Morir de amor

Teresina Muñoz-Nájar

Fragmento

INTRODUCCIÓN

El feminicidio de Simona Estelita Quispe no solo le dio un giro a la vida de su familia y a la de mi hermana Aurora (con quien trabajó más de veinte años), sino también a la mía. Me tocó profundamente. Tal vez se cumplió conmigo aquella premisa que señala que mientras uno no experimenta en carne propia una fatalidad no es capaz de entenderla en toda su magnitud. Tal vez.

El asesinato de Simona ocurrió en Arequipa, el 13 de febrero de 2014. Yo no estaba ahí pero a raíz de los hechos me mantuve pendiente de mi hermana a través del teléfono. Aurora me relataba lo que iba sucediendo, y yo sufría con y por ella. No hallaba qué hacer para consolarla. Solo busqué –pasados dos días del crimen– a la feminista Diana Miloslavich, del Centro de la Mujer Flora Tristán, para contarle lo que había ocurrido y ver cómo podía ayudarnos. En ese momento me aterrorizaba el hecho de que Luis Nilton Sucasaire Sucasaire, el feminicida, se hallara prófugo. Después de matar a Simona huyó llevándose consigo, entre otras cosas, la llave que abría la puerta de la casa de mi hermana. Despierta y en sueños lo imaginaba amenazando a Aurora con un cuchillo en la mano. Diana, con esa solidaridad que caracteriza a las mujeres que durante toda su vida han luchado por los derechos de sus pares, me contactó en segundos con el Centro de Emergencia de la Mujer (CEM) de Chapi Chico, ubicado en el distrito arequipeño de Miraflores; con la sede que tiene en esa ciudad la Defensoría del Pueblo; y con otras activistas locales. “Te van a echar una mano”, me dijo.

Cuando me comuniqué con el CEM, la abogada Rocío Cateriano me respondió que ya se había hecho cargo del caso. En lo único que colaboré a partir de entonces fue en llamarla de vez en cuando para ver cómo avanzaba el proceso o en visitarla cuando me encontraba en Arequipa.

Al cumplirse un año de la muerte de Simona y cuatro meses de la lectura de la sentencia que condenó a Sucasaire a veinte años de prisión, decidí hacer un reportaje periodístico sobre el feminicidio con la ilusión de que, finalmente, se convirtiera en un libro. Aquel 13 de febrero de 2015 me propuse contar la historia de Simona –a quien Sucasaire pretendió despersonalizar dándole una muerte feroz– y buscar otros casos que me permitieran abordar el tema desde todos los ángulos posibles. En resumen, quería que mi investigación respondiera a las preguntas básicas que todo periodista debe plantearse: qué, quién, cuándo, cómo y dónde, pero, sobre todo, por qué.

Hay, desde luego, una buena cantidad de publicaciones sobre el feminicidio, muy valiosas todas y que, por lo menos para mí, han sido fuentes insuperables de información. No tenemos, sin embargo, textos que aborden la problemática desde una mirada periodística, ni escritos –espero– con la mayor sencillez y sensibilidad posibles. Los libros editados por las organizaciones feministas son extremadamente importantes, pero su difusión es limitada y su lenguaje asaz académico. Lo mismo ocurre con los informes e investigaciones de entidades como la Defensoría del Pueblo, el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), y las tesis universitarias. Su alcance no se extiende más allá de sus páginas web y solo circulan entre los profesionales cuyo trabajo está relacionado con la violencia de género.

El asesinato de mujeres por el hecho de ser tales ha ocurrido desde siempre en el Perú y en el resto del mundo, aunque se hizo visible y comenzó a ser un tema preocupante a partir de 1993, cuando aparecieron y se multiplicaron “las muertas de Juárez” en México. El asunto es que, como sociedad, nos ha costado aceptarlo. Se nos ha hecho difícil entender la diferencia entre la muerte de una mujer a manos de un ladrón que quiso arrebatarle la cartera, y su fallecimiento golpeada, acuchillada, asfixiada, violada, quemada, envenenada, desfigurada o abaleada por su marido o conviviente. Nos hemos resistido a reconocer que la violencia machista existe y está presente en cada rincón de este país. Que los hombres nos matan por celos, porque trabajamos, porque les servimos la comida muy picante o porque queremos dejarlos. Hasta que lo vimos con nuestros propios ojos.

Si bien la ley que tipifica el feminicidio –impulsada por las organizaciones feministas, y defendida (cuando estuvo a punto de ser archivada por enésima vez por la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Congreso de la República) por periodistas como Patricia del Río y Mónica Delta– figura en nuestro Código Penal desde el año 2011, fue recién en 2016 cuando todos los peruanos, indignados ante las evidencias, nos dimos cuenta de la trascendencia de este fenómeno. Los casos, tan mediáticos ambos, de la exbailarina Lady Guillén y de la joven ayacuchana Cindy Arlette Contreras –que originaron la histórica y espontánea marcha llamada “Ni una menos”– sintetizaron cuán peligroso es ser mujer en este país, y en cualquier otro.

El problema, por cierto, no se limita a la impunidad con la que actúan ciertos hombres o a la insensibilidad con la que reaccionan las autoridades judiciales. Es mucho más complejo que eso: toca a numerosos sectores del Estado e incluye a la sociedad civil. En el presente trabajo intento demostrarlo.

Es cierto que las estadísticas nos señalan que la ocurrencia de feminicidios en el Perú se ha mantenido más o menos pareja a lo largo de los últimos años: aproximadamente 10 mujeres son asesinadas cada mes (y 12 cada día en Latinoamérica). Llama la atención, no obstante, la cantidad de feminicidios –124 según el MIMP– producidos en 2016, luego de que en los dos años anteriores no superaran la centena. ¿Por qué entonces en 2016, justo el año en el que todos los medios de comunicación acordaron tácitamente abordar los feminicidios e intentos de feminicidios, mirando más allá de los cuchillazos y los moretones, hubo más mujeres asesinadas que en 2011 (93), 2012 (83), 2014 (96) y 2015 (95), y también más tentativas (258 en 2016 vs. 198 en el 2015)? ¿Acaso porque a propósito de la marcha “Ni una menos”, realizada en agosto, nos volvimos más respondonas y decidimos denunciar a nuestros agresores?

Es importante precisar que son dos las entidades del Estado que registran los feminicidios y tentativas de feminicidio en el país: el MIMP y el Ministerio Público, este a través de su Observatorio de la Criminalidad. Lo digo porque si alguien busca las cifras que presentan ambos organismos, se dará cuenta de que son muy diferentes. Eso porque el Observatorio solo considera feminicidios los casos que los fiscales han determinado como tales; es decir, aquellos perpetrados por despecho, odio, rencor, venganza o discriminación contra la mujer. El MIMP, mientras tanto, se anticipa a la acusación fiscal y registra todas las muertes de mujeres que podrían ser calificadas como feminicidios.

Lo que queda muy claro es que la mayoría de las víctimas tiene entre 18 y 35 años, y la mayoría de los victimarios entre 18 y 44. También, que hay más feminicidios en las zonas urbanas que en las rurales.

En esta investigación, además de la historia de nuestra querida Simona, cuento la de otras tres mujeres que fueron asesinadas entre 2010 y 2015. Simona era la mayor de todas. Tenía 4

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