La palabra ambigua

David Jiménez Torres

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

¿Quién de nosotros, los que escribimos para el público, no ha usado, no ya una sino muchas veces, en estos últimos tiempos el sustantivo intelectual? [...] Y la verdad es que si se nos pidiera a cuantos nos hemos servido de semejante denominación, el que la definiéramos, nos habríamos de ver, los más de nosotros, en un gran aprieto.

 

MIGUEL DE UNAMUNO, 1905[1]

 

En Alemania y en Inglaterra […] eran ya socialistas casi todos los ciudadanos cultos o —digamos la palabra ambigua— casi todos los intelectuales.

 

JOSÉ ORTEGA Y GASSET, 1908[2]

 

Yo es que he pensado que a mí también me interesaría ser intelectual. Como no tengo nada que perder…

Amanece, que no es poco,

dir. JOSÉ LUIS CUERDA, 1989

 

 

¿Qué espera un lector de un libro sobre los intelectuales? Quizá un resumen de las obras de algunos autores influyentes, especialmente si se distinguieron por algún esfuerzo de abstracción. O quizá espere semblanzas de personajes vinculados a la cultura, la universidad o el periodismo —o los tres a la vez—. Quizá, también, espere una descripción de los círculos sociales en los que se movieron, o del contexto histórico que marcó sus experiencias. Puede que el lector espere, además, una exposición de sus itinerarios sentimentales, y de cómo trataron a sus parejas, a sus amigos y a sus enemigos. Quizá espere incluso cierta ejemplaridad en los casos elegidos, la demostración de que algunos personajes han arriesgado mucho a causa de un hondo compromiso moral. O quizá espere todo lo contrario: una denuncia de comportamientos hipócritas, frívolos y cobardes. Puede que espere, también, una explicación de por qué los especímenes más acabados de esta especie surgieron en unos países y no en otros. Y seguramente espera, por último, un diagnóstico acerca de por qué estas figuras ya no exhiben la pureza química de otros tiempos. Por qué, incluso, se hallan en peligro de extinción.

Estas son expectativas razonables, pero conviene ser claro desde el comienzo: el lector encontrará muy poco de todo ello en este libro. Este no es un estudio sobre unos individuos concretos, ni sobre los espacios y grupos que frecuentaron, ni sobre las ideas que propusieron, ni sobre su apoyo a —o denuncia de— determinados regímenes. Este libro se centra, más bien, en el largo y sorprendente viaje de una palabra: intelectual, en su uso como sustantivo. Una palabra cuya acepción moderna tiene unos ciento treinta años de historia y que, a lo largo de ese tiempo, ha ejercido una singular atracción. El objetivo es mostrar cómo se ha utilizado esa palabra en España, qué sentidos se le ha ido otorgando, en qué debates ha aparecido y qué nos enseña todo ello acerca de nuestra historia y nuestra cultura. Se busca explicar, por ejemplo, por qué tantas personas hoy en día tienen una idea formada acerca de los intelectuales, por qué esa idea suele tener una fuerte carga de atracción o de rechazo, y por qué suele estar ligada a episodios de nuestra historia como la Segunda República o la Guerra Civil.

Existen varios motivos para adoptar esta perspectiva. El primero es que los trabajos sobre los intelectuales siempre han debido enfrentarse a un problema: cómo definir su propio objeto de estudio. La polisemia de la palabra intelectual sigue dificultando saber de qué hablamos cuando hablamos de intelectuales. Sobre esto ha insistido el investigador británico Stefan Collini, quien propuso en su libro Absent Minds muchas de las reflexiones que guían este trabajo. Collini señala que, históricamente, el sustantivo intelectual se ha usado para denotar tres conceptos muy diferentes.[3] Por un lado estaría el sentido sociológico: la palabra hace referencia a alguien cuya ocupación principal tiene que ver con la intelección y el conocimiento, y que debido a ello tiene un nivel educativo superior a la media. En segundo lugar estaría el sentido subjetivo: intelectual sería quien siente interés por las ideas y por la cultura, independientemente de que esto tenga o no que ver con su profesión. El tercer sentido sería el sentido cultural, y se refiere a aquellos individuos que «poseen algún tipo de “autoridad cultural”, esto es, que utilizan una posición o unos logros intelectuales reconocidos a la hora de dirigirse a un público más amplio que el de su especialidad».[4]

Estos sentidos no son solo distintos entre sí; también pueden ser mutuamente excluyentes. Un ingeniero que solo estuviera interesado en las cuestiones relacionadas con su trabajo, por ejemplo, podría ser considerado un intelectual en el sentido sociológico, pero tendría un encaje más difícil en el sentido subjetivo. Por el contrario, un barrendero que dedicase su tiempo libre a ver películas de la nouvelle vague y a releer Finnegan’s Wake sería considerado un intelectual en el sentido subjetivo («este es un intelectual»), mas no en el sociológico. Por último, es poco probable que ni este ingeniero ni este barrendero fuesen considerados intelectuales en el sentido cultural. Esto solo sucedería si encontraran la manera de dirigirse a un público que quedara fuera de su círculo social o profesional, y que reconociera en ellos cierta autoridad para pronunciarse sobre asuntos de interés general. El sentido cultural es, por tanto, el más restrictivo: excluye a la mayoría de los individuos que encajan en el sentido sociológico y en el subjetivo, y depende de un acceso al gran público que está al alcance de muy pocos. E incluso si se dan todos esos factores, es posible —la historia lo demuestra— que surjan debates sobre si es un verdadero intelectual.

A estas acepciones genéricas podríamos añadir otras que se derivan de obras especialmente influyentes, a menudo escritas desde alguna disciplina académica o perspectiva ideológica. Es el caso de las ideas sobre el intelectual de Karl Mannheim —desde la sociología—, las de Antonio Gramsci —desde la tradición marxista— o las de Raymond Aron —desde la tradición liberal—; trabajos que definen al intelectual según una serie de funciones sociales o patrones de comportamiento. Ocurre lo mismo con la descripción de Pierre Bourdieu de los intelectuales como participantes privilegiados en los mecanismos de legitimación cultural, y con la distinción que estableció Michel Foucault entre el intelectual universalizante y el intelectual específico. También han sido influyentes los relatos de naturaleza más claramente histórica, que suelen enhebrar procesos colectivos y carreras individuales en un relato acerca del auge, consolidación, declive y —en ocasiones— muerte de los intelectuales. Estos trabajos también pueden generar sus propias definiciones de lo que es un intelectual, como ocurre en el caso de Les intelle

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