Era como mi sombra

Pilar Lozano

Fragmento

Era como mi sombra

UNO

El día que mataron a Martínez, Julián estaba al pie mío. Así fue desde pequeñitos: era como mi sombra. Tanto que me sentía solo cuando no lo tenía cerca. Daba un paso y él iba detrás, tomaba una decisión y él la seguía como si fuera suya. Ese día quedó amarrado al piso, como yo; después echó a correr, como yo.

Fue un viernes muy de mañana. Bajábamos dando brincos por la loma. Íbamos a ayudar a arriar un ganado arisco. Un grito nos frenó en seco:

—¡Martínez! ¡Alto ahí!

Martínez subía por la misma pendiente. Vimos sus ojos desorbitados. El traquetazo de los tres tiros, el sonido sordo del cuerpo al desplomarse y la mancha roja empapando su uniforme verde… todo ocurrió en un solo instante.

Aguanté la mirada fría y desafiante del matón clavada en mi cara. Me santigüé y seguí paralizado, como si hubiera echado raíces.

«El siguiente tiro —pensé— es para mí».

Cuando el asesino dio la vuelta y huyó monte arriba, sin mirar atrás, sin decir palabra, como si nada, pegamos carrera como almas en pena. Así, espantados, seguimos nuestro camino.

Fue mi primer encuentro con la muerte. Por eso no lo olvido. Tenía apenas seis años.

Al atardecer regresamos al pueblo. Subimos por el potrero jugando a las zancadillas, aún con la cara del finado pegada en los ojos. Había lluvia y sol al mismo tiempo. Ni cuenta nos dimos del momento en que se formó el arcoíris.

Lo encontramos frente a frente: la pata estaba ahí, plantada como una columna de colores. Porque la pata del arcoíris es así: ancha, luminosa. Me pareció asustadora, como la muerte.

«No se debe mirar esa pata, que nace en los charcos que deja la lluvia, porque se queman las vistas», era el decir de mi abuela.

Si no es por Julián, que me tiró del brazo y me obligó a pasar, yo estaría aún ahí, convertido en estatua. Crucé a ciegas, apreté duro los ojos.

Ese día conocí dos miedos y, sin decirlo, sellé con Julián un pacto de amistad irrompible, como promesa a la Virgen. Jamás le contó a nadie cuánto me aterraba la pata del arcoíris; para mí era una vergüenza.

Allá nos tropezamos con ella varias veces. Él me ayudaba a disimular para que los compañeros no se burlaran de mí, no me llamaran gallina. Cerraba los ojos o alzaba el fusil hasta taparme la cara.

Si no íbamos de afán, Julián peleaba con su timidez y me ayudaba a embolatar a todos con alguna tontería. Cuando se borraban los colores, seguíamos la marcha tranquilos.

El día que rompí ese pacto de amistad con Julián se me acomodó la angustia en todo el cuerpo.

Era como mi sombra

DOS

Julián y yo nacimos en el mismo pueblo, un pueblo de montaña, de una sola calle larga. Lo que se levanta en esa calle parece seguro; lo demás cuelga a lado y lado, como agarrado de la nada. La cantina, los billares, la tienda de Manuel, la escuela y la iglesia —a la que de cuando en cuando iba un cura— son lo único importante. Realmente no es más que un caserío. Bueno, al menos era así hasta la última vez que pudimos ir.

Yo vivía en un extremo de la calle larga; Julián, en una de las casas del desfiladero, justo al lado del matadero. Por delante, la casa tenía un piso; por detrás, tres. La sostenían varas de guadua. Siempre temí que se fuera a desbarrancar.

El sábado, día de sacrificar los animales, madrugábamos a ayudar. Nos acomedíamos a lavar el menudo o la tripa y a cambio nos regalaban un pedazo para llevar a la casa. Aprovechábamos también para tomar sangre cocinada de la res. La pasábamos con arepa para aguantar el sabor, daba fuerza.

Entre sacrificio y sacrificio, sucios de sangre, nos echábamos al piso a jugar canicas, a tirar trompo. En esas la pasábamos. Julián me ganaba jugando bocholo y piquicuarta. Siempre cargaba una canica negra en el bolsillo, su preferida, su mara. Yo era campeón haciendo bailar el trompo en la palma de la mano.

Así fuimos creciendo.

Yo entré a la escuela, Julián no. Vivía con su abuela, su mamá enferma y una hermana. Era buena gente: mantenía haciendo mandados, favores a cambio de alguna moneda… que si ir por agua al pozo, que si recoger ropa mojada, que si correr a buscar velas cada vez que se iba la luz.

Los domingos salían los cuatro a pedir limosna.

Se crio como el más pobre de los pobres. Los zapatos que le conocí en el pueblo parecían un colador de tanto agujero. Estrenó su primer par cuando estábamos allá: unas botas de caucho. Era feliz persiguiendo charcos para sentir con orgullo que no se le empapaban las medias.

Entre semana, cuando yo salía de la escuela, íbamos a trabajar en lo que cayera: cargando leña, cargando camiones. Así nos acostumbramos desde pequeños. Nos echábamos esos bultos de naranja como de dos arrobas a la espalda y por una tabla trepábamos al camión.

Al comienzo fue difícil. Me temblaban las piernas, el mismo temblor de la tabla con mis pasos. Pero fue lo que nos hizo fuertes, capaces después de cargar una R-15 y ta-ta--ta-ta… hacerla tronar sin que nos echara al suelo.

Y nos atacó un antojo al mismo tiempo: tener bicicleta. Mi tío Pedro, que fue como mi papá porque el mío propio lo dejé de ver desde pequeño, nos propuso irnos con él adonde había una buena cosecha de café.

—¿Quieren bicicleta? —nos preguntó—. ¡Alisten los chiros! ¡Nos vamos a trabajar!

Dejé los estudios unos meses y fuimos a recoger café. Nunca había llegado a salir tan lejos. La finca quedaba a unas siete horas de la casa. Resultaba bonito ver esas montañas forradas de distintos verdes: los cafetales nuevos, como claritos; los viejos, de un verde oscuro, envejecido.

El viaje fue tan largo que llegué enfermo. Pero como siempre he sido guapo para el trabajo, terminé cogiendo dos cargas yo solito. Avanzábamos a la par con Julián por dos surcos seguidos. Al comienzo nos resbalábamos por ese terreno empinado, pero pronto aprendimos a amarrarnos del suelo o de las ramas del cafetal.

Ahora que conozco tantos paisajes, pienso que el del café es uno de los más bellos. Cuando florece, todo parece un algodonal perfumado. Es bonito también ver la cereza del café, el grano engruesado y rojito.

Regresamos. Me compré una cicla cromada de segunda, linda.

Julián tuvo que renunciar a su sueño: encontró a la abuela enferma, tirada en la cama. Lo ganado se le fue en remedios. De nada sirv

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