Un duende en mi cabeza

Diana Álvarez

Fragmento

Un duende en mi cabeza
Capítulo 1

No lo podía creer: otra vez me quedé dormido en la hamaca mientras mis amigos, con los que habíamos estado compartiendo el día en mi finca, se regresaban para la ciudad. Cuando decidieron que era momento de emprender la marcha, acordamos que me esperarían en la estación de gasolina, máximo, diez minutos, mientras tanqueaban el carro y compraban una botella de vino para llevar de regalo. Ya sabían de mi exceso de tranquilidad con el reloj, y por eso me ponían bajo presión cuando de llegar a una cita se trataba. Por mi parte, era solo cuestión de levantarme de la hamaca, calzarme los zapatos y echarme un poco de agua en la cabeza para esconder lo despeinado que estaba. De la portada de la finca hasta la carretera principal donde está la estación de gasolina, que también es tienda, granero, billar, café y baño público, y que funciona hasta las nueve de la noche, solo hay doscientos metros; lo justo para llegar a tiempo y estirar las piernas antes de montarme una hora larga, en carro y sin derecho a ventana. Mi puesto con mis amigos siempre es el del medio; aun así, la idea de perderme el aventón no la consideraba, pues detesto tomar el autobús para ir a la ciudad cuando ya el sol entrega su testigo a la noche. Si no llegaba a tiempo, ellos arrancarían para no faltar a la fiesta de cumpleaños de nuestra amiga Maribel, y yo tendría que llegar por mi cuenta. Siempre tengo la costumbre de acostarme en la hamaca de mi casa de campo cuando se destiñe el cielo en las horas finales del día. Y justo eran las seis y cinco de la tarde cuando decidieron que era momento de salir. Me embelesé con los colores del cielo, y…

El caso es que me quedé dormido y cuando desperté ya eran las diez de la noche. Me había perdido la celebración de mi amiga y me había ganado la bronca de todo el grupo de amistades en el chat; y lo peor, tenía mucha hambre y no había casi nada para comer.

Esculqué en los gabinetes de la cocina y encontré una bolsa de pan y un par de tajadas de queso en la nevera. Improvisé un sándwich. Lo acompañé con un jugo de tomate de árbol. Ya era tarde para salir a hacer mercado. Tampoco tenía mucho en los bolsillos.

Volví a la hamaca. Cuando estaba por el segundo mordisco estiré mi brazo, sin mirar, para alcanzar el vaso de jugo debajo de ella, pero no lo tocaba, así que me giré hacia el piso, con pereza, y reparé en que no había nada debajo de mí. Al levantar la vista vi el vaso puesto sobre el marco de la ventana que del corredor da al salón principal. Sostuve el sándwich entre los dientes, y con ambas manos me aferré a los bordes de la hamaca para tomar impulso, pero al poner los pies sobre el piso de madera empujé el vaso de jugo y lo regué.

La piel se me puso de gallina. Hacía solo tres segundos que había visto el vaso en el marco de la ventana y ahora estaba debajo de la hamaca haciendo un charco de líquido ácido que se metía por entre las tablas del corredor.

Cuando quise saltar el charco en puntas de pie, sentí que algo invadía mi espacio. No era algo: era alguien, diminuto respecto a mí. Y por el susto volví a caer sobre la hamaca dando la vuelta completa hacia atrás por encima de la tela wayúu cayendo sobre mi cabeza y de espalda al piso.

Casi hasta mis labios llegaba un pequeño río naranja ocre, con sabor a tomate de árbol. Sentí más sed.

Le pregunté quién era y me dijo que de nada serviría su respuesta, pues, igual, no le creería.

Era del tamaño de mi mano, un poco más grande, sonriente y de mejillas muy rojas. Como si se hubiera quemado por exponerse a un sol canicular.

Llevaba botines, chaleco sin camisa y pantalones tipo Capri, de flecos en sus rodillas.

Con precaución me acerqué a la hamaca, y él, en dos brincos, como si tuviera resortes en sus botines, alcanzó el marco de la ventana por donde alguna vez pasó mi vaso de jugo.

—No creo lo que estoy viendo —le dije—. Tú no existes.

—¿Entonces por qué me hablas?

—Para disimular el miedo —respondí.

—¿Tienes miedo de algo en lo que no crees? ¡Qué tal que no me vieras!

Esa respuesta me sacó de mi estupor y solté una gran carcajada.

—¡Y ahora te ríes! —me dijo—. ¡Eso sí que es tener miedo!

Yo seguía riendo y, como pude, le dije, o me dije, no lo sé:

—Esto no está pasando. Esto es una locura. ¡Estoy hablando con un gnomo!

Sus ojos aguamarina me miraron fijamente y sus orejitas puntiagudas se levantaron como el hocico de un perro con rabia. Me frené y casi pedí disculpas con mi gesto.

—De eso hablamos después —dijo, no muy a gusto—. Y no me hagas perder más tiempo, que no es tan temprano como crees; por lo menos, para mí.

Resolví entonces creerme lo que estaba pasando y, casi con vergüenza, accedí a su seña de volver a la hamaca, mientras él se paraba en la parte alta de ella tomando con sus manitos las cuerdas tensadas, como en un acto de circo.

Me atreví entonces a preguntarle su nombre y me hizo conformar con que más tarde lo sabría. Pero enfatizó en que no era un gnomo.

De mí sabía todo, y de mi familia, y de mis amigos y de casi todo aquel que me hubiera visitado o hubiera pasado por el corredor de la finca en el último año.

—Bueno, Hans —me dijo con firmeza—, debo mudarme mañana, así que tenemos poco tiempo y tengo un montón de cosas que solucionar contigo.

Mi extrañeza no se hizo esperar. Me explicó que nunca pasaba más de un año en un mismo lugar, o estudiando a una misma persona, para ser más exactos. Durante la última semana trató de acercárseme, pero como yo siempre estaba acompañado no se había dado la oportunidad de este grato encuentro, según él.

—Mañana parto, pero antes debo cumplir con mi deber —dijo con solemnidad.

—¿Y cuál es tu deber? —pregunté.

—En palabras sencillas, revolcar tu cabeza un buen rato.

—Pues ya lo lograste, porque casi me parto la cabeza y la espalda por tu culpa.

—¿Ves? Siempre le estás echando la culpa a los demás de todo lo que te pasa —dijo mientras sus orejas se volvían a levantar—. Y ni qué decir de la forma como te quejas cuando estás con tu familia y amigos; eres el rey.

La verdad, no sabía qué decirle, pues lo veía tan indefenso que ni pelear me provocaba, pero advierto que sí me dolieron sus palabras, no sé por qué.

—Pero, Hans, créeme que te entiendo —dijo con gravedad llevándose la mano al pecho, casi de manera teatral—, pues contrariar tu propia verdad no es fácil, ya que has convivido con ella durante mucho tiempo. Cada noche te oigo quejarte de que quieres una nueva vida, y al parecer lo único que no quieres cambiar es esta hamaca, que, por cierto, no huele nada bien. ¿Nunca la has lavado?

L

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