Descenso a la noche

Hervé Le Corre

Fragmento

cap-1

 

A menudo, por la mañana, sobre las once y cuarto, aparcaba delante de la escuela, al otro lado de la calle, porque desde allí veía mejor el patio desierto, sus castaños y las ventanas de la clase, en el primer piso. Distinguía las figuritas de papel pegadas a los cristales, abetos, animales, hombrecillos de colores vivos. A veces veía la silueta de la maestra o una mano que se alzaba, y entonces el corazón le latía más deprisa y un amargor áspero le hacía un nudo en la garganta, así que tragaba la poca saliva que tenía en la boca y parpadeaba, porque le escocían los ojos de tanto mirar sin cerrarlos. Había cinco aulas en el primer piso del edificio, pero aquella cuyo fantástico bestiario veía galopar por el cristal había sido la de Pablo. La clase de cuarto de primaria del curso 1999-2000. Fila central, tercer pupitre. Era un aula bonita, con las paredes cubiertas de dibujos infantiles y reproducciones de arte moderno, de mapas y fotografías del mundo, como si alrededor de los chavales se hubiera ido alzando una especie de enciclopedia mural.

En la pared del fondo había un dibujo de Pablo. Lo había visto cuando había ido al aula, después. Pablo dibujaba a todas horas. Decían que tenía talento. Lo había pintado en un enorme cuadrado de papel de un metro de lado. Era una escena de safari fácilmente reconocible, llena de leones, elefantes, jirafas y antílopes: dos todoterrenos cruzaban a toda velocidad el pasto amarillento y un gigantesco rinoceronte azul derribaba de una cornada un tercer vehículo, cuyos ocupantes salían volando por los aires con las extremidades en cruz, como ranas diminutas. Al acercarse para fijarse en los detalles, el hombre no había podido evitar sonreír, porque el chico le había puesto a cada cara una expresión distinta, alegre, asustada o estúpida, y les había dibujado a los animales unos bonitos ojos dulces o fieros.

El hombre había sonreído y enseguida se había vuelto para secarse los ojos y contener los sollozos que le sacudían el pecho. Al día siguiente, la maestra llamaba a su puerta y le devolvía el dibujo, enrollado como un pergamino y sujeto con una cinta roja. Esa noche Ana y él habían terminado enterneciéndose a la vista de los detalles del mural, extendido sobre la mesita baja del salón. Habían deslizado suavemente los dedos por los colores que su hijo había pintado con grandes y rápidos trazos o con un esmero meticuloso para reproducir, por ejemplo, las rayas de una cebra o para tocar a un cazador con un extraño sombrero adornado con una pluma azul. Luego se habían dormido en el sofá a base de lágrimas y abrazos desamparados, y al despertar en mitad de la noche se habían ido a la cama para no pegar ojo ya, cada uno con su abatimiento.

A las once y media la verja se abría y los niños que no comían en la escuela empezaban a salir. Algunos padres iban a buscarlos, casi siempre madres que solían hacerse cargo de varios niños y volvían a irse lentamente, rodeadas de enanos saltarines o protestones. También había hombres esperando, aprendices del arte de ser abuelo la mayoría. El hombre lo observaba todo desde el coche sin hacer el menor movimiento, con las manos apoyadas en el volante. A su lado, en el asiento del acompañante, oculta bajo un paño azul marino, había dejado una pistola calibre 9 mm provista de un cargador con quince balas, una de ellas en el cañón.

Seguía con la mirada a los niños que se alejaban de la escuela sin la compañía de un adulto y los urgía mentalmente a avivar el paso, a apresurarse a volver a casa, mientras espiaba a los viandantes, bastante escasos, y los vehículos, obligados por el badén a reducir la velocidad. Estaba dispuesto a saltar fuera del coche arma en mano y ponerle el cañón en la frente al primer individuo que mostrara un comportamiento extraño con un chaval, e incluso a abrir fuego sobre cualquier coche que se detuviera a la altura de un niño. Después, como no ocurría nada, arrancaba el motor, casi aturdido de rabia y de pena, y volvía al trabajo haciendo un esfuerzo para afrontar la violencia que surgía por todas partes, que lo envolvía y lo asustaba y acababa impregnando su espíritu y estancándose en cada rincón de su cerebro, junto a su inconsolable pena. Nada parecía poder detener todas aquellas llamadas a la centralita ni, en el despacho, todos los gritos, la sangre, las lesiones y las muertes que eso implicaba, siempre la misma miseria… era como si el tufo de esa transpiración de la sociedad enferma y sucia le inundara las fosas nasales en cuanto entraba en la flamante comisaría, colindante con el cementerio de la Chartreuse, un arrogante castillo blanco en el que se anudaban y desanudaban negros destinos, tragedias sin luz ni telón rojo. No se le agarraba a la garganta como el olor a hombres y a fritanga en una cárcel. No, era más sutil e insidioso, mareante hasta la jaqueca.

Se llamaba Pierre Vilar. A su hijo Pablo no le gustaba comer en la escuela. Así que cuando Ana, su mujer, y él habían considerado que, con casi diez años, ya era lo bastante mayor para recorrer sin peligro los cuatrocientos metros que separaban el colegio de la casa, habían cedido. Una vecina, la señora Lucien, se ocupaba de él y le hacía la comida. Pablo la quería mucho. Aunque puede que quisiera aún más a Billy, su bóxer. A menudo, los días de lluvia por ejemplo, la señora Lucien iba a recoger a Pablo. A veces Vilar o Ana se las arreglaban para pasar ellos a buscarlo. No era habitual que el pequeño tuviera que hacer el trayecto solo.

El 20 de marzo de 2000, un martes, Vilar había quedado en recogerlo, pero se había demorado en el despacho a causa de un accidente ocurrido en un atasco en el bulevar, con el resultado de chapa abollada y un herido leve, como supo después, el tipo de cosas que ya no recuerdas por la noche, y había llegado a la escuela a las once y treinta y ocho.

Cuando llamó al timbre de la señora Lucien y la vio palidecer y abrir unos ojos como platos ante la pregunta que explotaba al mismo tiempo en su cabeza, «¿No está Pablo con usted?», echó a correr hacia la escuela siguiendo el recorrido, siempre el mismo, que había repasado veinte veces con el chico, y no lo encontró en la calle tampoco en la verja del colegio, donde sin embargo –posibilidad extravagante– podían haberlo retenido algún castigo o alguna herida sin importancia. Digamos que su mente se arrojaba esos salvavidas para no hundirse en el pánico, aunque ya entonces, pese a las búsquedas, que empezaron enseguida, duraron todo el día y luego días y semanas y no dieron resultado, pese al enorme despliegue de medios y el empeño que pusieron los policías en buscar al hijo de un compañero, lo comprendió. Lo supo. Pero como no siempre se cree lo que se sabe, ese día sintió abrirse bajo sus pies el abismo que se lo tragaría y siguió avanzando sobre el vacío por un puente de hielo, a veces atraído por ese abismo.

Pablo se había volatilizado en una esquina en la que había girado un coche con la carrocería metalizada, tal vez gris, tal vez verde, o azul celeste, un Peugeot o un Citroën, conducido por un hombre,

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