Alias Emma

Ava Glass

Fragmento

Capítulo 2

2

La tienda de camisetas apestaba a pachulí. Sentada en un taburete junto a la caja registradora, Emma se preguntaba si lograría sacar de su ropa ese olor almizclado y dulzón.

—Colócalas en esa esquina. —Raven le tendió un puñado de pancartas escritas a mano y señaló con un movimiento de la cabeza la parte trasera de la tienda, detrás de las pilas de camisetas con eslóganes pacifistas, collares de cuentas y símbolos tallados en madera.

—Claro. —Emma se puso en pie y las cogió. Había unas quince pancartas, con la pintura apenas seca. Se balancearon en su mano mientras se dirigía al fondo de la tienda, lanzando palabras en vivos tonos rojos, verdes y azules: «EMERGENCIA», «PELIGRO», «HUELGA».

Ya había pasado la hora de cierre, pero Raven le había pedido que se quedara a ayudarlo para prepararse para la manifestación del fin de semana. Raven, que era un radical greñudo, dedicaba todo el tiempo libre que le dejaba su cargo de director de esa tienda del norte de Londres a organizar manifestaciones de izquierdas. Tenía treinta y tres años, pero parecía más joven, por la melena y los tatuajes. En realidad se llamaba David Lees, pero ocho años antes había hecho todos los trámites legales para cambiarse el nombre por uno más memorable, «Raven Hawkhurst». En acción en plena calle, era el equivalente en una manifestación a un boxeador peso pluma, menudo e incansable, golpeando a los antidisturbios con el palo de una bandera anarquista roja y negra, su rostro delgado oculto tras un pañuelo a cuadros. En el trato personal, era un tío resentido y paranoico, convencido de que el gobierno lo perseguía.

Lo cual, para ser justos, era cierto.

A Emma le había llevado varias semanas trabajando infiltrada poder llegar hasta su círculo más íntimo, y había necesitado todavía más tiempo para ganarse su confianza. Pero, en cuanto lo consiguió, vio claro que el tipo no iba a representar nunca un verdadero peligro. No era lo bastante inteligente u organizado como para llevar a cabo la revolución de sus sueños. Disfrutaba del dramatismo y la diversión de un enfrentamiento con la policía, pero no era un terrorista.

Emma ya se lo había dicho a sus jefes en más de una ocasión, pero estos hacían caso omiso e insistían en que indagase más en profundidad. La web de captación de fondos del grupúsculo recibía cantidades sorprendentes de dinero procedentes de diversas fuentes, pero su origen era siempre Rusia. De modo que ahí seguía ella, apilando pancartas envuelta en un agobiante tufo a pachulí.

Dejó las pancartas y se volvió.

—Parece que la manifestación de este sábado va a ser multitudinaria.

Cuando estaba metida en su papel, ponía un acento del norte. Raven creía que era una activista de Manchester.

Él soltó una risa amarga y replicó:

—¿Sabes cuántos habitantes tiene esta ciudad? —No esperó a que ella respondiera—. Catorce millones. ¿Y a la manifestación van a ir unos diez mil? Yo eso no lo consideraría un éxito, sino más bien un lamentable desastre. —Cogió el resto de las pancartas y las llevó a la parte trasera sin aguardar a que Emma le ayudase—. La gente va a buscar a sus hijos al colegio privado con sus todoterrenos, pero se creen que van a salvar el medio ambiente por no utilizar pajitas de plástico.

Siempre se mostraba malhumorado el día antes de una manifestación. Emma dejó que siguiera despotricando y se dedicó a terminar lo que le faltaba con los botes de pintura, mientras él se iba calentando con su tema favorito. Estaba con lo de que «se empezarán a preocupar una vez les quitemos sus mansiones» cuando a ella le vibró el móvil.

Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Aparecía en ella una sola palabra: «Casa».

—Raven —dijo, alzando la voz para interrumpirle en su familiar liturgia—. Tengo que contestar esta llamada. Ahora mismo vuelvo.

Él se calló indignado y unos segundos después Emma le oyó murmurar:

—Oh, muy típico.

Ella salió precipitadamente a la calle y pulsó el icono de responder en cuanto se cerró la puerta.

—Makepace 1075.

Una voz desconocida respondió:

—Hola, Emma. Tengo un mensaje de casa. ¿Estás sola, puedes recibirlo ahora?

Emma echó un vistazo a ambos lados de la solitaria calle; no había nadie cerca.

—Sí, puedo.

—El mensaje es el siguiente: «Tu madre está enferma. Te necesita con urgencia». ¿Quieres que te lo repita?

A Emma se le aceleró el corazón, pero mantuvo un tono indiferente.

—Recibido, gracias.

Cuando volvió a entrar rápidamente en la tienda, Raven estaba en la parte delantera, recogiendo la pintura.

—Lo siento. Tengo que irme a casa. Ha surgido una emergencia. —Emma se lanzó detrás de la caja registradora para recuperar su bolso.

Con una actitud de silenciosa reprobación, Raven le clavó una mirada fulminante.

—Se trata de mi madre —explicó Emma, poniendo tono de preocupación—. Se ha puesto enferma y no hay nadie que pueda atenderla. Tengo que ir a verla.

—Oh, de acuerdo. —Raven señaló la tienda con el brazo en el que tenía tatuado el eslogan «NO HAY JUSTICIA» desde la muñeca hasta el codo—. Y yo por supuesto me encargo de todo lo que queda por hacer.

Malinterpretando de forma deliberada su comentario, Emma le dedicó una sonrisa de agradecimiento y dijo:

—Fabuloso. Eres el mejor. Te veo después.

Salió a toda prisa por la puerta, con las palabras de Raven persiguiéndola:

—Lo decía en tono sarcástico.

Pero para entonces ella ya estaba corriendo hacia Camden High Street, con las botas de motorista repiqueteando sonoramente contra el suelo.

En esos momentos Raven le importaba un pito. La habían convocado.

Le llevó poco más de treinta minutos llegar a Westminster a toda velocidad. No tuvo tiempo de cambiarse la camiseta con el eslogan de Pánico Climático, ni los tejanos raídos, ni de quitarse las extensiones de pelo azul. Cuando salió del metro y cruzó con el semáforo en rojo, su aspecto provocó algún que otro arqueo de cejas en la sofisticada Rochester Row, pero tenía demasiada prisa como para andar fijándose.

Se metió por una tranquila calle de trazado curvo y se detuvo ante un estrecho edificio de ladrillo. Nada en su fachada llamaba la atención. Tenía el mismo aspecto que el resto de pulcros edificios de oficinas de cuatro plantas. Sobre la anodina puerta de entrada había un discreto cartel azul y blanco en el que se leía: «Instituto Vernon».

Emma entró y atravesó con paso rápido el vacío vestíbulo georgiano hasta varias puertas de cristal negro opaco que impedían el acceso al resto del edificio. A diferencia de la entrada, estas puertas eran modernas y a prueba de balas. En la pared, a un lado, había un aparato resplandeciente. Emma se inclinó hacia él y observó su propio iris reflejad

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