1. El Banco de Chihuahua
Ésta es la historia de un hombre, una revolución y un tesoro. La revolución fue la de México, en tiempos de Emiliano Zapata y Francisco Villa. El tesoro fueron quince mil monedas de oro de a veinte pesos de las denominadas maximilianos, robadas en un banco de Ciudad Juárez el 8 de mayo de 1911. El hombre se llamaba Martín Garret Ortiz, y todo empezó para él la mañana de ese mismo día, cuando oyó un disparo lejano. Pam, hizo, seguido de un eco que fue apagándose en la calle. Y después sonaron otros dos seguidos: pam, pam.
Dejó sobre la mesa el libro que estaba leyendo —La energía eléctrica en la moderna explotación minera— y se asomó al mirador apartando los visillos. Parecían tiros de fusil disparados a dos o tres manzanas de allí. A un par de cuadras, como decían los mexicanos. Al cabo de un momento sonaron otros, esta vez más cerca. Sobre los tejados de las casas bajas y chatas se levantó una columna de humo primero gris y luego negro que la ausencia de viento mantenía vertical en el azul cegador de la mañana. Ahora el tiroteo era más nutrido, tornándose un chisporrotear de estampidos: pam, crac, crac, pam, crac, pam. Así sonaba, y el eco volvía a multiplicar el ruido. Era un crepitar intenso, semejante al arder de madera seca, que parecía extenderse por todas partes.
Ya empezó, se dijo, excitado. Ya los tenemos ahí.
Era Martín Garret un joven curioso, todavía en esa edad —veinticuatro años cumplidos dos meses atrás— en la que uno cree hallarse a salvo de los imprevistos del azar y de las balas perdidas que zumban en las calles. Pero, sobre todo, se aburría en su habitación del hotel Monte Carlo esperando la reapertura de las minas Piedra Chiquita, cerradas por la inseguridad política en el norte del país. Así que la novedad pudo más que la prudencia. Se abotonó el chaleco y ajustó la corbata, cogió sombrero y chaqueta e introdujo en ésta un pequeño revólver Orbea niquelado con cinco cartuchos de calibre 38 en el tambor. Aquel peso en el bolsillo derecho inspiraba cierta seguridad. Después bajó de dos en dos peldaños las escaleras, pasó junto al asustado conserje, que asomaba apenas los bigotes tras el mostrador del vestíbulo, y salió a la calle.
Quería mirar, verlo todo con sus propios ojos ávidos. Desde que llegó de España, el joven ingeniero de minas había seguido la evolución de los acontecimientos a través de los periódicos nacionales y estadounidenses. Todos hablaban de la inminencia del conflicto, de la inestabilidad del presidente Porfirio Díaz, de cómo los descontentos se unían en torno al opositor Francisco Madero. En los últimos meses se habían sucedido tensiones políticas, hechos ominosos, incidentes que incluían cada vez más sangre. Incluso verdaderos combates. Las partidas de bandidos, pequeños rancheros o campesinos desesperados se agrupaban ahora en brigadas con organización casi militar, bajo cabecillas que reclamaban justicia y pan para el pueblo, sumido en la miseria por hacendados arrogantes y por un gabinete presidencial ajeno a la razón. Para cualquier mexicano de las clases medias y bajas, la palabra gobierno era sinónimo de enemigo. Por eso los insurrectos querían Ciudad Juárez, principal paso fronterizo con los Estados Unidos. Se habían acercado en los días anteriores, ocupando posiciones en torno a la ciudad. Acumulando fuerzas. Ahora empezaba la verdadera lucha y quizá la revolución.
Yacía un hombre muerto al extremo de la calle desierta, frente al salón de billares Ambos Mundos. Estaba tirado boca arriba y seguramente alguien lo arrastró hasta allí después de que le dieran un balazo, buscando ponerlo a cubierto, pues había un largo reguero de sangre medio coagulada en la tierra de la calle sin asfaltar. Martín nunca había visto a nadie muerto de forma violenta, ni siquiera en las minas; así que se quedó un momento mirándolo. Le llamaba la atención el desorden de la ropa, los bolsillos vueltos del revés, los pies sólo con calcetines —habían desaparecido los zapatos— y el rostro contraído encarando el cielo, abiertos los ojos que velaba una fina capa de polvo depositada en ellos. Sobre la boca entreabierta revoloteaban moscas, zumbando entre ella y el agujero pardusco que el muerto tenía en el pecho. Era un hombre de edad indefinida, entre los treinta y los cincuenta años, con ropa de ciudad. No parecía un combatiente, sino una víctima del azar, tal vez de alguna bala perdida. Entonces Martín intuyó por qué lo habían arrastrado hasta ponerlo al amparo de los edificios cercanos y bajos. No con intención de atenderlo, pues seguramente ya estaba muerto, sino para despojar con calma el cadáver.
Caminó un poco más, hasta la esquina y luego adelante, procurando hacerlo pegado a las paredes. Las calles permanecían desiertas. Fuera de su vista continuaba el tiroteo, muy violento ahora, que parecía multiplicarse en varios lugares. Anduvo guiándose por el ruido de los disparos más próximos. Su intensidad era mayor por la parte noroeste, hacia el río Bravo y los puentes que cruzaban la frontera al lado estadounidense de El Paso, Texas.
Sintió sed. La tensión le secaba la boca. Las casas disminuían en altura en aquella zona de la ciudad y el sol pegaba fuerte: cada vez más arriba, dejaba pocos espacios de sombra. Se aflojó el nudo de la corbata, secó el sudor de la frente y la badana del sombrero con el pañuelo y miró alrededor. Ni un alma. Nunca había imaginado que la guerra despoblase tanto el paisaje.
Al otro lado de la calle, el rótulo El As de Copas pintado en una fachada indicaba una cantina. La sed seguía torturándolo, así que hizo un rápido cálculo de pros y contras. Tras decidirse, echó a correr para alcanzar el lugar; treinta metros que se hicieron largos, pero nadie le disparó, aunque los tiros sonaban no demasiado lejos. La puerta de la cantina estaba cerrada. Llamó varias veces sin resultado, hasta que al fin se entreabrió un palmo y un rostro cenceño y bigotudo apareció en la rendija.
—Déjeme entrar —dijo Martín—. Tengo sed.
Una duda silenciosa, dentro. Sobre el bigote, dos ojos muy negros lo observaban con recelo.
—Llevo dinero —insistió el joven—. Pagaré por lo que beba.
Tras una corta vacilación le franquearon la entrada. El interior estaba en penumbra a causa de los postigos echados: la luz penetraba por una claraboya alta, iluminando malamente una habitación con mesas y sillas desvencijadas, un mostrador y varios bultos inmóviles, sentados. A medida que sus ojos deslumbrados se acostumbraron, Martín pudo distinguir los detalles. Había allí media docena de hombres y todos lo contemplaban con curiosidad.
—¿Qué le sirvo, señor?
—Agua.
—¿Nada más? —lo miró el cantinero, extrañado—. ¿No quiere sotol, o tequila?
—Después. Ahora deme agua, por favor.
Bebió con ansia hasta vaciar la jarra. Uno de los hombres se levantó y anduvo hasta el mostrador, recargándose en él frente al cantinero. Era pequeño, panzudo bajo la chaqueta de dril entreabierta, y un bigote frondoso le ensombrecía la boca. Estudiaba despacio a Martín, que se había quitado el sombrero al entrar y se enjugaba el sudor de la cara con el pañuelo.
—¿Español? —preguntó.
—Sí.
—Se le nota lo gachupín en el habla.
Asintió Martín, inseguro de si eso era bueno o malo. A menudo se asociaba a los hacendados españoles con los afectos al régimen de Porfirio Díaz.
—Cada quien es de donde es —dijo.
—Claro.
Sin preguntar más, el cantinero le había puesto delante a Martín un vaso de tequila. Se lo llevó a la boca, bebió un sorbo y el alcohol ardiente le hizo crispar la cara. Tequila transparente como el agua y fuerte como el diablo.
—No es día para andarse paseando —opinó el panzudo.
Seguía mirándolo con curiosidad. Afuera sonaban, apagados, los tiros lejanos.
—¿Son los rebeldes? —inquirió Martín.
Una sonrisa sin humor le torció al otro el bigotazo.
—Lo de rebeldes, señor, según y cómo… Lo que son es maderistas que se fajan a plomazos con los mochos. Y viceversa.
—¿Los mochos?
—Los soldados, o sea. Los pelones.
—Los llaman así por el pelo al rape —quiso aclarar el cantinero.
—Meros desgraciados contra desgraciados… Obligados por quienes mandan a buscar en el otro mundo lo que aquí no tienen.
El bigotudo panzón hablaba bien, educado. Se veía hombre de cierta instrucción. Indicó la puerta de la calle.
—Yo que usted, señor, me terminaba tranquilo el tequila. Si asoma ahí afuera lo pueden perjudicar.
—¿Qué está pasando?
—Se brega en varios lugares, y también en la estación —señaló el mexicano a los que estaban sentados—. Aquí los muchachos se lo pueden decir mejor que yo. Está cerca y de allí vienen.
Se fijó Martín en los cuatro: ropa de mezclilla azul manchada de grasa, gorras mugrientas, bigotes en rostros sucios de carbonilla. Ferroviarios. O ferrocarrileros, como decían en el norte. Dirigió un ademán al cantinero.
—Tengo mucho gusto en invitarlos a un trago, si me lo aceptan.
—Pa luego es tarde —dijo uno.
Se levantaron despacio, con dignidad, y se acercaron al mostrador. El cantinero les fue llenando los vasos.
—Los maderistas nos cayeron al alba por el poniente y por el sur —dijo el ferroviario que había hablado antes—. Empezaron de a poquito y fueron llegando más, con todo y caballería, hasta que se agarraron macizo —indicó a sus compañeros—. Nosotros tuvimos que pelarnos de la estación, porque allí se daban bien en la madre.
—¿Quién está ganando?
—Ah, pos eso aún no se sabe. De un lado dicen que viene don Francisco Madero con los señores Orozco y Villa, que son reduros. Y del otro, a los federales los manda el general don Juan Navarro, que ya son palabras pesadas.
—El Tigre de Cerro Prieto —apuntó el bigotudo panzón.
No sonaba a elogio. Hacía pensar en paredones picados de tiros y hombres colgados de los árboles como racimos de fruta.
—Así que cuando esto acabe —remató otro de los ferroviarios—, van a sobrar sombreros.
Bebieron todos, aplicados. Fuera, el tiroteo resbalaba hacia el silencio y volvía a crepitar intenso al cabo de un momento, como el vaivén de una ola en las rocas. Encargó Martín otra ronda y nadie dijo no.
—Oiga, amigo…
Con el ceño fruncido y un vaso en la mano, el panzón observaba a Martín. Lo miró éste.
—Dígame.
—¿Preguntar es ofender?
—En absoluto.
—¿Qué se le perdió hoy por estos rumbos?
Titubeó el joven, algo desconcertado.
—Trabajo en unas minas, cerca de aquí.
Le lanzó el otro una ojeada súbita, desconfiada, como la de quien de pronto ventea a un enemigo. Vació el vaso de un trago y volvió a mirarlo, reparando ahora en el lado derecho de la chaqueta, más pesado que el izquierdo. Después lo estudió despacio de arriba abajo, midiéndole el estatus.
—¿Administrador?
—Ingeniero.
—Ah —se relajó el mexicano.
—Siento curiosidad. Nunca he visto una revolución.
—Pos dicen que por la curiosidad se murió el gato, ¿no? —dijo uno de los ferroviarios—. Mejor se nos queda aquí tantito, hasta que afloje.
Lo pensó Martín. Su empeño seguía pesando más que la prudencia. Puso unas monedas sobre el mostrador.
—En realidad, debería…
No acabó la frase. Sonaban golpes en la puerta: repetidos, violentos, amenazadores. No eran de gente que pidiera permiso para entrar, sino de la que exigía paso franco. Por las bravas.
—¡Abran, jijos de la chingada!… ¡O entramos echando bala!
Entraron con la luz de afuera relumbrando en las carabinas y en el metal de los cartuchos metidos en carrilleras cruzadas sobre camisas de algodón blanco, cazadoras amarillas y chaquetillas charras. Eran una docena y venían cansados, violentos, oliendo a sudor y tierra. Algunos calzaban botas con espuelas que resonaban en las tablas del suelo. Bajo los sombreros de ala ancha traían los ojos enrojecidos y los bigotes agrisados por humo de pólvora.
—Todos a la pared —ordenó el que mandaba.
Obedeció Martín con los otros. Sólo el cantinero permaneció tras el mostrador, seguro de que iban a requerirlo allí. Resignado, sacó otro cántaro de agua y dos botellas y alineó unos vasos delante. No parecía la primera vez que la revolución se colaba en El As de Copas.
A Martín lo registraron como al resto. Un momento después, su billetera y el Orbea de calibre 38 estaban en manos del que parecía el jefe.
—¿Y esto, amigo?
Le mostraba el revólver en la palma de la mano, estudiando a Martín con irónica desconfianza. Encogió éste los hombros.
—Es un arma de mi propiedad… Nunca se sabe.
—Nunca se sabe, ¿qué?
—Lo que uno va a encontrar en la calle.
—Es buena gente —intervino el panzón.
No se volvió a atenderlo el otro, que ceñía pantalón a rayas descolorido y chaquetilla corta. Llevaba una enorme pistola al costado, en un cinto lleno de balas, y una cruz de pesadas carrilleras sobre el pecho. Había dejado la carabina 30/30 sobre el mostrador, y bajo el ala ancha del sombrero norteño sus ojos negros y duros seguían mirando fijamente a Martín.
—¿Cómo de güena?
—Se pagó unas copas con mucho gusto —apuntó el otro—. Es ingeniero.
—¿Español?
—Sí, pero de España.
Asintió el maderista mientras se quitaba el sombrero para enjugar el sudor con una manga. Tenía el pelo y el bigote, que le cubría por completo el labio superior, salpicados de canas prematuras, y una cicatriz como de machetazo de la sien a la mandíbula derecha que aún se veía violácea, fresca, casi reciente.
—Pos tiene suerte de serlo. Si fuera español de aquí, a lo mejor ya estaría colgando de una reata.
Sus hombres se habían acercado al mostrador mezclados con los ferroviarios. Habían dejado en el suelo dos morrales que traían, y también una caja grande, abierta, con asas de cuerda y pintada de rojo. El cantinero les había puesto delante un atado de cigarros La Paloma, que se encendían unos a otros. Echaban humo y todos parecían más relajados.
—¿Y qué hace su mercé de cantinas con la que está cayendo? —quiso saber el jefe.
—Salí a ver qué pasa —se permitió Martín un amago de sonrisa—. Vivo en el hotel Monte Carlo, a cuatro cuadras.
Seguía serio el otro.
—¿Es un hotel elegante?
—No es malo.
—De allí acá hay mucha bala que va y viene. Se arriesga a que lo tuerzan gacho.
—¿Perdón?
—A que le den su agua. Un plomazo.
—Por eso me metí aquí dentro.
Todavía lo contempló el maderista un poco más, dubitativo. Al fin, con una mano le devolvió la billetera mientras con la otra se guardaba el revólver en un bolsillo. Uno de los suyos le acercó un vaso de agua, que apuró en sorbos cortos. Después dio una seca palmada.
—Aprevénganse, muchachos, que nos vamos.
Acabaron los otros sus tragos, dejando los vasos sobre el mostrador, y empezaron a salir sin que nadie hiciese ademán de pagar nada. El cantinero parecía acoger la cosa con resignación: una botella de tequila y otra de sotol no eran un precio alto por que lo dejaran en paz. Cogió el jefe su carabina, y entonces señaló Martín la caja pintada de rojo, sobre la que caía la ceniza del cigarro de uno de los maderistas.
—¿Puedo decirle algo, señor?
Se detuvo el otro, mirándolo displicente.
—Pa eso nos dio Dios la lengua, amigo, pa decir cosas… Luego la responsabilidá ya es de cada uno.
Volvió Martín a señalar la caja.
—¿Eso es dinamita?
—¿Y qué, si lo es?
—Pues que si yo fuera ustedes, no andaría fumando cerca. Los cartuchos son viejos y parecen sudados.
—¿Y?
—Lo que sudan es nitroglicerina. Se arriesgan a volar por los aires.
Parpadeó el maderista.
—Újole… ¿Usté sabe de eso?
—Ya les dije que es ingeniero —intervino el panzón.
Hizo el otro una mueca despectiva.
—Mi gente —señaló sus caras sonrientes y feroces— no se raja pa bailar con la pelona.
—Tampoco es cosa de ponerlo fácil —replicó Martín—. ¿No cree?
El mexicano pareció pensarlo. Luego se volvió de nuevo a los suyos.
—Ya oyeron. Avienten esos cigarros, no vayan a mandarnos a la fregada.
Salieron todos. Al cabo de un momento, el jefe apareció otra vez en la puerta. Miraba a Martín.
—¿Usté sabe de explosivos y esas cosas?
—Un poco —admitió él—. Es parte de mi trabajo.
—¿Ingeniero de qué, me dijo?
—De minas.
Se pasó el otro, pensativo, la uña de un pulgar por el bigote.
—¿Sabría cómo manejar la dinamita pa romper algo sin romperlo todo?
—No comprendo.
—Pa volar un sitio, pero sólo tantito… Lo necesario.
—Depende de qué se trate, pero supongo que podría.
Una amplia sonrisa iluminó la cara del mexicano.
—Pos me late que nos va a acompañar, amigo. Si no le importa.
A Martín se le hizo un vacío en el estómago. Miró confuso al maderista, pero la expresión del otro no admitía réplica. Así que se puso el sombrero, salió detrás de él y caminaron con los demás por el lado derecho de la calle. No se atrevió a preguntar a dónde se dirigían, y nadie se lo dijo.
El ruido de disparos venía de tres puntos cardinales, observó mirando el sol: norte, oeste y sur. Y seguía intenso. Sólo el lado oriental de Ciudad Juárez parecía tranquilo. De vez en cuando, en un cruce, sus acompañantes se detenían cautos mirando más allá y largaban algún tiro al azar, como para tantear el peligro, antes de cruzar a la carrera uno después de otro y agruparse al otro lado. Cada vez, el jefe daba una palmada en la espalda del joven y lo animaba a correr.
—Píquele, hombre… No se demore, que me lo truenan.
Sólo una vez les dispararon. Dos tiros llegaron del extremo de una avenida, en las proximidades de la plaza de toros, y pasaron sobre sus cabezas con un ziiiang, ziiiang que erizaba la piel. En esa ocasión los hombres se detuvieron un instante, encararon las carabinas y respondieron con una desordenada descarga. Tan sólo el jefe cruzó despacio, erguido, indiferente. Y al comprobar que Martín lo miraba desde la esquina, se demoró para encender un cigarro con parsimonia antes de seguir andando.
—¿Y dice que se le da bien la dinamita, amigo?
Avanzaban de nuevo, pegados a las casas. Asintió el joven.
—Estoy acostumbrado a ella por mi trabajo. En las minas son frecuentes las voladuras.
Se detuvo el mexicano, agachándose para quitarse las espuelas, y al incorporarse las colgó del cinto junto a la funda del revólver.
—Eso del sudor de los cartuchos tuvo su cosa, oiga. Tiene usté buen ojo.
—La dinamita es nitroglicerina absorbida en una arcilla especial, para darle estabilidad.
—Ah, fíjese… ¿Y suda como los cristianos?
—Más o menos. El tiempo, el calor, la humedad o el frío pueden hacer que esa arcilla exude —señaló con el mentón a los que cargaban con la caja roja—. Incluso transportarla así es peligroso.
—Güeno, pos ya nos falta poco —rió el mexicano—. Muy mala suerte tendríamos que tener.
A veces el grupo se detenía para orientarse. Dejaban la caja en el suelo y el jefe desdoblaba un papel que llevaba anotado a lápiz con dibujos de calles. Al cabo de unos pasos, Martín comprobó que otra vez lo miraba a él de reojo, curioso.
—¿Lleva mucho tiempo en México, amigo?
—Desde enero. Vine a trabajar en unas minas, pero las cerraron por la revolución.
—Uta… ¿Desde España vino pa eso?
—Así es.
—¿No hay ingenieros mexicanos, o qué?
—También los hay, claro. Pero la compañía explotadora tiene socios y capital español. Por eso me enviaron de allí.
Indicó el maderista a sus compañeros.
—Eso de capital y socios explotadores suena bien feo. Nosotros hacemos la revolución pa que a los pobres no nos chupen la sangre los hacendados capitalistas… Que las tierras se repartan a quienes las trabajan y las minas sean pal pueblo que se deja en ellas la vida.
Hablaba el mexicano en tono convencido, con áspero ardor. Y a Martín aquello le pareció razonable hasta cierto punto. Distinto a la imagen de bandoleros desalmados que el gobierno y la prensa porfirista pregonaban de los rebeldes. Era interesante asomarse más allá de la colina.
—Sean de quien sean las minas —respondió—, alguien tendrá que dirigir el trabajo… Alguno que sepa.
Lo ojeó socarrón el otro.
—¿Y usté sabe?
—Para eso estudié.
—O sea que, mande quien mande en México o en España, ¿no le faltará trabajo?
—Eso espero.
La mirada del maderista se tornó vago respeto.
—Pos tuvo suerte de poder estudiar —volvía a señalar a los otros—. Ninguno de estos muertos de hambre conoció la escuela. Y yo, que algo fui, sólo llegué a leer tantito y escribir medios palotes.
—¿Y las cuatro reglas?
—Dos: sumar y restar. Pa las otras ya no tuve tiempo.
—Supongo que la revolución cambiará todo eso, ¿no?
Miró el mexicano a Martín muy fijo, como averiguando si hablaba en serio. Al cabo pareció darse por satisfecho.
—Cada cosa a su tiempo, amigo. Que ni se acaba el mundo ni nos pican indios.
Por fin, al embocar una calle, se encontraron ante un edificio de dos plantas con un rótulo enorme sobre el dintel de la puerta principal. Por las sonrisas de los acompañantes comprendió Martín que aquél era su destino. Había esperado un fortín federal, un puente o algo parecido, y se imaginaba a sí mismo agachada la cabeza, obligado a punta de pistola a colocar cartuchos y encender mechas bajo una granizada de balas, posibilidad que lo excitaba y atemorizaba a un tiempo. Pero lo que vio allí lo dejó con la boca abierta. En el rótulo de letras negras sobre fondo amarillo podía leerse Banco de Chihuahua.
Martín Garret nunca había hecho personalmente una voladura, aunque las hubiera presenciado a menudo. Por su profesión conocía los principios básicos de manejo de explosivos, cálculo de cargas y disposición de éstas; había estudiado todo eso en la Escuela de Ingenieros de Minas de Madrid, y en los dos años que llevaba practicando la profesión en España y México había dirigido a equipos de barreneros en galerías subterráneas y explotaciones a cielo abierto. Sin embargo, una cosa era introducir cartuchos de dinamita en una perforación y hacerlos estallar según las reglas canónicas del oficio, y otra distinta lo que le acababan de proponer. Por eso se hallaba perplejo ante la enorme puerta blindada que se interponía al extremo del pasillo, en el sótano del edificio del banco.
—¿Cómo lo ve, amigo?
—En eso estoy… En verlo.
—¿Podrá?
—Puede que sí, y puede que no.
—Pos más vale que sí. Tiene las mismas letras.
Estudiaba el joven ingeniero, abrumado, las impresionantes ruedas y cerrojos de metal cromado mientras los maderistas, formando grupo alrededor, carabinas en mano y sombreros echados atrás, lo miraban a él con una expresión nueva, casi reverencial, en los rostros. El aplomo revolucionario se les había desvanecido, y hasta su jefe observaba a Martín con una mezcla de recelo y respeto. Confrontados a misterios ajenos a su conocimiento, aquellos hombres rudos acechaban una señal tranquilizadora como las que solían esperar de un médico o un sacerdote.
—¿No habría sido más fácil traer al director, o a un empleado que conozca el mecanismo?
—Se pelaron todos, ¿que no lo vio?… Ya no queda otra que hacerlo a lo macho.
Martín se había quitado el sombrero y se rascaba una sien, inseguro.
—A lo macho, dice.
—Ya me oyó.
Suspiró el joven en sus adentros. En realidad no tenía opción; todos lo sabían, y él mejor que nadie. Así que se decidió al fin.
—Necesitaré sacos llenos de tierra y maderos gruesos.
—Ya oyeron, muchachos… ¡Píquenle!
El jefe había encendido un cigarro habano —tomado de un despacho de arriba amueblado con cuero y caoba— y no apartaba los ojos del ingeniero. Se acercó éste a los morrales, que tenían marcas del ejército federal mexicano, y comprobó el contenido: rollos de mecha lenta Bickford y de mecha rápida detonante, alicates y otras herramientas. Dondequiera que lo hubiesen requisado, habían hecho buena elección: en los morrales y la caja roja había de todo lo necesario. Ojalá, deseó el joven, también algo de buena suerte.
—¿Podrá, señor? —insistió el jefe del grupo.
De amigo a señor. Empezaba a filtrársele cierto respeto en el tono. También inquietud, y Martín comprendió por qué. Una cosa era ir al Banco de Chihuahua con dinamita, dispuesto a reventar la caja fuerte, y otra verse ante una puerta de acero de un palmo de espesor llena de extraños mecanismos, ruedas y palancas. Aquello hizo sentirse al joven insólitamente seguro. Por primera vez desde El As de Copas era él quien tenía la clave de las cosas. Al fin sabía algo que aquellos individuos ignoraban.
—Quizá pueda —arriesgó un tono autoritario—. Pero no se me acerque con ese cigarro.
Encogió el otro los hombros. Torcía el bigotazo en una mueca ambigua.
—Usté manda… Aquí, su palabra es el mero evangelio.
Trajeron sacos de arpillera cargados de tierra, tablones y maderos, y Martín hizo apilar algunos a un lado y otro de la puerta blindada al tiempo que él, agachado sobre la caja roja, extraía cuidadosamente los cartuchos y los alineaba en el suelo procurando que ni siquiera el sudor de su frente goteara sobre ellos. Hizo los cálculos técnicos mientras sacaba y sopesaba los cilindros envueltos en papel grasiento, uno por uno. Después los agrupó en dos bloques atados con hilo bramante, se limpió con mucha precaución los dedos húmedos de amarillenta nitroglicerina y cebó cada bloque con un metro de mecha rápida. Los empalmes con la mecha lenta los hizo como había visto hacer a los barreneros, a la española, cortando en bisel y enrollando los extremos uno sobre otro. La mecha lenta ardía a razón de un centímetro por segundo, así que dispuso algo más de tres metros. Suficiente para darle fuego y salir de allí.
—Vayan poniendo los sacos donde yo indique. Con muchísimo cuidado.
Obedecieron los hombres. Una carga de dinamita quedó adosada a la puerta blindada por la parte de los goznes y otra por la de los cerrojos. Después Martín supervisó el modo en que una y otra se iban cubriendo con pilas de sacos llenos de tierra, reforzados por los puntales de madera que a su vez hizo apoyar en otros sacos. Y cuando todo estuvo listo, se volvió a los que miraban.
—Salgan de aquí.
Obedecieron todos menos el jefe, que permaneció inmóvil, las piernas abiertas y el cigarro en una mano. Martín fue hacia él y encaró los ojos negros y duros del revolucionario.
—Permítame —le dijo.
Tomó de entre sus dedos el chicote humeante, e inclinándose aplicó la brasa al extremo de la mecha. Siseó ésta al encenderse, desprendiendo olor a pólvora y gutapercha quemada. Martín devolvió el cigarro y se alejó con calma por el pasillo, sin volverse a comprobar si el mexicano lo seguía. Al llegar a la escalera oyó sus pasos detrás.
Los otros aguardaban en la planta de arriba, junto a las mesas, pupitres y ventanillas. Habían revuelto los cajones, abierto archivadores y tirado los papeles por el suelo, para entretenerse. Dos de ellos, cargados de armas y balas, orinaban dentro de las relucientes garitas enrejadas de los cajeros.
Martín les señaló la calle.
—Mejor vámonos todos afuera… Nunca se sabe.
Se miraron unos a otros incómodos y casi inocentes, cual si ninguno quisiera apresurarse a la vista de los demás. Anduvo Martín hasta la calle, entrecerrados los párpados bajo la fuerte luz que reverberaba en la cal de los muros, y respiró el aire cálido de la media mañana. Sobre una casa cercana había un rótulo publicitario de pantalones de faena americanos Levi’s y otro de máquinas de coser Singer. Seguían sonando disparos a lo lejos.
Todos salieron detrás. El último fue el jefe, que se detuvo en el umbral, dio una última y despectiva chupada al cigarro y lo tiró al suelo.
La explosión retumbó sorda, subterránea, haciendo vibrar los muros del edificio y rompiendo las ventanas. Cuando dejaron de caer cristales y se asentó el polvo, los maderistas prorrumpieron en gritos de entusiasmo y palmearon la espalda de Martín.
Nunca había visto tanto dinero junto. Había talegos de monedas de plata y fajos de billetes de pesos mexicanos: unos nuevos, con los precintos intactos, y otros usados. También una buena cantidad de dólares estadounidenses. Alborotaban los hombres, de buen humor, mientras se lo llevaban todo por el pasillo y la escalera, que la explosión había cubierto de polvo y cascotes, para dejar el botín en el piso de arriba. A la luz de un quinqué de petróleo cargaban sacos y cajas bromeando sobre lo que podía hacerse con su contenido: cuántas casas y haciendas comprar, cuántas cabezas de ganado, cuántas joyas para las mujeres o juguetes para los chamacos. Brillaban sus ojos de codicia, y Martín intuyó q