimentadas. El aislamiento requiere un temperamento especial que pocos hombres y mujeres poseen. Por lo tanto, le pedimos medite al respecto en profundidad y responda sinceramente si se juzga capaz de cumplir con este requisito indispensable. Podrá, por supuesto, pasar las Navidades con su familia, pero no podemos ofrecerle más tiempo libre, a menos que se trate de una emergencia, caso en el cual le permitiríamos ausentarse a lo sumo unos días. Por lo demás, su salario consistirá en…

A continuación se mencionaba una suma de dinero tan generosa que incluso algunas personas bien posicionadas habrían optado por dejar sus plazas para mudarse al campo e instruir a aquellos niños. En unos pocos años tendría ahorros suficientes para construir una pequeña vivienda. Valía la pena solo por eso. Pero debo confesar que lo que mis potenciales empleadores describían como la mayor dificultad era justamente lo que más me atraía del empleo descrito. Había sentido desde niña una inmensa curiosidad por las vidas que llevaban las personas que habitaban aquellas viejas propiedades remotas. No así por las vidas de los campesinos comunes, pues la aldea de mis padres estaba compuesta de familias de granjeros y esa existencia la conocía de sobra: no se sentía ninguna soledad; es más, los vecinos eran aún más dados a las habladurías que aquellos de la ciudad y conocían las rutinas de los demás al dedillo, lo cual me exasperaba y era el motivo de que me hubiese ganado la reputación de ser una persona poco amigable y taciturna, aunque, insisto, no lo era en realidad, sino que había optado por mantenerme al margen de los insípidos dramones de nuestra comunidad, y prefería ocuparme devorando libros cuyo lenguaje distaba mucho de parecerse al que empleaban las amas de casa que visitaban nuestro hogar con la esperanza de hallar algo malicioso que reportar. Algo similar me ocurría con los hombres de la localidad: su forma de pronunciar las palabras me permitía saber de inmediato cuán rústicas serían nuestras conversaciones, y aunque no los despreciaba por ello, tampoco sentía ninguna inclinación por pasar de una charla acerca de los pozos secos o rebosantes a un coqueteo soez. En ocasiones me culpaba a mí misma por ser en exceso romántica o melancólica, por no adaptarme a mis circunstancias, y al final terminaba por responsabilizar a las novelas que habían robado mi corazón. Papá lo llamaba en broma la maldición de una educación excesiva en una Polonia oprimida, habiendo notado mi falta de interés en los chicos que se aproximaban a nuestra granja en busca de empleos de verano. Mamá era la maestra de nuestra aldea, y yo la había asistido en sus labores desde la adolescencia, por lo cual estaba habituada a corregir las pruebas y los ensayos de alumnos de todas las edades. También hacía las veces de tutora vespertina de algunos chicos cuyos padres aspiraban a que mejorasen su dominio del francés y del latín para que pudiesen convertirse en sacerdotes más adelante. Todos sabían que mam

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