El sol

Carolina Sanín Paz

Fragmento

El Sol

El escudo

Aquiles, el guerrero, tenía una madre inmortal que lo había tenido, que aparecía en sueños, vivía en el mar y escuchaba a su hijo desde lejos, cuando él le hablaba llorando, y a la vez lo escuchaba muy de cerca, en ella misma. El hijo se le quejaba y le imploraba, y tenía además un padre mortal, como él, que estaba en algún lugar de la tierra, en el recuerdo, en otra parte, afuera, inaudible.

Me pareció traer un encargo de un sueño. Antes de que despertara, se me había pedido una nueva palabra que reemplazara la palabra «gota», que estaba bien por la «t», que daba un golpe como la gota al reventar contra el suelo, y por la «o» y la «a», redondas como la gota, y por la «g» del principio, que daba la idea de la momentánea resistencia, del ahogamiento de la gota antes de soltarse, pero no estaba bien en el resultado total, que era una secuencia demasiado gorda para nombrar algo tan pequeño y simple. La noche anterior yo había enseñado una clase sobre la Ilíada.

Aquiles perdió sus armas; se las quitaron al cadáver de su amor, Patroclo, que se las había puesto para reemplazarlo en la batalla contra los troyanos, mientras él, Aquiles, se quedaba rencoroso, sentado a la orilla del mar, llorando lágrimas saladas, combatiendo en su corazón con un solo rugido, tras retirarse de la pelea de muchas voces con los otros, pues su justicia había sido ultrajada; pues no estaba bien que el jefe de su bando, Agamenón, que no lo igualaba en valor ni en potencia, tuviera mayor autoridad que todos y ocupara el lugar de la cabeza.

Una de mis estudiantes dijo algo que sonó como decirle a Aquiles: «Tú estás siendo como Agamenón, tu enemigo, cuando mandas a Patroclo a pelear en tu lugar, con tus armas, haciendo el papel de ti. Estás en el mismo lugar de aquel a quien le reprochas que ocupe lugares que no le corresponden».

El amigo de Aquiles salió a la batalla disfrazado de su amigo, y en el campo lo mataron. No era Aquiles, sino el hombre de Aquiles. Fue despojado de las armas de su amador, que a partir de ese momento armaron al troyano Héctor, matador del amor del héroe.

Héctor le quitó la vida a un cuerpo que era para Aquiles, y luego se armó con el otro cuerpo de ese cuerpo: con la armadura que Aquiles se ponía para vencer y esquivar la muerte sobre la carne de la vida. O Héctor se revistió con la sombra mortífera de Aquiles, hasta que este volvió a la batalla y lo mató dentro de la armadura suya, y vengó así la muerte de su amor en el cuerpo de carne que ocupaba su cuerpo de metal.

Después, cuenta el poema, Aquiles le taladró las piernas al cadáver de Héctor y lo arrastró alrededor del campamento, atado a un carro, con la cabeza por tierra.

La cólera es la manera de ser que mejor saca a una persona de sí y hace que se cree a partir de ella un personaje.

En la expresión de la persona aparece de repente una letra más visible que las otras. Esa sola letra impresa, reteñida, es el carácter, es la cólera y es impresionante.

Todas las caracterizaciones que hacen que se forme un personaje, y que llevan a ese personaje a su destino trágico (que es el final que le corresponde por ser como es y ha sido, y también es su aceptación de sí mismo), son vertientes y variantes de la cólera: la terquedad de Edipo, el resentimiento de Clitemnestra, la devoción de Antígona, la pasión de Medea, la insumisión de Prometeo.

En la cólera, de uno sale otro que parece completamente un hombre, pero que no lo es. La cólera replica distorsionadamente, como un espejo bullente. Es una forma de reproducirse distinta de la generación —de la maternidad, de la paternidad, de la autoría—, y es una manera de ser que es manera de no ser, pues nadie es colérico, sino que alguien actúa como colérico.

Por más vueltas que el carro daba con el cadáver del enemigo atado, y por más tumbos que en el polvo daba la cabeza del enemigo muerto, la ira no se agotaba en Aquiles. No goteaba.

Se cuenta en el poema que el padre de Héctor, Príamo, el rey de los troyanos, se atrevió a llegar al campamento de los dánaos para reclamar el cadáver de su hijo, pues quería sepultarlo. Aquiles, entonces, recibió la sorpresa: ese anciano que avanzaba hasta su tienda era tan valiente como él. Y ese anciano atravesador era diferente de él, pues él nunca llegaría a ser anciano. Se lo habían dicho. Había sabido decirlo incluso un caballo que hablaba. Cualquiera lo habría sabido: no se es Aquiles por mucho tiempo. El guerrero recibió, pues, la visita del hombre inesperado: de aquel a quien él no esperaba y de aquel que él no esperaba ser.

Entonces se venció, por fin, la cólera.

Aquiles se convirtió en un hombre completo. En Aquiles, de verdad.

El anciano Príamo, huérfano de su mejor hijo, le recordó al joven iracundo que él también tenía un padre viejo y lejano que no volvería a ver a su hijo. Aquiles vio en la imaginación a su padre dejado atrás; al hombre olvidado en el origen. Lo imaginó dolorido por la ausencia y, en el futuro, llorando por el hijo. Evocó al padre mortal al cabo de tanta invocación a la madre inmortal. Se dio cuenta de que un día iba a morir, como su padre, como el padre de su enemigo y como su enemigo. Sintió y supo que era hijo del tiempo. Volvió a ser una persona.

El tiempo también es una persona. Es un animal. El animal de los animales. El ánima de los animales. Estamos en él y todo lo que hacemos está haciéndolo él solo. Él es lo vivo. Es el vencedor de todo, y la cólera se apaga cuando él pisa.

Príamo fundó en Aquiles la piedad —el sentido temporal, la conciencia del vencimiento— así: no lo instó a que se pusiera en el lugar de otro, sino que le mostró que el otro estaba ya en él; que él era cualquier otro, todos los otros, los hijos y los padres, los irreemplazables y reemplazados por quienes vendrían después —y todos los muertos—.

Aquiles, vulnerado, no solo devolvió el cadáver de Héctor para que lo acogiera la tierra, sino que también acogió al padre de su víctima —y del victimario de su amor—. Mandó preparar una cena para Príamo. Se hizo anfitrión a la vez que entendía que un día iba a morir. Al confirmar su capacidad de albergar al enemigo en su mesa y en su vida, se mostró a él mismo que, en cuanto hombre y mortal, también era inmortal: infinitamente capaz de contener. Invencible.

El ser humano sabe o cree que dentro de su cuerpo vive otro; que él no es solamente la carne que se desintegra, sino que contiene un sonido que sigue y que viene de lejos; que comprende a un dios o a los dioses, o que aloja, como a un extraño, a su propio corazón. Eso —su inmortalidad— es lo que declara y demuestra cuando realiza un acto de hospitalidad; es decir, cuando se ensancha y manifiesta su capacidad de incluir y alimentar a otro en su espacio, de darle un lugar donde dormir y, al día siguiente, dejar que siga su camino.

Príamo visitó a Aquiles, y Aquiles invitó a comer a Príamo.

Príamo leyó a Aquiles, y Aquiles se leyó en Príamo.

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