Chocolate sin menta

Fragmento

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Jayden

I’m sorry that I hurt you

It’s something I must live with everyday...

Hoobastank — The Reason

Por ese entonces me sentía frágil y cansado.

Creo que todos estamos hechos de cristal, y que, cuando nos rompemos, todo lo que queda son trozos inconexos y afilados. Nada tiene sentido, ni siquiera tú mismo. Resulta que nadie puede recoger esos trozos por ti, solo pueden estar a tu lado en el proceso. Intentaré explicarlo mejor. ¿Alguna vez has roto un vaso? ¿Has intentado recoger lo que queda? ¿Ha venido alguien a decirte: «Oye, veo un trozo de cristal bajo la alfombra»? Porque ese es el papel de los demás, identificar esos fragmentos que todavía no has podido juntar para empezar a recomponerte. A sanar. Pero para eso tienes que estar dispuesto a mirar, y yo no estaba preparado… aún. Supongo que es lo que pasa cuando construyes tu mundo alrededor de otra persona: no sabes quién eres cuando esa persona ya no está.

Empezaré por el principio.

La pantalla del ordenador se sumió en un negro absoluto después de ocho horas de códigos e informes. No hacía tanto, o quizás sí, todavía me preguntaba si la programación era mi verdadera vocación. Es decir, si no habría otra profesión que pudiera hacerme sentir un poco más realizado y menos vacío. Pero los sueños que pudiera tener o las metas que un día quise alcanzar dejaron de importar un seis de julio.

Miré mi reloj de muñeca. No sé por qué. Sabía que eran las dos en punto y que aquel viernes no podría coger el autobús, volver a mi apartamento y no salir hasta el lunes porque tenía planes. Yo. Harper me diría que una fiesta es un planazo, pero de planazo no tenía nada. Para ponerte en situación, llevaba casi dos años limitando mis interacciones con el mundo a un estricto mínimo, y ese reducido abanico incluía mis obligados compañeros de trabajo —entre ellos, Harry el Sucio, como solían llamarle los de recursos humanos— y mi hermano pequeño. Nada más.

En lo que a mí respectaba, el mundo era un agujero profundo y negro que se había llevado lo que más amaba. No diría que había perdido las ganas de vivir, aunque alguna vez se me pasara por la cabeza; simplemente nada me hacía ilusión.

Ya no me quedaban anhelos o aspiraciones. Solo quería…

—Otro día menos en el paraíso.

La voz de Harry fue como un cubo de agua fría. Mi compañero, ese que se sentaba en el cubículo contiguo al mío, se había levantado y se estaba ajustando la chaqueta del traje, preparado para marcharse. Forcé una sonrisa amable y empecé a adecentar mi mesa. Era una persona de costumbres y me gustaba juntar todos los pósit de la jornada para dejarlos justo debajo del monitor. No contento con mi escueta reacción, Harry lo intentó otra vez.

—Me sabe mal que te pasen a la otra oficina. Si necesitas que te ayude a recoger la…

—No te preocupes —interrumpí, y quizá fui demasiado brusco—. No tengo tantas cosas.

—Vale, tío. Acuérdate de traer algo para la despedida. Es tradición.

Respondí con un escueto asentimiento. La oficina se vaciaba por segundos y yo seguía en mi silla con el propósito de posponer lo inevitable. ¿En qué estaba pensando cuando acepté ir a la fiesta? Seguramente en que había sido un pésimo amigo durante dos años y sentía la imperiosa necesidad de compensar a Lily, mi mejor amiga, de alguna manera.

Abrí el primero de los tres cajones de mi escritorio. Bajo un montón de papeles encontré el marco de fotos que una vez estuvo sobre la mesa. Lo cogí, aunque reticente. Todavía no le había dado la vuelta y ya se me aceleraba el pulso. Al girarlo y ver la foto que nos capturó a Harper y a mí a los pies de la Torre Eiffel se me hizo un nudo en el estómago. Sé que lo que uno menos quiere cuando pierde a un ser querido es mirar al pasado, pero yo lo necesitaba de vez en cuando. Recordarle así. Sus ojos marrones, su sonrisa sincera. Su piel bronceada, su pelo negro como el tizón y tan caótico como él. Quería recordarle feliz, no agonizante. Sacarme el recuerdo de su mirada vacía y de su cabeza en el salpicadero del coche.

Aquella noche en París gritamos cuánto nos queríamos tantas veces que no sé cómo no acabamos en una comisaría. De eso hacía ya mucho tiempo. Y si bien el chico de la foto era yo, se trataba de otra versión de mí. Un Jayden más valiente, más seguro de sí mismo. Un Jayden al que no le importaba pasarse ocho horas programando software porque sabía con qué llenar todas las demás: horas de risas, de silencios, de helados de vainilla y sexo en un sofá viejo. Baladas con letra y bailes sin música; planes esporádicos, cancelaciones de última hora, promesas en una bañera y barbas sin afeitar.

Ya no era nada de lo que un día fui. Lo único que me quedaba era la voz de un fantasma al que aferrarme como un explorador desorientado a su brújula.

No tardé mucho en vaciar mis cajones y guardar lo poco que tenía en una caja de cartón. El lunes empezaría en otra oficina porque, según Julian Stevenson, el director de la empresa, estaba malgastando mi talento en aplicaciones web cuando podría hacer cosas más grandes. Cosas más grandes. Supongo que a eso se había reducido todo: a que otros soñaran por mí.

Las horas de la tarde pasaron sin nada digno de mención. Hice una parada en el gimnasio, y una hora después llegué a mi apartamento ubicado en el centro de Chicago que, para mí, seguía oliendo a él. Me dejé caer en la cama y dormí hasta que una orquesta de cláxones me despertó pasadas las siete. A partir de entonces todo fueron prisas.

Me duché y me dispuse a acicalarme frente al espejo. No había nada que hacer con la densa barba rubia que no pensaba recortar. Harper y yo teníamos la costumbre de afeitarnos a la vez, uno en cada lavabo. Siempre la llevábamos a la misma medida. Durante aquellos últimos años me había asegurado de que ni crecía demasiado ni la recortaba en exceso para que siguiera igual que el día que se fue. Me concentré en obrar un milagro con la larga melena rubia que casi me llegaba a los hombros. Probé también con una coleta que fue un no rotundo. Después de muchas tentativas me contenté con peinarlo hacia atrás. Con eso hecho, saqué todas mis mudas del armario y preparé diferentes combinaciones. Quería algo sencillo que dijera me he esforzado en parecer un ser humano decente y, al mismo tiempo, esto es pan comido para mí.

No sé en qué momento pensé que el pantalón de licra y algodón negro, la camisa blanca, la corbata de color vino a juego con los mocasines y una americana negra era la mejor de las combinaciones, pero con eso salí de casa pasadas las ocho de la tarde. Pedí un taxi que me llevó a la zona este de Chicago y me dejó enfrente del Green Elf, un pub irlandés con dos enormes barriles de cerveza apostados a ambos lados de la rústica puerta. Un elfo sonriente que brindaba con una jarra de cerveza Guinness me saludaba por encima de las luces de neón.

Los veranos en Chicago son muy calurosos, pero no era ese el motivo por el que el nudo de la corbata apretaba en mi cuello como una soga. Las paredes del local no podían contener el barullo que se fundía con la música excesivamente alta. Lily estaba enamorada de Irlanda y de todo lo que tuviera que ver con los celtas. De hecho, si no recuerdo mal, su trabajo de final de grado de magisterio fue una tes

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