Jasmine y Logan (Las flores del oeste 3)

Daniela Gesqui

Fragmento

jasmine_y_logan-2

Prólogo

Jasmine

Diecisiete años atrás

La repetitiva voz de mamá se instala en mi cabeza.

«Te he dicho que vengas más temprano, Jazzy, no debes andar a estas horas sola por la calle», es su regaño de cabecera.

No es que la desoiga, si hay alguien capaz de perforarte el cráneo y apelar a la culpa para hacerte reaccionar, esa es mi madre.

Es tan persuasiva como adorable y por eso la amamos.

No hay nadie que no la quiera en Silvertown; junto con mi padre está levantando un imperio vitivinícola trabajando a sol y a sombra. Es un emprendimiento ambicioso, pero confío en que lo lograrán.

Juntos son imbatibles y me recuerdan cuánto quiero eso para mí cuando sea mayor.

Hace casi veinte años que están juntos y se aman como el primer día. No es que solo los haya escuchado decírselos hasta el hartazgo, sino que cada día de nuestra vida lo presenciamos.

Vemos el modo en que se miran, los motivos tontos por los que se pelean y se reconcilian y cabe decir que los he descubierto dándose unos calientes besos a escondidas.

«Iughhh».

No solo son pareja: son amantes, amigos y cómplices.

Suspiro enamorada y esperanzada con que algún día un chico me mire y adore como Keith Westside hace con su adorada esposa Daisy. Salgo de la biblioteca del pueblo y saludo al señor Jameson, el hombre de seguridad, y camino lo más rápido que puedo hacia mi bicicleta.

Cuando llego, descubro que tengo la cubierta pinchada.

—Maldición —protesto y nadie escucha mi voz, puesto que son las ocho de la noche; la mayoría de los residentes están en sus casas y las tiendas están cerradas.

Me devano los sesos evaluando qué hacer: ¿arrastro mi bicicleta los cinco kilómetros que me separan del rancho familiar o la recojo mañana y ahora mismo pongo quinta marcha y me voy volando a mi casa?

Opto por lo segundo, llevar a la rastra mi «Jazzymóvil» hará que me retrase absurdamente. Nadie robaría una bicicleta que no funciona. No al menos en este pueblo de menos de quinientos habitantes y con un índice de robo minúsculo.

No tengo modo de avisar que estoy en camino; los móviles son escasos por la zona y la señal es, prácticamente, inexistente en este lado del mundo.

De momento, ninguna de mis hermanas tiene uno de esos aparatitos milagrosos y reservados para gente con buen poder adquisitivo. Ni siquiera Dahlia, a punto de graduarse, posee uno.

Aunque, siendo honesta, ¿con quién querría comunicarse si su novio, Donny, prácticamente, vive con nosotros?

Ellos también tienen un romance bonito.

Él es atento con mi hermana y siempre está invitándola al cine o regalándole flores. Está manejando su primer camión de transporte de alimentos y, a pesar de salir de viaje a menudo, cuando regresa, ella lo espera con los brazos abiertos, como Debra Winger a Richard Gere en An Officer and a Gentleman.

La canción de Joe Cocker y Jennifer Warnes viene a mi mente y la tarareo, lo que me provoca una ingrata distracción; percibo que alguien me sigue, pero no sé desde cuándo ni de dónde ha salido.

No quiero girar y alertar, a quién sea que esté detrás de mí, que acabo de notar su presencia.

¿Y si es una adorable pareja que se ha escabullido para tener sexo sucio en algún rincón de la biblioteca y ahora mismo están yendo a casa de sus padres tal como lo hago yo?

«La biblioteca es el último lugar en cerrar sus puertas en Silvertown», pienso.

¿Y si tan solo es una persona que no tiene más divertimento que salir a esta hora a tomar aire?

Estamos en abril, las noches son bastante cálidas y es una opción más que acertada.

Sin embargo, los vellos de mi nuca se erizan cuando los pasos se escuchan cada vez más fuertes y cercanos.

Apresuro mi caminata, el sudor comienza a bajar por mi espalda y pienso en tomar otro camino; lamentablemente, no tengo muchos desvíos que sean provechosos para llegar a mi destino mucho más rápido. De una manera u otra terminaría en una carretera desierta.

No me extrañaría que el título del libro que llevo contra mi pecho quede tatuado en mi piel a causa de la presión que ejerzo contra mi cuerpo.

—No pienses, solo camina. —me animo en un susurro para cuando mi perseguidor tira mi mochila de colegio colgada en mi espalda, echándome hacia atrás.

Los tres libros salen disparados de mis manos y ni siquiera me preocupo por recogerlos cuando una persona con una fuerza sobrehumana me arrastra y me lleva a un lado del camino.

No hay faros de coches en las inmediaciones que iluminen el trayecto ni parejitas felices escabulléndose por ahí. No hay una puta alma.

Estoy a merced de mi atacante y comienzo a llorar angustiosamente.

Me cubro la cara por instinto mientras siento que el pervertido desgarra mi blusa; lucho en vano arrojándole patadas. No llego a verle el rostro en detalle, puesto que el cabello le cae sobre la cara y el llanto nubla mis ojos. Él intercepta mi pierna y me gira de un solo golpe, dejándome de cara al polvo y con la espalda hacia arriba.

Grito, insulto, mis lágrimas salen a borbotones y nadie me escucha. La garganta me arde y la decepción me fagocita.

Una mano se escabulle bajo mi falda y odio no haberme puesto mis vaqueros favoritos.

Es un tipo grande, a juzgar por su fortaleza física; no me puedo mover lo suficiente para evitar lo inevitable.

Grito y grito y sigo gritando cuando escucho la hebilla de un cinturón, el deslizamiento de una cremallera y siento el cuero frío que anuda mis muñecas por sobre mi trasero.

El sujeto no habla, solo jadea y el olor a alcohol es enfermizo.

—No me haga nada, no me haga nada... —mi voz se las arregla para salir y siento la humedad de su pene mojando el interior de mis muslos. Ha separado mis piernas con sus rodillas y estoy abierta justo como me quiere.

Trago polvo, la tenue brisa trae algo de césped consigo y mis ojos están nublados del horror.

Cierro los párpados con fuerza cuando siento que rompe el elástico de mis bragas y solo le pido a Dios que mi mente borre este día de mi cabeza.

Pido misericordia, pido perdón por no haber seguido el consejo de mi madre. Prometo ser una mejor cristiana, ir a misa los domingos sin protestar, estudiar un poco más, no dejar mi ropa esparcida por todo mi cuarto para que mi madre la recoja...

—¿¡Qué mierda...!? —El extraño gruñe alrededor de mi oído y, de inmediato, la presión que ejercía sobre mí se evapora.

Escucho quejidos y maldiciones de un segundo hombre. Como puedo, volteo la cabeza y, efectivamente, confirmo que hay otro tipo enredado con el abusador. De mome

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos