El ritmo de Harlem

Colson Whitehead

Fragmento

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1

Fue su primo Freddie quien lo metió en el golpe una calurosa noche de principios de junio. Ray Carney estaba de ronda por la ciudad; de acá para allá, el downtown, el uptown. Que no se detenga la máquina. La primera parada fue en Radio Row, para descargar los tres últimos aparatos de radio, dos RCA y un Magnavox, y recoger el televisor que había dejado. Las radios ya no las tocaba, en un año y medio no había vendido ninguna por más que las tuviera marcadas a precio de regalo. Ahora ocupaban un espacio en el sótano que necesitaba para los sillones reclinables que Argent le iba a enviar la semana siguiente y lo que pillara por la tarde en el piso de la señora que había muerto. Las radios eran el no va más hacía tres años; ahora unas mantas acolchadas cubrían sus lustrosos muebles de caoba, atados con correas a la caja del vehículo. La camioneta iba dando tumbos por el infame pavimento de la autopista del West Side.

Precisamente el Tribune de aquella mañana traía otro ar­tícu­lo sobre los planes municipales de demoler la autopista elevada. Estrecha y no muy bien empedrada, la carretera fue una chapuza desde el primer momento. En un día bueno los atascos eran continuos, una agria discusión de tacos y bocinazos, y cuando llovía los baches se transformaban en lagunas traicioneras, un desagradable chapoteo. La semana anterior un cliente había entrado en la tienda con la cabeza vendada como una momia, culpa de un cacho de balaustrada que se había desprendido de la maldita carretera elevada mientras él pasaba por debajo. El hombre comentó que iba a poner una demanda. Carney le dijo: «Tiene usted todo el derecho del mundo». A la altura de la calle Veintitrés las ruedas de la camioneta pillaron un cráter. Carney temió que una de las RCA saliera volando y cayera al Hudson, pero finalmente respiró aliviado cuando pudo desviarse por Duane Street sin más incidencias.

El contacto de Carney en Radio Row estaba en Cortlandt, a la altura de Greenwich, en pleno meollo. Encontró sitio frente a Samuel’s Amazing Radio —REPARAMOS TODAS LAS MARCAS— y fue a comprobar que Aronowitz estuviera dentro. El año anterior, en dos ocasiones, había hecho todo el trayecto para luego encontrar la tienda cerrada en horario de trabajo.

Tiempo atrás, pasear por delante de los atestados escaparates era como ir moviendo el dial de una radio: de una tienda salía jazz a todo volumen por unos altavoces de bocina; de la siguiente sinfonías alemanas; de la de más allá ragtime… S & S Electronics, Landy’s Top Notch, Steinway the Radio King. Pero ahora era más probable oír rock and roll —un intento desesperado de atraer a los adolescentes— y que los escaparates estuvieran repletos de aparatos de televisión, las últimas maravillas de DuMont, Motorola y demás. Consolas de madera clara, elegantes diseños portátiles —el último grito— y combinados 3 en 1 de alta fidelidad: tubo de rayos catódicos, sintonizador y giradiscos en un mismo mueble, una idea brillante. Lo que no había cambiado era el serpenteante itinerario de Carney por los contenedores y cubos llenos de válvulas de vacío, transformadores y condensadores que atraían a los «manitas» de toda el área metropolitana de Nueva York. Cualquier pieza que necesites, todas las marcas, todos los modelos, y a precio razonable.

Había un agujero en el aire allí donde antes pasaba el ferrocarril elevado de la Novena Avenida. Aquella cosa desapareció. Cuando era pequeño, su padre le había llevado a verlo un par de veces durante uno de sus misteriosos recados. En ocasiones a Carney le parecía oír el estruendo del tren bajo la música y el bullicio del regateo callejero.

Aronowitz estaba encorvado sobre el mostrador de cristal con una lupa incrustada en un ojo, hurgando en uno de sus cacharros.

—Hola, señor Carney —dijo. Y tosió.

Eran pocos los blancos que le llamaban «señor». Al menos en el downtown. La primera vez que Carney fue a Radio Row, los dependientes blancos fingieron no reparar en él y atendieron a unos radioaficionados que habían entrado después. Carney carraspeó, agitó una mano, pero continuó siendo un fantasma negro, acumulando tienda tras tienda las humillaciones de rigor, hasta que subió los escalones de hierro que conducían a Aronowitz e Hijos y el dueño le preguntó: «¿En qué puedo servirle, señor?». En qué puedo servirle como diciendo: ¿En qué puedo servirle? No en plan: ¿Tú qué pintas aquí? Ray Carney, incluso a esa edad, ya sabía distinguir esos matices.

Aquel primer día, Carney le dijo que tenía una radio para reparar; llevaba un tiempo buscándose la vida con aparatos poco usados. Aronowitz no le dejó acabar cuando Carney intentó explicarle el problema y se puso a desatornillar la carcasa. En posteriores visitas Carney no malgastaba saliva y se limitaba a dejar los aparatos delante del maestro para que este hiciera lo que creyese conveniente. La rutina era más o menos esta: cansinos gruñidos y suspiros mientras inspeccionaba el aparato a reparar, hurgando aquí y allá con utensilios metálicos. Con su Diagnometer verificaba fusibles y resistencias; calibraba el voltaje; rebuscaba en las bandejas sin etiquetar de sus archivadores metálicos, que ocupaban buena parte de las paredes de la lúgubre tienda. Si el problema era gordo, Aronowitz giraba en su silla y salía disparado hacia el taller que había en la trastienda, sin dejar de gruñir. A Carney le hacía pensar en esas ardillas del parque que van corriendo como posesas en busca de algo que roer. Puede que las otras ardillas de Radio Row entendieran semejante comportamiento, pero para un profano como Carney era locura animal y nada más.

Muchas veces Carney salía a comprarse un bocadillo de jamón y queso para que el hombre pudiera trabajar en paz.

Aronowitz no fallaba nunca: arreglaba lo que fuera, encontraba la pieza. Eso sí, la nueva tecnología lo desconcertaba, y por regla general hacía que Carney volviera al día siguiente a por un televisor, o bien a la semana siguiente tan pronto llega­ba el nuevo tubo catódico o la nueva válvula. Porque el viejo no quería pasar la vergüenza de recurrir personalmente a un competidor. Esa fue la razón de que Carney apareciese por allí aquel día. Le había llevado el Philco de veintiuna pulgadas la semana anterior. Con un poco de suerte, el viejo le quitaría las radios de las manos.

Carney entró en la tienda una de las enormes RCA y fue a buscar la otra.

—Le diría al chico que le echara una mano, pero tuve que reducirle el horario —dijo Aronowitz.

Que Carney supiese, el chico, Jacob, un huraño quinceañero picado de viruelas que vivía en una de aquellas colonias obreras de Ludlow Street, no trabajaba allí desde hacía más de un año. El «e Hijos» del rótulo no había surgido de aspiración alguna —hacía tiempo que la mujer de Aronowitz vivía en casa de su hermana en Jersey—, pero el estilo presuntuoso y fanfarrón era una constante en todos los comercios de Radio Row: Lo Mejor de la Ciudad, La Casa del Chollo, No Nos Gana Nadie. Décadas atrás, el boom de la electrónica había convertido el barrio en escenario de la ambición para todo inmigrante. Abres un chiringuito, sueltas tu rollo y adiós a la chabola. Si la cosa va bien, inauguras un segundo local, amplías el negocio a la tienda de al lado que no chuta. Delegas el negocio en tus hijos y vives como jubilado en una de esas nuevas casas

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