Olvidarás el fuego

Gabriela Riveros

Fragmento

Olvidarás el fuego

Diciembre de 1596
Cárceles secretas de la Santa Inquisición
Ciudad de México, Nueva España

Joseph Lumbroso ya no podrá jamás conciliar el sueño. Poco después de que suenan las campanas de las nueve de la noche, allá enfrente en Santo Domingo, se acercan a su celda dos frailes dominicos, vestidos con su hábito en blanco y negro, para trasladarlo a una sala. Al cruzar el umbral de la puerta descubre, entre la luz de las velas y sentados al fondo de la habitación, a un sacerdote con una pequeña cruz en las manos, a los inquisidores Alonso de Peralta y al doctor Lobo Guerrero, y al alguacil mayor del tribunal de la Inquisición. Mientras el sacerdote se pone de pie y se acerca a él para amarrar el crucifijo a sus manos temblorosas, Alonso de Peralta enuncia:

—Luis de Carvajal, “el Mozo”, mudado el nombre a Joseph Lumbroso: has sido sentenciado como hereje judaizante, apóstata de nuestra santa fe católica, fautor y encubridor de herejes judaizantes, impenitente, relapso y dogmatista pertinaz. De manera que ha llegado, después de años, el momento de tu relajación. El Santo Oficio te entregará mañana domingo a la justicia y al brazo seglar para que ejecuten tu sentencia en un auto de fe. El padre Medrano será tu confesor y está aquí para ayudarte a bien morir.

Por tanto, el proceso iniciado por el Santo Oficio en contra suya, de su familia y de toda su comunidad siete años atrás, terminará al día siguiente —ocho de diciembre de 1596, día de la Purísima Concepción— para él, su madre Francisca, y sus hermanas Isabel, Catalina y Leonor.

Ya de regreso en su celda y con las manos atadas al crucifijo, Joseph cae de rodillas. Solloza. Días y noches imaginando este momento una y otra vez, su muerte multiplicada en diversas posibilidades: la imaginación es su verdugo. Intenta zafarse el crucifijo, en vano. Ha llegado el momento. Al término del día siguiente, sus veintinueve años habrán sido su vida entera, una existencia que ellos habrán llevado hasta la orilla de un acantilado y al fondo la nada, el olvido, el silencio. Esa noche, hincado hacia el oriente, Joseph ora en soledad.

¡Oye Adonai mi oración! Y concédeme lo que por ella para tu santísimo servicio te pido. Líbranos de cautiverio y de cárcel y de fuego de Inquisición a mí y a toda mi compañía y llévanos a donde deseamos y sea luego para que ahí te sirvamos con libertad y contento.

A las dos de la mañana se recuesta sobre el suelo oscuro. Cierra los párpados. Inserto en la penumbra de esa última noche y con trabajo, toma una piedra pequeña entre sus dedos cautivos. La acaricia con el pulgar.

Suspira.

Su aliento es una nube que se abre paso entre el frío, un sonido áspero dentro de esos robustos muros de tezontle, de cal y canto. El vaho de su aliento acuna el silencio de la noche. Es raro vislumbrar un silencio así. Ahí siempre habitan los murmullos de los otros, las plegarias, los ruegos, sus aullidos y súplicas, gritos de dolor por tormentos y torturas. Pero hace unas horas, a través de un pequeño agujero vio cómo desfilaban, de uno en uno, decenas de reos sentenciados. Mujeres y varones jóvenes, maduros y ancianos arrastrando su andar. A todos han dado aviso ya. Es el silencio en la antesala de la muerte.

Ahora entiende por qué desde hace días lo acosa un presentimiento: el martilleo lejano era una especie de anuncio. Al final de la tarde, siempre queda el latir de un corazón que insiste y palpita contra la pared del cuerpo cuando el miedo invade. Un golpe seco y otro más. Sobre los hierros, la madera, dentro de las sienes.

De manera que los carpinteros construyeron, a marchas forzadas, el descomunal escenario para el auto de fe más grande del que se ha tenido memoria en la Nueva España; estudiaron los planos con minucia. Todo está ya perfectamente calculado: el sitio para el virrey, el arzobispo, los reos, los confesores, las sedas, los terciopelos, los sillones, las maderas, las estacas, los verdugos, la leña verde. Un espectáculo extraordinario organizado durante meses y para el que se ha logrado reunir al mayor número de acusados en toda la historia de la Inquisición en la Nueva España.

Han venido viajeros de los lugares más apartados del reino, porque todo cristiano debe presenciarlo, después de asistir a misa a la una de la mañana como preparación para la ceremonia. El evento es para todos los fieles: centenares de hombres, mujeres, ancianos y niños movidos por el miedo, el morbo, la curiosidad, el odio. La furia germina de su propia miseria, el pavor a que, en un futuro próximo, sean sus propios cuerpos los que ardan. A los herejes hay que gritarles duro, escupirles, mofarse de su desgracia; no solo a manera de repudio, sino en defensa propia. Guardar las apariencias para que estas nos guarden a nosotros.

Ahí se mezclan la impotencia y la ira en un caldo de prejuicios construidos a lo largo de siglos con esmero, con imprenta, con sermones, con chismes.

¡Perros judíos!

¡Que ardan en leña verde!

¡Judíos del demonio! ¡Envenenan los pozos!

¡Crucificaron a Jesús! ¡Herejes!

¡Se comen a los niños!

A ellos los vestirán con los sambenitos de acuerdo con la acusación, los gorros cónicos decorados con llamas, culebras escarlatas y demonios púrpuras; portarán velas verdes. A Joseph lo montarán a un burro y lo formarán en la fila de los condenados que marcharán hacia la Plaza Mayor, y después seguirán hasta la Plaza del Quemadero cerca del Mercado San Hipólito.

Joseph inmóvil, recostado sobre el suelo. Hace seis años, sobrevivió al proceso de Inquisición y abjuró al judaísmo en el auto de fe en Catedral. Ahora, no hay manera de escapar. Solo un milagro podría salvarlo de la humillación, el tormento y una muerte infame.

En el silencio de las celdas, el tiempo es despojado de todo protocolo. No hay orden en el tiempo de los condenados. Para ellos solo la tortura de la espera, del hubiera, del miedo y la culpa, del cuerpo enflaquecido; de saber que decenas de familiares perecerán hoy mismo, por las palabras dichas, por las escritas.

Siempre las palabras.

Las que el escribano apuntó con pluma de oca y tinta ferrogálica sobre folios que permanecerán durante siglos en la oscuridad secreta de los archivos. Las palabras —los ciento dieciocho nombres con apellidos de judaizantes que Joseph apuntó después de días de tortura sobre el potro y con el cordel; palabras de interrogatorios de una comunidad entera.

En posición fetal, Joseph acaricia la piedra entre sus dedos cautivos, una piedra como la que salvó —durante un tiempo— el libro diminuto de sus Memorias escondido a veces bajo su sombrero, o a veces bajo un tablón o en un muro de casa de su madre. Memorias que le fueron confiscadas debido a la traición del sacerdote espía con quien compartía la celda.

Memorias donde vertió las aventuras de Joseph Lumbroso, antes Luis de Carvajal, “el Mozo”, elegido heredero y entrenado para reinar ese vastísimo territorio del Nuevo Reino de León —uno

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