El signo del pez

Germán Espinosa

Fragmento

El signo del pez

I. La traición del calderero

En las calendas de agosto del año 817 de Roma o, lo que es igual, 109 del calendario juliano o, para mejor comprensión, 64 de nuestro calendario gregoriano, el César Nerón recibió un acta suscrita por el prefecto del pretorio romano, Sofonio Tigelino, y por varios cuestores y ediles de la ciudad, en la cual se hacían, a su modo de ver, aseveraciones alarmantes.

El alma del Emperador se hallaba turbada hacía días. En el momento de serle entregada el acta, por lo menos tres cuartas partes de Roma, que antes de Augusto era una ciudad de ladrillo y ahora era una ciudad de mármol, se encontraban reducidas a cenizas o a piedra denegrida. Un hollín pertinaz flotaba sobre su cabeza e inundaba sus pulmones. Afuera, el pueblo gemía de intemperie y bramaba de indignación, mientras vagabundeaba en busca de desperdicios aprovechables. El fuego, misteriosamente iniciado cerca de la Puerta Capena y del Transtíber, había consumido las barriadas del Velabro, de las Carinas, del Palatino y del Foro. Pavesas eran el altar de Hércules, el Santuario Lunar de Servio Tulio, el templo de Vesta, el de Júpiter Stator. El propio Mar Interno se enlutecía con una capa cineraria arrastrada por el viento.

Seis días duraba aquella pesadilla y todavía alentaban las llamas, agravando con su fulgor rojizo el manto gris de la atmósfera, en proximidades de las Esquilias. «El número de víctimas —rezaba el acta— resulta aún incalculable. Acto monstruoso como este no ha sido perpetrado jamás contra capital de imperio alguno. Y Roma, nuestra amada Roma, toda nuestra tradición y nuestra grandeza claman a nosotros, Nerón César, para que no quede impune».

Al principio, Nerón se inclinó a pensar que sus subordinados no solo hacían mala literatura, sino que exageraban un poco. Al fin y al cabo, ya en tiempos de su antecesor Augusto, los incendios habían abundado de tal modo en las calles sucias y angostas de los barrios populares, que el gobierno se vio obligado a prohibir la erección de casas que excedieran la altura de setenta pies. También este parecía haberse originado en las populosas callejuelas del Palatino y del Celio, hacia la parte del Gran Circo, donde había numerosos comercios de extranjeros, en los cuales solían expenderse materias fácilmente inflamables.

Pero había que reconocer que todos los incendios anteriores se dominaron con relativa facilidad. El río fue para ellos una barrera infranqueable. Jamás los fuegos transtiberinos cruzaron tan orondos los puentes. Nunca se atrevieron con los altos muros de los templos ni de los palacios. «En el incendio de este verano —insistía el informe una y otra vez— brillan entre la sombra, César, manos criminales. Manos que alimentaron constantemente las llamas, impidiendo que se adormecieran en los lotes húmedos o en los remansos del viento. Y nosotros conocemos esas manos».

Fue aquí donde Nerón comenzó a alarmarse. Despidió a dos o tres mozalbetes que trataban de alejar de su mente las ideas sombrías y se esforzó por concentrarse en el texto del acta. «Sabemos lo que tú, divino César, ignoras». Pero, por Júpiter, se dijo, ¿por qué había yo de ignorarlo, a no ser porque ustedes se habían empeñado en ocultármelo? Cambió de posición entre los cojines y prosiguió, cejijunto, la lectura. «En sus cincuenta y cinco años de vida, el prefecto romano ha aprendido a estimar la calidad y la astucia de todos y de cada uno de los enemigos del Imperio. Y, entre las multitudes abigarradas que pueblan nuestra capital, a distinguir la más venenosa de las hidras que nos inficionan, y cuyas cabezas son ya innumerables».

En la mente del Emperador, hombre instruido, poeta, alumno alguna vez del filósofo Séneca, la palabra hidra poseía diferentes connotaciones. Se trataba, por una parte, de uno de esos extraños bichos de agua dulce, que se alimentan de gusanillos y dan la impresión de un tubo, cerrado en un extremo y erizado de tentáculos en el otro. Pero también de aquel monstruo de múltiples cabezas al cual dio Hércules muerte en la laguna de Lerna, nacido probablemente de las destroncadas testas, a ella arrojadas, de los maridos de las danaides. Innumerables cabezas y tentáculos, pensó: mi prefecto, mis ediles y mis cuestores me notifican de la presencia en Roma de un monstruo constrictor y muy pensante.

Siguió leyendo: «Sabrás, Nerón César, que en los confines de nuestro Imperio habita un pueblo, extraño en verdad, muy distinto de los demás que conocemos y que hemos aprendido a mantener en cintura. Hace muchísimo tiempo, ese pueblo se designa a sí mismo como judío, voz que entraña un doble concepto étnico —israelitas del reino de Judá— y religioso. La fuente de su ley se encuentra en una serie de escrituras traducidas hace más de dos centurias al griego bajo el nombre de Septuaginta. Entérate, porque conviene a tus intereses, que los judíos no suelen solo habitar sus asentamientos nativos, vecinos del Asfáltites, sino que andan dispersos por Mesopotamia, Persia, Siria, Asia Menor, Egipto, Cirenaica, Grecia, Macedonia y el propio territorio metropolitano de Roma. Ello no implicaría motivo de preocupación, a no ser porque en el corazón de cualquiera de ellos priva la necesidad de imponer al total de los humanos el culto de su dios Yahweh, divinidad que, según sus creencias, es la única que habita el Olimpo. Queremos decir, César, que aunque los oigas hablar de dioses en apariencia diversos, como El, Eloah, Elohim, El Elyón o El Sadday, en realidad se trata de uno solo, Yahweh, a quien creen Señor Absoluto del Universo. Nuestras viejas observaciones de sus costumbres nos hacen saberlos fanáticos, esclavos sumisos y ciegos de su divinidad. De allí el peligro que suponen».

¿Y es esta la Hidra?, se preguntó Nerón; ¿no bastarían unas cuantas degollinas para yugularla, inutilizando sus tentáculos y enmudeciendo sus cabezas? Pero una frase que advirtió al pasear de nuevo la vista por el manuscrito lo sacó de ese repentino buen ánimo. Sus funcionarios ensayaban, para tedio suyo, una historia del judaísmo, a la luz de quizá muy fragmentarias averiguaciones. La posibilidad de un destierro en Babilonia, cierto edicto del persa Ciro, una sublevación de los macabeos, la toma de Jerusalén por Pompeyo… Finalmente, el surgimiento de un nuevo culto. Pues, según decían, los judíos rendían tributo a una cadena casi ilimitada de profetas, el último de los cuales, un tal Jashua o Yusú, parecía haber instituido cierta secta condigna, fundada siempre en Yahweh —y aquí venía la frase espeluznante—, que empezaba a ganar numerosos adeptos entre la población de Roma.

Quiso sonreír, pero obviamente el dato no provenía de ninguno de esos alarmistas ingenuos a quienes un gran incendio como el que vivían inflamaría la imaginación a extremos deplorables. En modo alguno. Provenía de su experimentado y sesudo prefecto; y lo respaldaban ediles y cuestores. Leyó en forma casi transversal: «Hará unos tres años, un tarsiota a quien tu prefecto conoce de mucho atrás, pues tuvo el honor de servir en ti

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