Esos besos robados son míos (Santana's club 2)

Marian Arpa

Fragmento

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Capítulo 1

Hans Lieben era miembro del servicio secreto austríaco y en esos momentos estaba tras la pista de un grupo de mafiosos que tenían los tentáculos muy largos. Tanto que en dos días viajaba a Nueva York para colaborar con el FBI a atrapar a unas bandas que operaban bajo el mando del mandamás, el capo, al que apodaban don Finn. No sabía si era porque, cuando él lo ordenaba, alguien o algo llegaba a su fin, o si verdaderamente se llamaba así.

Hans era un tipo divertido y sexi. Lo sabía y explotaba al máximo. Aunque nunca hacía promesas: su trabajo le impedía echar raíces. Eso era lo que siempre se decía, como si quisiera convencerse, cuando una mujer lo atraía demasiado. No creía que encontrara a ninguna que lo esperara en casa mientras él tenía alguna misión.

En esos momentos estaba preparando sus maletas, no sabía el tiempo que tardaría en volver a Austria. En su empleo, nunca podía dar por sentado dónde estaría al día siguiente.

Después de dejar su equipaje preparado, se fue a la oficina para recibir las instrucciones de última hora. Su jefe, Phillip Mayer, lo estaba esperando junto con su secretaria Lyla Egger. Esta le entregó una carpeta con toda la información de don Finn y sus secuaces austríacos.

—Cuando llegues a Nueva York debes reunirte con Clark Sallow, es el agente que se encarga de las bandas. Él te informará sobre lo que se cuece en las calles.

—¿Se puede confiar en él? —Hans tenía la costumbre de investigar a todo el mundo con quien iba a trabajar. Había aprendido, cuando aún era un novato, que no todos eran lo que parecían. Había policías corruptos en todas partes.

—Según Robert Carter, su superior, es uno de sus mejores hombres. Él y los agentes a su cargo mantienen toda la paz que pueden en las calles. Además de controlar a los capos y a los guardaespaldas que dan las órdenes desde sus cómodos sillones.

—¿Algo más que deba saber, Lyla? —preguntó mientras ojeaba los documentos que ella le había dado. Normalmente, todos se llamaban por sus apellidos, pero a esa chica, que tiraba los tejos cada vez que la veía a solas, le resultaba imposible hacerlo.

Ella sabía que él era un ligón empedernido y no se tomaba sus coqueteos en serio. Más bien le hacía gracia que un hombre como él se dedicara a lanzarle piropos. Su relación era como la que tendrían dos amigos y nada más.

—Nada nuevo que no sepas o vaya en esos expedientes —contestó Mayer.

—He añadido los extractos de las llamadas telefónicas de Finn y sus secuaces; hay muchas a un tal Díaz, es el cabecilla de los Diablos Negros, una banda que opera en Harlem —añadió Lyla.

Mayer cabeceó al escuchar a la secretaria.

—No creo que Díaz nos lleve a ninguna parte, Finn es muy listo y no dejaría constancia de sus contactos. Esas llamadas son un cebo —sentenció Hans.

—De todas maneras, investígalo.

—Desde luego, señor.

Se despidieron y Hans se marchó. A pesar de que al día siguiente debía conducir cuatro horas hasta Viena y después le esperaban más de nueve en avión hasta Nueva York, salió a tomarse una copa. En la fiesta de Sony había conocido a Selma, una de sus amigas, con la que terminaron la celebración en un hotel. La mujer era una tigresa en la cama y le apetecía volver a verla. La llamó por teléfono y pasó a buscarla por su casa.

***

Ya en el avión que cruzaba el océano, Hans pensó en la noche pasada mientras trataba de recuperar las horas de sueño. Se quedó dormido con la imagen de aquella mujer tras los párpados.

Una vez recogidas sus maletas en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, miró alrededor y vio la gran variedad de personas de todas las razas y estatus sociales. Había desde hombres y mujeres de negocios hasta los turistas que viajaban con mochilas al hombro. Realmente, era una ciudad cosmopolita.

Fue al hotel donde Lyla le había reservado habitación. The Carlyle, A Rosewood Hotel era impresionante; desde los grandes ventanales que llegaban del suelo al techo de su suite, podía contemplar Central Park y los altos rascacielos de la Gran Manzana iluminados a esa hora de la noche. Deshizo las maletas y colgó todo en los espaciosos armarios. Luego tomó una ducha y se vistió con un traje negro, al igual que su camisa. Le gustaba ese color y el efecto que producía en las féminas cuando lo usaba.

Ya en el restaurante pudo apreciar el lujo en todos los detalles: las lámparas de araña, las sillas y las mesas cubiertas por manteles azul marino hasta el suelo. El ambiente era muy acogedor e invitaba a la intimidad. Cenó observando a los otros comensales que hablaban entre ellos sin apenas levantar la voz.

Al terminar, salió; como había dormido en el avión, no estaba notando el jet lag.

En la puerta del hotel aguardaban varios taxis para llevar a los clientes.

—Al Santana’s —al decirlo, recordó la sorpresa que se llevó en la fiesta de cumpleaños de Sony; nunca habría pensado que ella tuviera amistad con el dueño de esos clubes repartidos por muchas ciudades del mundo. Se recordó a sí mismo lo poco que sabía de ella: que le encantaba volar en parapente como a él y que se había propuesto llevar a los habitantes de Innsbruck al siglo XXI con respecto a la tecnología. Era una mujer extraordinaria.

El chofer, un hombre que dijo llamarse Winters, se podía decir que era como un guía. Le iba contando por dónde pasaban y le señalaba los iconos de la ciudad.

—¿Se me nota tanto que no soy de aquí? —preguntó admirando la noche neoyorquina que veía desde la ventanilla del taxi.

—No, señor, perdone, es la costumbre. Cuando recojo a alguien en un hotel me gusta darle conversación, pero si le molesta ya me callo.

—De ninguna manera, me interesa mucho lo que me está mostrando.

Winters le sonrió por el retrovisor y sus miradas se encontraron.

—¿Puedo preguntarle de dónde es?

—He llegado hoy de Innsbruck.

—¡Austria!

—¿Ha estado allí?

—Ya me gustaría a mí.

—Le encantaría, aunque es muy distinto de lo que estoy viendo. Allí vives rodeado de montañas, no de moles de hormigón.

—Lo sé, he visto muchos reportajes de allí.

Muy pronto llegaron al club y se bajó ante la puerta donde un tipo descomunal daba paso a los socios y les negaba la entrada a los que no poseyeran la tarjeta negra y dorada. Ya en el vestíbulo, unos seguratas le preguntaron a dónde se dirigía y, al decirles que a tomar una copa, le indicaron la cafetería y la discoteca. Optó por la primera. Mientras esperaba el ascensor, vio que la decoración del club era muy parecida a la de Viena, era como estar en casa y se le dibujó una sonrisa en los labios. Tomó asiento tras una cristalera que le mostraba el ir y

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