Lacrónica

Martín Caparrós

Fragmento

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1

Nunca pensé que sería periodista: sucedió. Cuando era un chico —pero no lo sabía— no me hacía demasiados futuros, salvo la patria socialista; a veces, cuando me preguntaba qué haría como trabajo, imaginaba que fotos o que historia. Era casi comprensible: tenía 16 años. Por eso fue tan sorprendente que aquel día de diciembre del ‘73 Miguel Bonasso, amigo de amigos de mis padres y director de Noticias, un diario que recién salía, me aceptara como aprendiz de fotógrafo. Pero, me dijo, me empezarían a formar en marzo; mientras tanto podía esperar en mi casa o trabajar el verano como cadete; le dije que empezaba al día siguiente.

—¡Che, pibe, hace media hora que te pedí esa Coca-Cola!

—Ya va, maestro, ya se la llevo.

En Noticias trabajaban escritores que admiraba: Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Paco Urondo. Yo intenté ser un cadete serio. Durante un par de meses manché a media redacción con cafés mal servidos y repartí corriendo los cables de las agencias a las secciones respectivas. Hasta esa tarde de sábado y febrero que me cambió la vida.

Hacía calor, hacía calor, el diario era un desierto y un viejo periodista —debía tener como 40 años— me pidió que lo ayudara: me preguntó si me atrevía a redactar una noticia que venía en un cable. La nota se tituló «Un pie congelado 12 años atrás», y empezaba diciendo que «Doce años estuvo helado el pie de un montañista que la expedición de los austríacos encontró, hace pocos días, casi en la cima del Aconcagua». Después ofrecía más detalles, y terminaba informando de que «la pierna, calzada con bota de montaña, que los miembros del club Alpino de Viena encontraron el pasado lunes 11, cuando descendían de la cumbre, pertenece al escalador mexicano Oscar Arizpe Manrique, que murió en febrero de 1962, al fracasar, por pocos metros, en su intento de llegar al techo de América».

En esos tiempos en la Argentina no había escuelas: al periodismo se llegaba así, por accidentes.

En el diario Noticias escribí mis primeros artículos, aprendí rudimentos, admiré de más cerca a Rodolfo Walsh —mi jefe—, supuse que si ser periodista era poder mirar, entrar a los lugares, hacer preguntas y recibir respuestas y creer que sabía y ver, casi enseguida, el resultado de la impertinencia en un papel impreso, la profesión me convenía. Ahora, en tiempos computados, cualquiera escribe en Times New Roman; entonces —un larguísimo entonces— llegar a ver tus letras convertidas en tipografía era un rito de pasaje apetecido, que otros controlaban. Lo más fácil era hacerlo en un periódico.

Y eso para no hablar de los bares trasnochados, los olores a rancio y a tabaco, los secretos, la camaradería, todo eso que entonces parecía parte inseparable del oficio. Pero, además, Noticias era un emprendimiento militante: trabajar allí no era trabajar, era participar en un proyecto —y además nos pagaban. Por eso unos meses más tarde, cuando el gobierno lo cerró, yo quería seguir en periodismo y sabía, al mismo tiempo, que nunca nada sería del todo igual.

Mi padre, sospecho, no lamentó ese cierre. Era un intelectual de aquella izquierda, comprometido, estudioso, muy drogón; un psicoanalista que, cuando vio que podía volverme periodista, me sentó y perorome:

—Si quieres hacer periodismo haz periodismo, yo no puedo impedirlo, pero trata de no ser un periodista.

Mi padre era español: siempre me habló de tú.

—¿Por qué, cómo sería un periodista?

—Alguien que sabe un poquito de todo y nada realmente.

A mí el programa no me disgustaba.

Me contrataron en un semanario deportivo; después tuve que irme. El golpe de 1976 y sus variados contragolpes me retuvieron en París, Madrid: me descubrieron que había un mundo. En esos siete años estudié historia, empecé a novelar, hice muy poco periodismo. Me gustaba —todavía me gustaba— leer diarios y revistas; quizás por eso, cuando volví a la Argentina, imaginé que mi oficio era ese.

De un modo muy confuso: hicimos, con mi amigo Jorge Dorio, un programa de radio que creía que innovaba, un programa de televisión que creía parecido, una revista literaria que creía lo contrario. Sí trabajé, 1986, como editor de la revista que más influyó en el periodismo argentino de esos tiempos. El Porteño había sido fundada en 1981, aún dictadura, por un muchacho inquieto y atrevido, Gabriel Levinas, y un narrador de talla, Miguel Briante. Pero en 1985 Levinas no quiso perder más dineros y la revista quedó a cargo de una cooperativa de sus colaboradores: Osvaldo Soriano, Jorge Lanata, Homero Alsina Thevenet, Ariel Delgado, Eduardo Blaustein, Marcelo Zlotogwiazda, Enrique Symms y unos cuantos más.

En El Porteño empezaron a publicarse unos artículos largos que llamábamos territorios porque contaban, con prosa bastante trabajada, la vida de un barrio, un oficio, un sector social. Allí le hice, por ejemplo, a un joven médico y diputado mendocino que amenazaba con renovar la política, una entrevista interminable: nos encontramos una mañana en su oficina del Once y empezamos a hablar y seguimos hablando; cada tanto, él o yo nos levantábamos para ir al baño. Yo picaba mis rayas de coca en el vidrio de su botiquín —que, visiblemente, alguien más estaba usando con el mismo propósito, y en la oficina no había nadie más. Ocho horas después volví a mi casa; era viernes, tenía cinco casetes de hora y media, algunos gramos más en aquel recoveco de la chimenea y todo el fin de semana por delante. Saqué papel, la máquina; cuando por fin paré, el domingo a la noche, tenía más de cien páginas tipeadas. La entrevista no se publicó entera, pero casi.

En un panorama periodístico tedioso, rígido, hacíamos esas cosas. El Porteño nunca tuvo muchos lectores; su in­fluen­cia —indirecta, innegable— empezó cuando Jorge Lanata y la mayoría de sus cooperativistas lo abandonamos para empezar un diario que, extrañamente, se llamó Página/12. Casi todo lo que después sería el «estilo Página» se había fraguado en El Porteño. Yo participé en la salida de aquel diario, mayo de 1987, como jefe de la sección y el suplemento de cultura; al cabo de un mes y medio Soriano ya había convencido a Lanata de que mejor me echara.

Después pasó el tiempo y, de pronto, quise convertirme en un hombre de bien. Corría 1991, ya había cumplido los 33 años y era un señor casi feliz: hacía cositas. Había publicado tres novelas que nadie había leído y me creía un escritor joven; me ganaba la vida: traducía, vendía notas, conducía en radio o en televisión, dirigía una revista de libros, enseñaba historia del pensamiento en la universidad. Mi relación con el periodismo seguía siendo confusa. Pero aquel mes de marzo, cuando nació Juan —primero mi primero, tiempo después mi único hijo— y supuse que debía cambiar de vida, cuando decidí convertirme en un hombre de bien, fui a ver al director de Página/12. Se ve que, pese a todo, no se me ocurría otro lugar:

—Tengo dos propuestas para hacerte. Una que te conviene a vos, otra que me conviene a mí.

Jorge Lanata, taimado como suele, me dijo que le dijera primero la que me convenía:

—Quiero ser crítico gastronó

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