Crímenes sorprendentes de asesinos en serie

Ricardo Canaletti

Fragmento

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Que nunca descanses en paz


Londres

Timothy inspiró con fuerza y retuvo el aire. Las mejillas se le hincharon. Sacó pecho mientras levantaba los brazos como hacían los forzudos. Tenía los ojos achinados por aguantar la risa. Recordó que su papá hacía lo mismo antes de comenzar una jornada larga de trabajo, siempre los sábados. Miró a su aprendiz, James, de 14 años, que estaba parado en el medio del negocio y observaba divertido a su patrón. Timothy exhaló con fuerza y su pecho y sus mejillas se desinflaron. Bajó los brazos fingiendo que estaba extenuado. Tenían delante de ellos las telas que debían ordenar en una jornada de casi catorce horas de trabajo.

El comercio de Timothy Marr, ubicado en la parte delantera de su casa, estaba en el número 29 de Ratcliffe Highway, en el lado sur de la calle, entre Artichoke Hill y Cannon Street, justo en la punta de un codo que hace el río Támesis. Pertenecía a la parroquia St. George-in-the-East junto con el barrio de Shadwell y Wapping, todos unidos hacia el sur por el propio Támesis. De hecho, en Wapping el río forma otra esquina y se angosta hacia el corazón de Londres. Al norte de Wapping está el barrio de Whitechapel. Todo el East End (extremo este) de Londres era muy pobre, olvidado y peligroso. Ratcliffe Highway era el viejo nombre que había recibido la carretera, después llamada simplemente “The Highway”.

Timothy y James comenzaron con el trabajo. Plegar y guardar, plegar y guardar, estambre, lino de diversos colores, pieles, pantalones de lona para marineros, sarga para blazers, rollos de algodón, fardos de seda y gasa. Era el 7 de diciembre de 1811. A las ocho en punto el dependiente James Gowen abrió el negocio. Hasta la medianoche o la madrugada del domingo no se irían de allí. Para Timothy era mejor que el trabajo de marinero que había realizado hasta 1808. Durante mucho tiempo había tenido en mente terminar con sus viajes en el buque Dover Castle, casarse con Celia y abrir el negocio de telas con el dinero que había ahorrado.

La vida en la ribera no era muy segura que digamos, como no podía ser de otra manera en un lugar donde se reunían marineros de diferentes nacionalidades con ganas de beber y tener sexo luego de largos viajes —para ellos era mucho menos peligroso que las travesías marinas—. Por otra parte, esa carretera siempre había tenido mala reputación, incluso desde que los romanos abandonaron el lugar. La grava rojiza llegaba hasta el mar, de ahí el nombre de red cliff o acantilado rojo. Hacía cientos de años que era un sitio sucio, sacudido por la actividad de estibadores, barqueros, lavanderas, panaderos, vendedores de correas y poleas, carpinteros, herreros, cazadores de ratas, dueños de pensiones y burdeles, prestamistas, estafadores, supuestos caballeros, traidores, piratas, prostitutas, tuertos, mancos, cojos, emprendedores, fanfarrones, venidos a menos y fugitivos de toda ralea. La viruela, los piojos, el tétanos, la sífilis y la tisis campeaban a sus anchas. Lo único que no había, o escaseaba mucho, era la vigilancia. En fin, un lugar de porquería, pero muy bullicioso y violento, donde las peleas entre marineros ingleses y extranjeros —irlandeses, escoceses, portugueses, griegos, holandeses— eran permanentes. Las edificaciones de la zona, casi todas casuchas, no estaban reunidas sino esparcidas. Allí, en el terreno pantanoso que se descubría durante el punto más bajo de la marea, ahorcaban a piratas y corsarios.

¿Qué persona decente querría vivir todo el tiempo con el ruido del mar y del viento en sus oídos, en medio de cabezas rotas, gritos, insultos y una hilera de cadáveres colgados ahí donde se posaba la vista? Timothy Marr conocía muy bien el lugar y lo que ocurría allí, pero tanto se había acostumbrado que nada de eso le interesaba ahora. Era lo que le había tocado, y haría su vida lo más confortable que pudiera. Apenas atracó su barco, el Dover Castle, en Wapping, Timothy corrió a buscar a Celia y a trabajar en el negocio para lograr fortuna. Sus clientes serían, claro está, los marineros, pero con ellos no pensaba hacerse millonario; también contaba con los pudientes de la plaza Wellclose y Spitalfields.

Tenía 24 años y estaba dispuesto a cualquier sacrificio para salir adelante, pese a ese comienzo modesto en el bloque de casas descuidadas frente a Ratcliffe Highway. Emprendió la remodelación del comercio con la ayuda de un carpintero de apellido Pugh. Amplió la vidriera, lo pintó de verde oliva, mejoró la fachada y exhibió sus productos de manera destacada. El negocio ocupaba toda la planta inferior y detrás del mostrador se abrían dos pasillos que daban a dos escaleras, una que descendía hacia la cocina y otra que subía hacia un rellano y los dormitorios. Otra planta en un piso superior servía de depósito de mercaderías. La construcción era de ladrillo, levantada a nuevo luego de que un incendio, ocurrido unos años antes, se llevara la edificación de madera, cuando aún Timothy no era el propietario.

Timothy era considerado un hombre honesto y trabajador. El 29 de agosto nació su primer hijo. Él y Celia tocaron el cielo con las manos, por el bebé y porque las reformas en el negocio estaban dando resultado a pesar de la mala situación política y económica debida al bloqueo a los puertos continentales dispuesto por Napoleón, que había casi paralizado el comercio. La época no era la mejor para nuevos emprendimientos, pero Timothy, alejado de análisis geopolíticos, se había embarcado en una empresa y estaba convencido de que tendría futuro. Solía repetir: “Mar siempre habrá, y si hay mar habrá buques y marineros”. Pero la situación empeoraba: la cosecha de ese año había sido calamitosa y, si algo le faltaba a Gran Bretaña en ese desgraciado 1811, el rey Jorge III había sido declarado insano incurable y su hijo Jorge IV —un loquito que hasta entonces solo había correteado chicas, verdadera pesadilla para políticos y ministros— había asumido como regente del reino.

Ninguna de esas cosas estaba en la cabeza de Marr cuando finalizaba el sábado 7 de diciembre. Al contrario, sus preocupaciones eran encontrar un escoplo que el carpintero le había pedido prestado a un vecino, y se había perdido; la salud de su mujer, Celia, que se recuperaba de un parto que la había dejado extremadamente débil, y su estómago vacío. Esto último podía remediarlo de inmediato. Llamó a su criada, la joven Margaret Jewell, y le dio una libra para que le pagara al panadero y comprara ostras. Eran las 23:50. Un día de semana hubiera sido extraño encargar algo a esa hora, pero los sábados era otra cosa. Todos sabían que los posaderos y tenderos se quedaban hasta tarde. Con esa libra, a Margaret le sobraba. En las barcazas ostreras las vendían a un penique la docena. Además, le daría una sorpresa a Celia, que tampoco había probado bocado desde el desayuno y estaba en la cocina del sótano alimentando al bebé de tres meses y medio.

La joven Margaret salió rumbo a Ratcliffe Highway. No tenía miedo porque las parroquias del lugar se habían encargado de pavimentar las calles, colocar lámparas de aceite y hasta contratar vigilantes o serenos. Los negocios estaban abiertos hasta tarde, como todos los sábados, y los hombres gastaban su dinero en las tabernas hasta salir bamboleándose ya entrada la noche. Y esa noche era nublada y fría. Margaret no se dirigió a una barcaza, sino al local de o

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