La atrevida pasión de una dama

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Prólogo

Violet

Northumberland, Inglaterra.

—Violet, he perdido la cuenta de los pretendientes a los que has rechazado ya.

Frederic, mi hermano, alzó una ceja y me miró, sentado a la mesa de su despacho. Unos ventanales a su derecha daban a la fuente monumental de los jardines de Alledham Park, la residencia de nuestra familia durante generaciones. De forma rectangular, varios caños lanzaban agua a lo largo de esta. En las fiestas hacíamos increíbles espectáculos de agua y luces de colores que en nada envidiaban a los de Vauxhall o Sidney Gardens. De pie frente a mi hermano los miré por un momento y rememoré días más sencillos y felices.

—¿Y para qué quieres contarlos? —Dirigí la vista hacia él—. ¿Acaso los vas a catalogar?

—No seas descarada. —Repiqueteó con los dedos sobre la pluma en un gesto nervioso—. ¿Cómo has podido rechazar al pobre de Robert Aldrew?

—No diré que no sea un hombre digno de la atención de cualquier dama, pero...

—Es un bendito. Podrían poner una vidriera con su rostro en alguna catedral y nadie se inmutaría. Además, hace años que te colma de atenciones.

—Y hace años que no le doy muestras de que me interesen. Bien sabes que no soy de esas damas que disfrutan jugando con los sentimientos de los caballeros.

—Violet, tienes veinticuatro años —me recordó con firmeza—. ¿Es que no piensas casarte nunca? Esta resistencia tuya ante el matrimonio ha de tener fin o será perjudicial para el nombre de la familia.

—Tú te has casado convenientemente y tienes ya un heredero. No veo en qué nos va a afectar que yo lo haga o no.

—Conoces cómo funciona la sociedad, por lo que tus palabras no son más que un mero intento por disfrazarla y adecuarla a tus intereses. No, querida hermana, que quedes soltera no es lo más apropiado. Hay personas muy eminentes que no me mirarán de igual modo si no te casas.

—Entonces esto se trata de ti y no de mí. De tu reputación.

—Se trata de los Alledham. Se trata de nuestra familia.

—No hay mejor ejemplo de un Alledham que tú, y yo solo podría estar a tu sombra hiciera lo que hiciera. Siempre has estado muy ocupado en demostrar que podías ser tan respetado y recto como nuestro difunto padre. Ser el marqués que todos esperaban. Un buen sillón en el Parlamento, una esposa conveniente, unos hijos ejemplares. Y yo... yo siempre me he parecido más a madre, con la cabeza perdida entre novelas y un adorable gusto por la aventura.

—¿Adorable? Más bien diría inconveniente. —Clavó la mirada en las manos y, con un deje de tristeza, murmuró—: Es cierto que quien la ha conocido ha podido seguir viéndola a través de ti.

Dios había querido que nuestros padres nos dejasen siendo jóvenes. Quedé a cargo de mi hermano y al principio su supervisión fue más estricta incluso que la de mi padre. Eso solo puede llevar a una cosa: cuanto más estrecha es la jaula, más grande es el ansia de volar. Y así fue como no pude refrenar mis alas y acabé metida en tantos líos como dolores de cabeza le di a Frederic. Tantos como él me los dio a mí. Aunque con los años empezó a entender que mi carácter no podía ser atado en firme o solo me perjudicaría.

Alzó la vista y agregó:

—Este apellido no es solo cosa mía. Tú también lo llevas e implica una responsabilidad. Te he permitido disfrutar de la soltería más años de los que debería. De hecho, has gozado de muchas más cosas aparte de eso. —En sus ojos y en su voz hubo una nota acusatoria—. ¿O es que me vas a decir que no es cierto que te haya sacado más de una vez de algún lugar poco apropiado para una dama de tu posición?

No podía negar ante tal afirmación. Me había consentido a mí misma ciertas licencias, disfrutado de cosas solo permitidas a los caballeros, como las noches de apuestas, los encuentros políticos o el gusto por el whisky. Sin embargo, y en el fondo, siempre había estado supeditada a ser quien era. Y si cualquier señorita de la sociedad inglesa tiene obligaciones, alguien vinculado a la aristocracia las tiene aún más. Una hermana soltera y joven le habría valido para una buena conexión, una mujer de mi edad... Igual si me llevaba al África le daban unos buenos camellos por mí, pero poco más.

—Era mi deseo que te convirtieras en una joven juiciosa que pudiera pensar por sí misma antes de dedicarse a pensar solo como su esposo lo ordenase —continuó—. Dime, ¿debería arrepentirme de mi decisión?

—No, aunque deberías comprender mis circunstancias. Todos estos años he estado ocupada cuidando de William.

—Él ya no es una excusa.

William era nuestro primo. Su padre, el vizconde Wentworth, era lo último que le quedaba en la vida. Cuando murió, por voluntad de él quedó a nuestro cargo siendo un niño. En los primeros años me centré en cuidarlo, reduciendo mis aventuras. Él me miraba con esos ojos azules tan bonitos, tan llenos de cariño, que dejarlo solo habría sido como cometer un crimen. Toda mi vida giró durante años en torno a él y a su bienestar. Porque el pobre pecaba de romántico y cada dos por tres se lanzaba a alguna cruzada en nombre del amor y la libertad. Y como Frederic se pasaba la vida en Londres, la garante de su estabilidad era yo. Aunque a veces me valía con pronunciar el nombre de mi hermano para que me hiciera caso. Su rectitud tenía el efecto de envararnos a todos con solo mencionarla. William fue para mí una salvación también en el aspecto del matrimonio, porque siempre lo ponía como pretexto para no casarme. «¿Y si a mi esposo no le agrada? ¿Qué será de él? Espera a que cumpla al menos diecinueve años», le decía a Frederic. Y sin darme cuenta, ese día llegó, y para entonces yo ya tenía veinticuatro. Estaba a un paso de convertirme en una solterona.

Tampoco es que me importase mucho. Si necesitaba un amante me lo buscaba. Mi belleza y personalidad me ponían la tarea fácil y conocía viejos secretos para que esto no tuviera consecuencias indeseadas. Nunca me había enamorado. Ni tenía la impresión de que pudiera hacerlo jamás porque las muchas novelas que había leído me ponían las expectativas muy altas con los hombres. Por más que había visitado las mejores ciudades de Inglaterra y me había codeado con un extenso repertorio de condes, duques y demás caballeros, jamás me había cruzado con uno que hiciese temblar a mis piernas y agitase mi corazón. Y, quizá, el único que se podía asemejar a mis expectativas era mi primo Diego Alborada. Pero éramos demasiado parecidos como para casarnos. Así que me conformaba con haberle dado su primer beso y con haber ganado la apuesta más importante de nuestras vidas. Ya me la cobré y ese es otro asunto.

—William se ha casado y llevará una existencia ordenada, como se espera de él. ¿Y tú qué? ¿Regresarás a tu vida disoluta mientras pretendes que te siga consintiendo todo? —Se mostró más serio que e

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