Pasión en directo (Elige tu historia de amor 4)

Winter Cherry

Fragmento

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Uno

Entró en el estudio de grabación con un vaso de cartón en la mano al más puro estilo de Anatomía de Grey, donde el café se había convertido en uno más de los protagonistas de la conocida serie de médicos y en la que se mostraba como una droga con la que poder comenzar un día duro. Para Sabela, la ardua jornada de trabajo comenzaba a las siete de la tarde cuando dejaba atrás a la periodista e investigadora y se transformaba en la realizadora de uno de los programas de cotilleos más vistos de la televisión en el que los contertulios podían acabar besándose en público o llegando a las manos. Ahora se alegraba de poder trabajar tras las cámaras, donde tan solo era una pieza anónima más de las que formaban la máquina que intentaba entretener a la audiencia y, por encima de todo, superar a la competencia en el share diario. Había abandonado aquellos días en los que ofrecía su sonrisa mientras contaba todas y cada una de las noticias con las que se alimentaban buena parte de los españoles. Unas duras, algunas gratificantes y la gran mayoría pasaban sin pena ni gloria mientras su sonrisa permanecía impertérrita y se convertía en un auténtico robot. No había sido feliz en los noticieros de la cadena y eso le había llevado a prepararse como realizadora con la única idea de cambiar de posición con relación a las cámaras. Ahora pasaba las horas tras una mampara de cristal y daba órdenes a diestro y siniestro al tiempo que sus ayudantes apretaban botones, movían cámaras y dirigían luces que iluminaban a unos y a otros en el plató.

—Buenas tardes, Sabela.

—Buenas tardes, Agustín.

—¿Algo nuevo en el mundo?

—La misma basura de siempre.

Una broma que llevaban compartiendo desde que la joven morena, de pelo negro y ojos del color del cielo, comenzara a trabajar en la cadena diez años atrás. El tiempo no había pasado ni para ella ni para el conserje, pero Sabela tenía que reconocer que los años no solo habían sido benignos con ella, sino que la habían convertido en una mujer muy interesante que mostraba al mundo lo que había heredado de su madre, venezolana de nacimiento, y que no había sido otra cosa que el aspecto de una de aquellas mujeres que habían sido las protagonistas de un sinfín de culebrones en la década de los noventa. Era una mujer que media más de uno setenta y cinco, con el cuerpo redondeado y fuerte que había heredado de su madre y los ojos que le había trasmitido su padre, un holandés al que una joven auxiliar de vuelo de veinticinco años había conocido treinta y tantos años atrás y con el que tan solo había compartido una noche de pasión. Sabela no conocía a su progenitor, aunque sabía que se trataba de un futbolista que había sido muy famoso en su país y que había llegado a jugar en la Premier League, pero, por mucho que había investigado, no había encontrado parecido con ninguno de aquellos jugadores que habían participado en la liga inglesa en la época en la que España era elegida para convertirse en el centro del universo en los Juegos Olímpicos de Barcelona.

Sabela saludó a los cámaras, que repasaban el buen funcionamiento de las máquinas de grabación, y se dirigió al centro de control desde el que iba a supervisar el programa de entretenimiento Crea fama y échate a dormir. Dos horas en las que Vanesa Leclerc, fichaje reciente de la cadena, lucía su palmito al tiempo que intentaba lidiar con los expertos en el faranduleo y que debían su fortuna y su fama a diversos escarceos de cama, posibles fraudes fiscales y más de un escándalo que pretendían airear frente a las cámaras, pero con la idea de mostrarse como seres desprotegidos y denigrados a partes iguales. Sabela no envidiaba a la presentadora porque, a sus veinticinco años, había hipotecado su dignidad para ganarse unas cuantas horas de cámara que la ayudarían a llegar a la alfombra roja de aquello que defendía y presentaba. Sabela, por su parte, había sido, años atrás, la cara visible del telediario de las nueve de la noche y había logrado mantener una imagen de mujer sobria y culta que la había ayudado a llegar a donde había llegado.

—Buenas tardes, chicos —saludó nada más entrar en la cabina de control—. ¿Todo bien por aquí?

Julio, ayudante de realización, se dio la vuelta y se acercó a ella en dos zancadas. Antes de que pudiera dejar el vaso de café en su mesa, sintió el nerviosismo en el joven de pelo castaño y ojos marrones, que la miraba como un cervatillo asustado y que, de tanto en tanto, lograba contagiar su estado a todos los que lo rodeaban. La única que solía mantener la calma era Sabela, aunque ahora intuía que la actitud nerviosa de Julio poco o nada bueno podía llevar.

—No sabemos nada de Vanesa.

Sabela se sentó en el borde de la mesa, cogió el guion del programa de aquella misma noche y lo miró por encima.

—¿Qué quieres decir con que no saben nada de Vanesa? En diez minutos tenemos que hacer la prueba de cámara.

—Pues ese es el problema. No aparece por ningún lado. Tenía que haber llegado hace más de una hora y nadie la ha visto.

Sabela sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y marcó el número de la presentadora. Pocos segundos después saltaba el buzón de voz y escuchaba la grabación que animaba a dejar un mensaje en el contestador. Volvió a marcar, pero esta vez decidió llamar a su número privado. También en esta ocasión se puso en marcha la maquinita que tanto odiaba y comenzó a preocuparse, ya que no era normal que Vanesa Leclerc se comportara de aquella manera. Si bien tan solo tenía veinticinco años, había demostrado absoluta profesionalidad y el indudable deseo de convertirse en la presentadora perfecta. Era evidente que soñaba con transformarse en un referente de los programas del corazón y no resultaba lógico que faltara a uno sin una razón de peso para hacerlo. Sabela miró el reloj de pulsera y chascó la lengua. Quedaba poco menos de una hora para el comienzo del programa que se emitía en directo para permitir la participación del público con sus llamadas telefónicas y no había un plan B en caso de ausencia de la presentadora. Sabela abandonó el control y cruzó el plató en dirección al pasillo que conducía a los vestuarios, a la sala de descanso y a la peluquería, donde eran maquillados tanto los presentadores como los invitados. Al llegar allí se asomó y tuvo la respuesta que buscaba mucho antes de preguntar, ya que las dos maquilladoras estaban apoyadas en la encimera, con sendas revistas de cotilleos entre las manos.

—Buenas tardes. ¿Sabéis algo de Vanesa?

Una de las maquilladoras levantó la cabeza y se encogió de hombros.

—Nada de nada. Merche está muy nerviosa. Ya nos ha preguntado tres veces. Nosotras ya hemos maquillado a los invitados y están en la sala de descanso.

Sabela le dio las gracias y regresó al pasillo donde se chocó con Mercedes Sanz, la responsable de que los famosos se encontraran en su salsa y que no se tiraran de los pelos antes de comenzar el programa. Además de aquella difícil e ingrata tarea, también era la asistente personal de la presentadora y su rostro no presagiaba nada bueno.

—¿Qué ocurre?

La joven se detuvo en mitad del pasillo y miró hacia uno y otro lado como si temiera ser escuchada. Miró a Sabela y tragó saliva antes de tomar una decisión que podía dar al traste tanto con su carrera como con

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