NOPI

Yotam Ottolenghi
Ramael Scully

Fragmento

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Introducción

Si tienes alguno de mis libros anteriores —Ottolenghi, Jerusalén, Exuberancia—, enseguida te darás cuenta de que estas recetas son un poco más complejas y que suponen un desafío mayor para los cocineros aficionados. La mayoría están compuestas por distintos elementos que deben prepararse por separado, a veces con bastante antelación, antes de combinarlos en un plato en el último minuto.

Si he empezado con esta advertencia no es para desanimar a nadie —creo que los platos que incluye son espectacularmente deliciosos y estoy muy orgulloso de ellos—, sino para dejar claro que éste es el libro de cocina de un restaurante, y por lo tanto, incluye platos muy elaborados. La mayoría de las recetas de mis libros anteriores las creé en una cocina doméstica. Sin embargo, éstas han nacido en un ambiente en el que un equipo de cocineros profesionales ha trabajado durante horas para preparar lo que será un momento álgido, el famoso «servicio», en el que se llevarán cientos de platos a la mesa para un gran número de comensales durante un breve espacio de tiempo. En definitiva, lo contrario a como se cocina y se come en casa.

El contraste entre estas dos concepciones ha escrito la historia de este libro. Ramael Scully (de ahora en adelante Scully, como lo llamamos nosotros) y yo hemos intentado modificar y simplificar las recetas de NOPI sin perder su esencia. El objetivo ha sido doble. Por un lado, mantener cierto grado de complejidad que responda a unas recetas que son, por naturaleza, complicadas. Por el otro, hacer que el cocinero aficionado sienta que prepararlas en casa es gratificante y delicioso.

La confluencia de estas dos visiones también ha marcado la historia de mi relación con Scully. Ha llegado el momento de transmitirla, porque en realidad es la historia de la creación de la comida que encontrarás en las siguientes páginas.

Encuentro casual

Muchos de los momentos trascendentales de la vida surgen por azar. Un buen ejemplo de ello es cómo conocí a Scully. Antes de adentrarme en el mundo mágico del rasam, el sambal y el pandán, en una sesión de prueba más, un día cualquiera, en la cocina de Ottolenghi en Islington entró un hombre grandote de sonrisa agradable, herencia cultural desconcertante y andares característicos, pues arrastraba los pies. Scully respondió al que debía de ser el quinto anuncio on line que Jim Webb, el jefe de cocina, había puesto en el portal Gumtree a principios de 2005 en su desesperada búsqueda de un chef de partida sénior. Su tarea consistiría en crear una breve carta de platos calientes que se servirían en las cenas junto con nuestras habituales ensaladas y pasteles.

Este australiano no tenía nada inusual ni especialmente prometedor; en los restaurantes, los chefs suelen entrar y salir con cierta regularidad. A Jim parecía gustarle Scully, y eso me bastaba. Además, con la escasez crónica de chefs que hay en Londres, no podía exigir demasiado. En resumen, Scully consiguió el puesto y empezó la formación para dirigir el servicio nocturno. Al cabo de poco tiempo su trabajo parecía aceptable, si bien recuerdo una breve charla en la cámara frigorífica en la que Jim expresó ciertas dudas sobre la experiencia de Scully y su eficiencia durante el servicio. Le propuse esperar y observar.

Días más tarde probé la comida de Scully por primera vez. Si la memoria no me falla, preparó unas setas portobello cocinadas en vino blanco con hierbas aromáticas leñosas y, al más puro estilo Scully, un montón de mantequilla, todo cubierto con cebada perlada, feta y limón encurtido. También me sirvió la panceta de cerdo más crujiente que había entrado en mi boca hasta ese momento, acompañada de una compota dulce y picante de ciruelas, ruibarbo, guindilla, jengibre y anís estrellado. ¡Me atrapó por completo!

Todos los puntos fuertes de la cocina de Scully estaban presentes en esos dos platos: su habilidad para combinar ingredientes con virtuosismo y estilo (limón encurtido, romero, feta y cebada), su meticulosidad para hacerlo todo en su punto justo (ese chicharrón celestial), su pasmosa generosidad (una botella de vino blanco en cada plato), su experiencia y comprensión de la cocina mediterránea y asiática, y su habilidad para combinarlas de un modo reflexivo en un contexto actual.

La comida de Scully encajaba casi a la perfección —más adelante explicaré este «casi»— con el estilo Ottolenghi: los atrevidos e intensos sabores que se convirtieron en marca de la casa, las irreverentes combinaciones de ingredientes, los vivos colores en el plato, la generosidad y sus grandes gestos, la curiosidad y el ver la comida como algo dinámico, buscando siempre el siguiente ingrediente, una nueva combinación o un método radicalmente distinto… Todos ellos eran rasgos que, sin duda, teníamos en común.

A las pocas semanas de unirse a Ottolenghi, Scully ya dirigía el servicio nocturno. No paraba de crear nuevas recetas y sabores, muchos de ellos desconocidos para mí. Servía platos que iban desde calamares con quinoa, tomates cherry ahumados y prosecco, hasta tarta de semillas de amapola con calabaza, queso de cabra y mermelada de zanahoria. Junto a la comida, llegaron las historias: el sambal era un híbrido entre la receta de su madre y las de sus numerosas tías; el confit de pato se salaba y se dejaba en la grasa durante tres meses porque así se hacía en Bathers Pavilion, el restaurante frente al mar de Sídney donde él se formó.

La comida de Scully reflejaba su intensa y enrevesada historia personal. Nació en Malasia, de madre de ascendencia china e india y padre de sangre malaya e irlandesa. A los ocho años se mudó con su madre y su hermana a Sídney, donde fue al colegio y más tarde a una escuela de hostelería. Cuando llegó a nuestro restaurante, contaba con un bagaje culinario muy particular. Sus sabores malayos eran —como los de Jerusalén de Sami Tamimi y míos— la base de su imaginario gastronómico. También aportaba años de formación en la tradición europea y experiencia en restaurantes elegantes. Era, como nosotros, un híbrido inusual. La dinámica que se ha ido desarrollando desde que el mundo Ottolenghi se encontró con el de S

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