Spare: En la sombra

Príncipe Harry, duque de Sussex

Fragmento

sombra-2

 

Habíamos acordado vernos unas horas después del funeral. En los jardines de Frogmore, junto a las viejas ruinas góticas. Yo llegué el primero.

Eché un vistazo y no vi a nadie.

Miré el teléfono: no había mensajes de texto ni de voz.

«Llevarán retraso», pensé mientras me apoyaba en la pared de piedra.

Guardé el teléfono y me dije: «Mantén la calma».

El tiempo no podía ser más abrileño: ya había quedado atrás lo peor del invierno, pero no acababa de llegar la primavera. Los árboles seguían desnudos, pero la brisa era suave. El cielo estaba encapotado, pero asomaban los tulipanes. La luz era pálida, pero el lago añil que se extendía por los jardines resplandecía.

«Qué bello es todo —pensé—. Y también qué triste».

Hubo un tiempo en que aquello iba a ser mi hogar para toda la vida. En cambio, había resultado no ser más que otra breve parada.

Cuando mi esposa y yo huimos de allí, temiendo por nuestra salud mental e integridad física, no estaba seguro de cuándo iba a volver. Aquel episodio había tenido lugar en enero de 2020. Quince meses más tarde, allí estaba, días después de despertar para encontrarme treinta y dos llamadas perdidas y después sostener una breve y angustiosa conversación con la abuela:

—Harry…, el abuelo ha fallecido.

El viento cobró fuerza y se volvió más frío. Encorvé los hombros y me froté los brazos mientras lamentaba lo fina que era mi camisa blanca. Deseé haberme dejado puesto el traje que llevaba durante el funeral y haber cogido un abrigo por si acaso. Me puse de espaldas al viento y vi, cerniéndose sobre mí, las ruinas góticas, que en realidad tenían de góticas lo mismo que la noria del London Eye. Un arquitecto inteligente y un poco de sentido escénico. «Como tantas otras cosas de por aquí», pensé.

Fui de la pared de piedra a un pequeño banco de madera. Me senté, consulté de nuevo el teléfono y miré a un lado y al otro del sendero.

«¿Dónde están?».

Otra ráfaga de viento. Curiosamente, me recordó al abuelo. Su frialdad de trato, quizá, o su gélido sentido del humor. Me vino a la cabeza un fin de semana de caza en particular, años atrás. Un amigo, que solo pretendía entablar conversación, le preguntó al abuelo qué opinaba de mi nueva barba, que había causado preocupación en la familia y polémica en la prensa.

—¿Debería la reina obligar al príncipe Harry a afeitarse?

El abuelo miró a mi amigo, me miró la barbilla y esbozó una diabólica sonrisa.

—¡«Eso» no es una barba!

Todo el mundo se rio. Cuando la cuestión era el ser o no ser de la barba, resultaba muy propio del abuelo descolgarse con que él exigía más barba. «¡Déjate crecer la pelambre hirsuta de un puñetero vikingo!».

Pensé en las opiniones contundentes del abuelo, en sus muchas pasiones: el enganche ecuestre, las barbacoas, la caza, la comida, la cerveza. Su amor por la vida, en una palabra. Eso lo tenía en común con mi madre; tal vez por eso había sido tan fan de ella. Mucho antes de que se convirtiera en la princesa Diana, cuando era sencillamente Diana Spencer, maestra de guardería y novia en secreto del príncipe Carlos, mi abuelo era su máximo defensor. Hubo quien dijo que fue él quien actuó de medianero en el matrimonio de mis padres. De ser cierto, podría argumentarse que el abuelo había sido la Causa Primera de mi mundo. De no haber sido por él, yo no estaría aquí.

Tampoco mi hermano mayor.

Claro que a lo mejor nuestra madre sí que estaría. Si no se hubiera casado con mi padre…

Recordé una conversación reciente con mi abuelo, los dos solos, poco después de que cumpliera los noventa y siete. Estaba pensando en el fin. Ya no era capaz de entregarse a sus pasiones, me dijo. Y, aun así, lo que más echaba de menos era el trabajo. Sin trabajo, afirmó, todo se desmorona. No lo vi triste, sino preparado. «Hay que saber cuándo ha llegado el momento de marcharse, Harry».

Miré a lo lejos, en dirección al perfil urbano en miniatura que formaban las criptas y monumentos repartidos por Frogmore. El Cementerio Real, última morada de tantos de nosotros, incluida la reina Victoria; también la controvertida Wallis Simpson. Así como su doblemente controvertido esposo, Eduardo, que fue rey y tío bisabuelo mío. Después de renunciar al trono por Wallis y marcharse con ella de Gran Bretaña, los dos empezaron a preocuparse por su regreso definitivo y se obsesionaron con que los enterrasen allí. La reina, mi abuela, accedió a su súplica, pero los colocó alejados de todos los demás, bajo un plátano inclinado. Una última regañina, tal vez. Un postrer exilio, quizá. Me pregunté qué pensaban ahora Wallis y Eduardo de sus cuitas. ¿Acaso importaba algo de todo aquello al final? Me pregunté si de hecho pensaban algo. ¿Estarían flotando en un reino etéreo, sopesando todavía sus decisiones, o se hallarían en Ninguna Parte, pensando Nada? ¿De verdad es posible que no haya Nada después de esto? ¿Termina la consciencia, como termina el tiempo? O tal vez, pensé, tal vez estuvieran allí mismo, en aquel preciso instante, junto a las falsas ruinas góticas, o a mi lado, espiando mis pensamientos. Y en ese caso… «¿estará quizá también mi madre?».

Pensar en ella, como siempre, me trajo un hálito de esperanza y una descarga de energía.

Y una punzada de pena.

Echaba de menos a mi madre todos los días, pero en ese momento, con los nervios a flor de piel a causa del encuentro que estaba a punto de producirse en Frogmore, me descubrí añorándola con todas mis fuerzas, sin acabar de entender por qué. Como tantas cosas que tenían que ver con a ella, costaba expresarlo con palabras.

Aunque mi madre era una princesa y tenía nombre de diosa, ambos términos siempre se me habían antojado pobres, insuficientes. La gente la comparaba por sistema con iconos y santas, desde Nelson Mandela y la Madre Teresa hasta Juana de Arco, pero ninguna de esas comparaciones, por elevadas y bienintencionadas que fueran, daba tampoco en el blanco. Mi madre, la mujer más reconocible del planeta y una de las más queridas, era sencillamente indescriptible; esa era la pura verdad. Y aun así… ¿cómo podía alguien que estaba tan por encima del lenguaje ordinario seguir siendo una presencia tan real, tan palpable y presente, tan exquisitamente vívida en mi cabeza? ¿Cómo era posible que la viera con la misma nitidez que al cisne que nadaba hacia mí por las aguas de aquel lago añil? ¿Cómo podía oír, todavía, su risa, sonora como los trinos que me llegaban desde los árboles desnudos? Había mucho que no recordaba, porque era muy niño cuando murió, pero lo milagroso era todo lo que sí retenía: su sonrisa irresistible, sus ojos vulnerables, su amor infantil por el cine, la música, la ropa y los dulces… y por nosotros. Cómo nos quería a mi hermano y a mí. «Obsesivamente», le confesó una vez a un entrevistador.

«Bueno, mamá…, y viceversa».

A lo mejor era omnipresente por el mismo motivo por el que resultaba indescriptible: porque era luz, luz pura y radiante, ¿y cómo describir realmente la luz? Hasta Einstein tuvo problemas con eso. Hace poco, los astrónomos han reorientado sus mayores telescopios, los han apuntado a una minúscula grieta del cosmos y han logrado atisbar un

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