Dulce hogar

Pablo Rivero

Fragmento

Estaba en la cocina de su casa, sentado en la trona donde le colocaban para comer siempre sus padres cuando era pequeño. En ese momento tenía cuatro años; se acuerda de la edad porque todavía vivían en el piso y al adosado se mudaron al cumplir los cinco. Su progenitor, que se había situado justo enfrente, lo estaba ayudando a desayunar para que no tardara una eternidad. Su madre iba y venía sacando cacharros del lavavajillas, que habían dejado funcionando durante la noche. Lo recuerda porque él le echó la bronca.

¡Mamá, no hagas ruido, que no oigo! —la recriminó enfurruñado.

Ella le sacó la lengua divertida. Con la edad ha aprendido a valorar la inmensa paciencia y dedicación que siempre tuvo durante su crianza. Nunca podrá estarle lo bastante agradecido. Mientras tomaba la leche con galletas, su padre sostenía un dibujo que él había hecho el día anterior en el colegio. En el papel aparecían tres figuras: bajo la primera y más grande había escrito «papá»; en la mediana, con el pelo largo, «mamá»; y, al lado, había una tercera casi del tamaño del padre, con el pelo oscuro en la cara tal y como lo llevaba él, donde ponía «yo».

¿Quién es este? —le preguntó su padre.

Yo.

Sí, lo he leído, lo has escrito muy muy bien, pero, hijo, ¿es que no sabes cómo te llamas o qué? —bromeó.

A su mujer se le escapó una carcajada. Al matrimonio le parecía de lo más tierno, aunque dudaban de si había sido escrito completamente por él o si le había ayudado su profesora Esther. En cualquier caso, aunque se trataba de un «encargo», estaban convencidos de que él se habría empeñado en poner «yo» y no su nombre, y les gustaba que, siendo tan pequeño, tuviera tanta iniciativa.

¡Madre mía, qué pelos de loco te has pintado! —continuó con la broma enseñándole el dibujo.

¡Los que tiene!, ¡es el pájaro loco! —completó su madre acariciándole la cabeza y despeinándole aún más.

Él se reía también a carcajadas, cualquier broma la vivía como una fiesta.

Otro mordisco…, vengaaa —dijo su progenitor mientras lo invitaba a morder una galleta mojada previamente en la leche—. Pero, buenooo, ¡ay, madre, esto sí que no!… Este niño está loco, y ¿cuántos dedos me has dibujado?

El crío miró el retrato e intentó contar, pero aún estaba aprendiendo y había pintado tantas curvas pequeñitas saliendo de la mano que le era complicado saberlo.

¡Muchísimos! —lo ayudó—. ¿Y cuántos dedos tiene papá en esta mano? —le preguntó enseñándole la derecha con los dedos estirados—. ¡Cinco! Uno, dos, tres, cuatro y cinco. —Estiraba bien el dedo que contaba para que su hijo lo viera con claridad y no tuviera dudas.

¿Y cuántos tengo yo? —preguntó su madre acercándose de nuevo.

Pues… —contestó su esposo, que empezó a contar en voz alta los que le había dibujado a ella.

La madre y el niño se sumaron y acabaron por decirlo los tres a la vez.

¡Cinco!

¡Bien! A ver tú… —exclamó divertido su padre.

El matrimonio miró el dibujo y los dos se dieron cuenta de que no se había pintado dedos en ninguna de las manos y que parecían muñones. La madre no le dio ninguna importancia y siguió secando las copas antes de guardarlas en la vitrina. Mientras que el padre siguió con el juego.

¿Y cuántos dedos tienes tú? —continuó, convencido de que el niño soltaría una carcajada cuando se diera cuenta de que se le había olvidado dibujarlos.

Así fue: al verlo, sonrió con picardía y simuló que contaba.

¡Cuatro! —dijo exageradamente y después se echó a reír.

Sus padres se rieron con él.

¡Qué sinvergüenza! —exclamó el progenitor—. A ver, ¿cuántos?

¡Seis! —dijo el niño improvisando y se echó a reír incluso más fuerte.

¡Gamberro! —intervino la madre.

¡Dos! —El crío siguió riendo, disfrutando del juego.

Es que no puede ser —dijo el padre mientras empezaba a hacerle cosquillas a su hijo, que se reía a carcajadas.

¡Que se va a ahogar! —exclamó la madre asustada.

Cuando su padre se separó de él, el niño estaba hasta mareado de la risa.

¿Cuántos? —le preguntó por última vez.

Ninguno —respondió serio.

Pero ¡no puede ser! —le dijo enseñándole los cinco dedos de la mano estirados—, ¿te imaginas estar así? —Escondió los dedos—. Casi como el Capitán Garfio. ¡A ver, tú!

El pequeño estiró los brazos y le mostró las manos con los puños cerrados y los dedos escondidos. Los giró y los mantuvo a la altura de la cara de su padre con gesto serio. Como si se los hubieran cortado. Al progenitor le cambió el gesto de inmediato, pero el niño, enseguida, enseñó los dedos para que viera que los tenía todos.

¡Cinco! —exclamó contento.

Recuerda perfectamente que estiraba las yemas mucho, todo lo que podía, para que su padre supiera que de verdad los tenía todos y que solo era una broma. Esa imagen se repite en este momento, muchos años después, siendo un hombre mayor de lo que era su progenitor en aquel desayuno. Ahora estira los dedos lo máximo que puede para intentar alcanzar algo que le ayude a escapar, pese a que prácticamente no hay luz y no ve nada. Entonces escucha un crujido y siente el hachazo, un dolor extremo, el inmenso calor y el ruido de sus dedos cuando caen al suelo disparados. Sangre y más sangre. Se retuerce del dolor. No quiere que lo encuentren así, que ese sea el recuerdo que tengan de él. Se pregunta cómo ha sido posible llegar hasta ahí.

Recuerda que llamaron al telefonillo de casa y que era un paquete para él. Es adicto a la compra online y por ello se beneficia de las ventajas de ser cliente Prime. Abrió sin dudar y no prestó atención al repartidor porque, mientras se acercaba, estaba pendiente del paquete que traía. Quería saber qué era lo que había llegado, si era para él o si su mujer se había dado un «caprichito» de los suyos. La más absoluta confusión acompaña los siguientes segundos. Golpes en la cabeza mientras es arrastrado y cogido por los pies. Los gritos, los llantos, las imágenes y la culpa que sabe que lo acompañará hasta sus últimos momentos.

La sangre sigue chorreando por el corte. Grita de dolor, está a punto de perder el conocimiento. Entonces, el hombre se aproxima a él y le echa en la boca el humo del cigarro que está fumando. Prácticamente no hay luz en el cuarto en el que lo tiene retenido y no ve nada, pero reconoce el olor porque él fuma lo mismo. Antes de que le pueda suplicar

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