Bajo la luna de primavera

S. F. Tale

Fragmento

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Prólogo

El solsticio de primavera había llegado con un aire renovado a la vida de lady Susan, pues ya hacía varias semanas que su sobrina, Elisa, había llegado de Nueva York no como una brisa ligera, sino más bien como un huracán que agitaba todo allí por donde pasaba.

El Club de las Honorables Damas se había visto afectado también por su llegada, todas se habían centrado en ella para buscarle entre todos los caballeros respetables y respetados el marido más adecuado a su posición de rica heredera. Mas había resultado que Elisa, por azares del destino, no mostraba el más mínimo interés por ninguno de ellos, les llevaba la contraria con sus actitudes; a veces, incluso, los espantaba. En ese tiempo había forjado una extraña relación con Daniel, el primogénito de lady Anne. Podían estar muy bien, y en menos de lo que dura un segundo, estaban riñendo como un matrimonio. ¡Nadie entendía lo que pasaba! Lady Susan no quería pensar sobre esa extraña alianza, por llamarlo de algún modo, pues había llegado a un punto que se negaba a comprender a los jóvenes.

Aquella tarde más primaveral que ninguna otra, lady Susan y lady Anne habían abierto las puertas del club a dos hombres que eran muy cercanos a Daniel, se podía decir que habían sido sus mentores en los años de universidad: Magnus y Thaddeus Kersey. Ellos hablaban mucho con el joven; por eso, las dos mujeres los hicieron llamar a escondidas para que viesen, por sus propios ojos, lo que pasaba cada vez que esa joven pareja se tropezaba. Ya había sucedido que el resto de los miembros del club no se lo creían hasta que lo contemplaron y habían extraído una conclusión que solo Moira fue capaz de decir en voz alta:

—Entre esos dos hay más pasión que en la cama de dos amantes —había sentenciado sin temblarle la voz y dejando pasmadas a lady Anne y a lady Susan, quien frunció los labios.

No era que estuviera disconforme, simplemente no lo veía, y durante las horas siguientes una pregunta se coló en su mente: ¿pudiera ser que lo estuvieran disimulando, que no quisieran reconocerlo? Lady Susan estaba harta de la juventud, de sus jueguecitos, indecisiones y sus riñas absurdas; si por ella fuera encerraría a Daniel y a Elisa en la misma habitación para que se aclarasen, y si terminaban en la cama con sus cuerpos unidos... «A lo mejor es lo que requieren, estar enredados en la cama. No hay mejor ejercicio que hacer el amor para aclarar las ideas», había llegado a la conclusión, mas no se la había expuesto a nadie a pesar de tener mucha confianza con Anne. Por una vez, prefirió callarse. Todo ello repercutió en que estaban en la mansión de los Elderbrook con la nariz pegada al cristal, mientras los veían pasear por el jardín trasero.

—Hoy, que estáis vosotros dos, nos van a dejar mal —apuntó lady Anne negando con la cabeza.

Tuteó a los dos hombres por la petición que ellos mismos habían hecho.

—Sí, es de esos extraños acontecimientos por lo que pasean sin gritarse —añadió lady Susan con los labios fruncidos y mirada reticente, no las tenía todas con ella—. El sol debe estar a punto de explotar o hay algún suceso en el firmamento que desconocemos y que favorece este comportamiento tan... —No había palabras para definirlo—. Tan sosegado.

—Habrá que darles tiempo, ¿verdad, hermano Magnus? —dijo Thaddeus con la vista perdida en los jóvenes y las manos a la espalda.

—Cierto, hermano Thaddeus, a veces hay que ver más allá de lo que tenemos delante de la nariz, así podremos proceder con sabiduría. —Esas palabras de Magnus asombraron a las dos mujeres.

Continuaron mirando a través de las ventanas de la salita de la mansión cómo el jardín trasero era bañado con esos primeros rayos del sol de primavera y calentaba los rosales, la hierba, los árboles que empezaban a reverdecer; así se preparaban para el verano. Bajo esa luz brillante, a ojos de lady Susan, eran una pareja perfecta que podría ser la envidia de todo Londres: jóvenes, altos, muy bien vestidos, darían mucho de qué hablar en los corrillos solo por la admiración que podrían levantar. Con esos dos, sabía, era mucho pedir.

—Tenemos que lograr que se junten —susurró lady Anne.

Nada más decirlo, Elisa se giró hacia Daniel con las manos apretadas en puños y un gesto adusto en su dulce rostro ovalado.

—¡Eres un cretino! —le espetó a Daniel, que se mantuvo impertérrito.

—¡Tú, niñata consentida! —le respondió el joven.

«Salió contestón el niño», pensó lady Susan.

—¡No te acerques a mí! —Elisa se separó dos pasos de él.

—No grites, tu voz chirría.

—Lo tienes fácil, no me hables, eres tú el tonto que se acerca a mí.

—¡Mimada!

—Destripaterrones.

—Alguien debería domeñar esa lengua que tienes. —Esa frase sonó a amenaza.

—¿Y vas a ser tú? Uy, no, tiene miedo el duquesito. Hasta ese título te va a quedar grande.

—No me conoces para juzgarme.

—Sí que tengo motivos, el modo en que me tratas. Vas de caballero y no eres más que un pazguato.

Tras el cristal de los ventanales, los cuatro se quedaron perplejos al ver el modo en que Daniel acortaba la distancia que los separaba y le hablaba al oído. La reacción de ella no se hizo esperar, le pegó una patada en la espinilla.

—Eso me ha dolido a mí, ¡qué niña salvaje! —se quejó lady Susan.

Tras esa protesta escondió de un modo muy sabio su asombro, pues la verdad era que Elisa no distaba mucho de cómo había sido ella de joven. Si había que responder lo había hecho de múltiples maneras en su juventud; solo con John, su difunto esposo, lo había hecho con dulzura. Aunque Elisa no le llegaba a la suela de los zapatos, el parecido que guardaba con ella era como si se tratase más de su hija que de su sobrina. En cambio, debía atarse en corto o las expulsarían del país.

—Supongo que no podemos asesinarlos. —Lady Anne no despegaba los ojos del cristal; de hecho, su respiración creaba vaho sobre la superficie lisa de la ventana.

—Señoras, ahí tenemos a dos enamorados. —Esa sentencia de Thaddeus Kersey las dejó anonadadas.

—¿Qué dices? —Lady Susan enarcó una ceja—. Lo que veo es a dos críos que no saben ni lo que quieren.

—La pasión es la que habla por ellos, solo hay que ver cómo las mejillas de la señorita se han arrebolado, ¿no crees, hermano Magnus?

—Así es, hermano Thaddeus, nuestro querido Daniel ha cruzado las puertas del amor —asentía Magnus Kersey, el único de los dos que se había casado y que era padre de Eugenia, la esposa de William Blackstone.

—Sí, seguro. —La ironía de lady Susan no pasó inadvertida.

—Hablo muy en serio, mi Helen tenía un carácter intrépido como el de mi hija Eugenia, y muy parecido al de

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