POR QUE MEDITAR

Daniel Goleman

Fragmento

Por qué meditar

UNO

LO QUE TE OFRECE ESTE LIBRO

TSOKNYI RINPOCHE

Crecí en un pequeño pueblo, gozando de su atmósfera, y de mucho amor y cuidados. Recuerdo de una forma vívida que, cuando yo era niño, mi abuelo solía envolverse en la amplia y tibia capa para meditar llamada dagam. Cada vez que lo veía así, jugaba un juego peculiar: saltaba a su regazo y de inmediato saltaba de nuevo al suelo y me iba corriendo. Hacía esto una y otra vez. Y mientras tanto, él continuaba meditando y murmurando mantras, dejando al pilluelo ir y venir a su gusto. Mi abuelo irradiaba calor, amor y paz sin importar lo que sucediera a su alrededor.

Nací en Katmandú. Mi padre fue Tulku Urgyen Rinpoche, un renombrado maestro tibetano de la meditación. Mi madre era nepalesa, descendiente de una familia tibetana que también practicaba la meditación. Entre sus antepasados hubo un famoso rey del Tíbet, cuyos descendientes se establecieron en Nubri, un valle nepalés a la sombra del monte Manaslu, la octava cima más alta del mundo. Mis primeros años de vida los pasé en esa remota y montañosa región.

En ambos lados de mi familia había consumados y devotos practicantes de la meditación, entre ellos, mi padre, su abuela y el padre de mi abuela, quien fue uno de los más legendarios practicantes de su era. En general, ser competente en la meditación implica haber pasado varias etapas de entrenamiento mental y alcanzado la estabilidad en la sabiduría y la compasión. Por todo esto, puedo decir que tuve el privilegio de que me entrenaran para meditar desde niño, y que crecí en un ambiente propicio para esta actividad.

A los trece años me enviaron a una comunidad de refugiados tibetanos en el Valle Kangra, al norte de la India, para recibir una educación budista formal. Ahí continué mi entrenamiento de meditación con varios maestros de este arte, entre ellos yoguis que practicaban en aislamiento. Desde ese tiempo he tenido la fortuna de estudiar con algunos de los más importantes maestros de nuestros tiempos.

A los veintitantos años empecé a enseñar el budismo y, desde entonces, he viajado y les he dado clases de meditación a decenas de miles de estudiantes en varios continentes. También he seguido educándome de manera autodidacta y he explorado ­conocimientos científicos importantes para la ciencia de la mente. Asistí a varios seminarios de Mente y Vida en los que el Dalai Lama conversó con científicos, y he enseñado meditación a estudiantes de maestría y posdoctorado en el Mind & Life Summer Research Institute.

Desde que comencé a enseñar meditación, mi curiosidad natural hizo que me interesara de modo particular en la psicología occidental, la vida contemporánea y los singulares desafíos que ­enfrenta la gente en la actualidad. Debido a mi actividad como maestro itinerante, mi estilo de vida implica un movimiento continuo. A diferencia de muchos de los maestros asiáticos de la meditación que gozan de gran popularidad, yo prefiero viajar solo y de forma anónima para poder observar a la gente e interactuar con ella de una manera auténtica y espontánea. He pasado mucho tiempo en aeropuertos, caminando por las calles de muchas ciudades del mundo y sentado en cafeterías observando a otros.

Asimismo, he pasado décadas interactuando con expertos en ciencia y psicología, y con amigos y estudiantes de todo el mundo, con el objetivo de tratar de entender su mentalidad, sus luchas y la presión cultural a la que se ven sometidos. He tomado clases y seminarios con varios psicoterapeutas connotados como Tara Bennett-Goleman y John Welwood. Con Tara, esposa de Daniel Goleman, exploré muchos temas psicológicos, en especial, los patrones disfuncionales comunes, como la privación emocional y el miedo al abandono, los cuales trata en su libro Alquimia emocional y en otros sitios. John Welwood, autor y terapeuta matrimonial, fue una rica fuente de reflexiones respecto a patrones de relaciones, así como al concepto de la “circunvalación espiritual”, es decir, la tendencia a usar prácticas espirituales como la meditación para evitar heridas psicológicas no sanadas, o emociones problemáticas y abrumadoras. También he aprendido mucho al hablar con mis estudiantes sobre su vida, relaciones personales y prácticas espirituales.

A través de estas fuentes he aprendido mucho sobre mis ­propias neurosis, mis patrones habituales y mis emociones. A medida que ha aumentado mi comprensión de los desafíos emocionales y psicológicos que enfrentan los estudiantes en la actualidad, mi método de enseñanza también se ha ido nutriendo. Un ejemplo de estos desafíos es la manera en que la gente puede llegar a usar su práctica espiritual para esconderse de los problemas psicológicos, así como la intensidad con que sentimos el poder oculto de nuestros patrones emocionales y de las heridas que nos causan nuestras relaciones. Reflexiones como esta son lo que le ha dado forma a las enseñanzas que se ofrecen en este libro.

Mi manera de enseñar no solo es producto de esta sensibilidad a los desafíos actuales en los ámbitos emocional y psicológico, sino también del hecho de que continúo enfocado en la posibilidad de la transformación y el despertar. Trato de mantenerme fiel a la profunda sabiduría tradicional de la que surgí, pero, al mismo tiempo, me esfuerzo por mantenerme al día y ser innovador. Esto significa que trato de ser franco y abierto en las interacciones directas que tengo con mis estudiantes cuando intentamos abordar sus distintos niveles de rigidez, dolor y confusión.

Cuando empecé a enseñar, usaba un estilo más tradicional, me enfocaba en la teoría y hacía énfasis en sutiles distinciones de los textos tradicionales. La mayoría de los estudiantes contaban con una educación sólida, comprendían los significados a un nivel intelectual y formulaban preguntas agudas. Entonces pensaba: Vaya, ¡qué inteligentes! Seguro avanzarán con rapidez. Sin embargo, después de unos diez años o más, había algo que seguía sin funcionar del todo. Los estudiantes “entendían” a un nivel intelectual, pero parecían quedarse atorados en los mismos patrones emocionales y energéticos año tras año. Este rezago les impedía avanzar en su práctica de la meditación.

Entonces empecé a preguntarme si las prácticas que mi tradición atesoraba en realidad conmovían a los estudiantes como se esperaba. Analicé por qué los estudiantes de todo el mundo entendían las enseñanzas, pero eran incapaces de encarnarlas y de transformarse de manera profunda.

Comencé a sospechar que los canales de comunicación entre su mente, sus sentimientos y su cuerpo estaban bloqueados o tensos. Desde el punto de vista tibetano, todos estos canales deberían estar conectados y permitir un flujo libre; sin embargo, noté que mis estudiantes no podían integrar la comprensión intelectual de la que eran capaces porque no digerían la información ni a nivel corporal ni emocional. Esto me condujo a modificar mi método para enseñar la meditación.

Ahora me centro en sanar y en abrir el canal entre la mente y el mundo sensible para preparar al estudiante de manera integral. Las técnicas que aquí se describen reflejan este nuevo enfoque, el cual he ido refinando en las últimas décadas. A pesar de que estas enseñanzas son producto de años de entrenamiento con grandes maestros de la meditación y de mi propia experiencia al meditar y transmitir este conocimiento, no son exclusivamente para budistas ni para personas que “practican la meditación con seriedad”. Al contrario, fueron diseñadas para beneficiar a cualquier persona. A todos.

Tampoco son solo antídotos para la neurosis, ya que, en realidad, ofrecen un modo práctico de lidiar con cualquier tipo de pensamiento y emoción angustiante como los que nos invaden con frecuencia. Además de miedo, las emociones pueden incluir agresividad, celos, deseos irrefrenables y otros tipos de obstáculos para alcanzar la paz interior.

En lo personal, me apasiona la posibilidad de compartir la meditación de una manera emocional y psicológicamente significativa, y práctica y accesible para la gente que se siente atrapada en el mundo actual. Como tenemos muy poco tiempo para trabajar con la ­mente y el corazón, las técnicas deben aportarnos beneficios inmediatos.

DANIEL GOLEMAN

Crecí en Stockton, California, un pueblo a unos noventa minutos al este del Área de la Bahía de San Francisco. A lo largo de mi infancia viví ese lugar como lo que era: un pueblo estadounidense típico. Tranquilo, un poco al estilo de las pinturas de Norman Rock­well. En tiempos recientes, sin embargo, la reputación de Stockton ha cambiado bastante: fue la primera ciudad estadounidense en declararse en quiebra y ahora ahí se lleva a cabo un ­experimento social que consiste en proveerles a los ciudadanos un estipendio mensual. Ah, sí, ahora también es un hervidero de pandillas.

Siendo aún muy pequeño me sorprendió descubrir que, a diferencia de lo que sucedía en la mía, en las casas de mis amigos casi no había libros. Nosotros teníamos miles porque tanto mi padre como mi madre eran profesores universitarios y consideraban que la ­educación era el mejor camino al éxito en la vida. Al igual que ellos, tomé la escuela muy en serio y me esforcé por tener un buen desempeño.

Eso me permitió asistir a una universidad en la Costa Este y después estudiar un doctorado en psicología clínica en Harvard. Mi camino, sin embargo, dio un fuerte giro cuando me otorgaron una beca predoctoral para viajar a la India. A mis patrocinadores les dije que estudiaría psico-etnología o “modelos asiáticos de la mente”, pero, en realidad, muy pronto me encontré sumergido en el estudio de la meditación.

Mi práctica de la meditación empezó cuando todavía estudiaba la licenciatura, así que, al llegar a la India, pude asistir a una serie de retiros de diez días que me entusiasmaron mucho. En ellos alcancé un estado de paz interior que me instó a continuar practicando cuando regresé a Estados Unidos. A lo largo de varias décadas de práctica de la meditación he conocido a maestros maravillosos, y ahora soy alumno de Tsoknyi Rinpoche.

Mi tesis doctoral en Harvard fue sobre la meditación como medio de intervención en el estrés y, desde entonces, he estudiado la ciencia de la práctica contemplativa. Mi senda profesional me acercó al periodismo científico y luego a The New York Times, donde me desempeñé como parte del equipo de la sección de ciencia. Mi tarea principal en esta área de trabajo consiste en ahondar en lo que las publicaciones científicas reportan, interpretar sus hallazgos y reescribirlos, de tal suerte que resulten interesantes y comprensibles para la gente que no cuenta con conocimientos especializados.

Esto me llevó a escribir un libro a cuatro manos sobre los hallazgos científicos respecto a la meditación. Esta obra la ­realicé con Richard Davidson, un antiguo amigo de cuando era estudiante de posgrado. Hoy en día, Richard es un connotado neurocientífico y trabaja en la Universidad de Wisconsin. El libro se llama Rasgos alterados. La ciencia revela cómo la meditación transforma la mente, el cerebro y el cuerpo, y analiza los estudios más sólidos sobre la práctica de la meditación. Gracias a mi contribución al mismo pude volver al estanque de la ciencia contemplativa, ya que examiné hallazgos de laboratorio que explican las prácticas que Tsoknyi Rinpoche comparte en cada capítulo.

Lo que te ofrece este libro

La atención consciente ha arrasado en nuestros negocios, escuelas, centros de yoga, complejos médicos y mucho más. Ha llegado incluso a los rincones más distantes de la sociedad occidental. Resulta comprensible que a mucha gente le parezca atractiva la atención consciente y la posibilidad que nos brinda de darnos un respiro; sin embargo, esta es solo una de las muchas herramientas de la práctica de la meditación profunda. El sendero que detallaremos en este libro cubre la meditación básica y luego va más allá. Te diremos qué hacer una vez que te hayas iniciado en la atención consciente, pero también hablaremos sobre qué hacer al principio para destruir los enraizados hábitos emocionales que con frecuencia motivan el comportamiento de la gente.

Este libro te ayudará a enfrentar los obstáculos que nos impiden concentrarnos en la vida moderna, y no solo me refiero a los infaltables teléfonos celulares y a nuestras agendas cada vez más desbordantes de actividades, sino también a los pensamientos destructivos como la duda y el cinismo, y a los hábitos emocionales como la autocrítica que tanto nos preocupa. Los primeros capítulos le ayudarán al lector a lidiar con los dos problemas de los que más suele quejarse la gente que se inicia en la meditación: (1) Mi mente es un infierno, no encuentro la paz y (2) Mis pensamientos más inquietantes no me dejan tranquilo. Tsoknyi Rinpoche adaptó las instrucciones de la meditación para abordar estos dos obstáculos. Comenzó por lo que llama “Caída” o “Descenso”, una técnica en la que el practicante corta de tajo los pensamientos persistentes. Luego propuso el “apretón de manos”, con el que los practicantes aprenden cómo hacerse amigos de sus patrones mentales más problemáticos.

Aunque estas técnicas no suelen formar parte de las instrucciones comunes para la práctica de la atención consciente, son sumamente valiosas. Muchas de las personas que se inician en esta práctica abandonan el método porque se frustran y porque les molesta que los pensamientos que están tratando de superar no dejen de importunarlos. Este libro te enseña a lidiar con esos pensamientos de manera directa, pero al mismo tiempo, con amor y aceptación.

Aquí encontrarás varios métodos que no se han divulgado en ningún otro medio y que por el momento solo conocen los estudiantes de Rinpoche.

Este libro es para ti si…

  • has considerado empezar a meditar, pero no estás seguro de por qué deberías hacerlo ni cómo empezar;
  • ya meditas, pero te preguntas cómo o qué hacer a continuación para avanzar;
  • ya eres un practicante convencido y deseas ayudar a alguien que te importa, regalándole un ejemplar.
Por qué meditar

DOS

¡DEJA CAER LA CONCIENCIA!

Si no puedes cambiar algo, ¿entonces por qué deberías preocuparte?

Y si sí puedes cambiarlo, ¿por qué deberías preocuparte?

DICHO TIBETANO

TSOKNYI RINPOCHE: LA EXPLICACIÓN

En las décadas de los setenta y los ochenta, cuando era niño, viví en Nepal y en el norte de la India. El ritmo de vida era más bien lento y la gente sentía bastante estabilidad. Nuestro cuerpo estaba relajado, nos agradaba sentarnos a beber té con frecuencia, y sonreír nos resultaba sencillo. Por supuesto, enfrentábamos muchos desafíos como pobreza y falta de oportunidades, pero el estrés y lo vertiginoso no formaban parte de nuestra vida en realidad.

A medida que esos lugares empezaron a desarrollarse, el ritmo de vida se aceleró. Cada vez había más automóviles en las ­calles y la gente comenzó a enfrentar fechas límite y expectativas en su empleo. Muchos experimentaron de forma breve la sensación de pertenecer a la clase media y quisieron una tajada. Entonces noté que la gente empezaba a mostrar síntomas de estrés físico y mental, estaba más inquieta y no dejaba de agitar las piernas debajo de la mesa. Muchos no podían fijar la mirada, movían los ojos de un lado otro con premura y les costaba más trabajo sonreír.

También percibí todo esto en mí cuando comencé a trabajar en proyectos complejos. Acababa de lanzar una iniciativa que implicaba trabajar varios años para preservar los textos de mi linaje y, aunque la oficina para llevar a cabo el proyecto estaba del otro lado de la ciudad, en cuanto me despertaba mi mente ya estaba allá. El mundo sensible empezó a abrumarme: ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Solo pasa rápido el cepillo por los dientes y escupe! Métete a la boca todo el desayuno en un solo bocado. Mastica y traga. ¡No tienes tiempo para esto!

Para ir a la oficina tenía que manejar, y el tráfico de Katmandú me parecía insoportable. ¡Acelera! No importa si golpeas a alguien, ¡nada importa! Para cuando entraba a la oficina ya me sentía fatigado. Pasaba saludando a todos sin atención y no me tomaba el tiempo necesario para ver cómo iban. Mi objetivo era irme de ahí lo más pronto posible.

Salía agachado e iba a refugiarme a cualquier lugar, a una cafetería, por ejemplo. Me sentaba ahí sin hacer nada, solo quería calmarme, pero la ansiedad y la inquietud no me lo permitían. Me sentía como un gran bulto que no dejaba de zumbar. Mi cuerpo, mis sentimientos y mi mente estaban estresados sin razón evidente.

Un día, sin embargo, decidí desafiarme a mí mismo. En lugar de escuchar a la necia, distorsionada e indomable energía que me controlaba, empecé a respetar el límite de velocidad y la rapidez natural de mi cuerpo. Pensé: Solo voy a comportarme de manera natural y al ritmo correcto. Cuando llegue a la oficina, llegaré y punto, no voy a permitir que la energía negativa me manipule.

A lo largo de la mañana me mantenía relajado y me movía al paso que me parecía conveniente. Temprano, antes de levantarme, me estiraba en la cama. Me cepillaba bien los dientes y tomaba el tiempo necesario para hacerlo de la forma correcta. Y entonces la energía trataba de acelerarme. Decía: ¡Ve más rápido! ¡Llega ya! ¡Toma cualquier cosa del refrigerador y desayuna en el automóvil! Pero yo me negaba a escucharla.

Continué respetando el límite de velocidad de mi cuerpo. Me sentaba a desayunar, masticaba como era debido y disfrutaba mis alimentos. Manejaba a la velocidad adecuada, sin sentirme apresurado. Incluso disfrutaba el trayecto en automóvil. Cada vez que la energía desenfrenada me instaba a acelerar y decía: ¡Solo entra!, yo sonreía y negaba con la cabeza. Al final, empecé a llegar a la oficina casi a la misma hora que antes.

Al entrar, me sentía fresco y relajado. El lugar se veía más tranquilo y hermoso de lo que yo recordaba. Me sentaba y bebía té con mi personal, miraba a cada individuo a los ojos y hablaba con todos para ponerme al día con cada uno de verdad. Ya no sentía urgencia de partir.

Cómo encontrar nuestros cimientos

Me gustaría empezar a construir desde la base. En la tradición budista de donde provengo nos agrada la construcción de diversos ­tipos de edificios como templos, conventos, monasterios y estupas. Tal vez se debe a la necesidad de compensar nuestras raíces nó­madas. En cualquier caso, nuestras metáforas suelen involucrar imágenes de la construcción, y sabemos, como cualquier constructor, que para poder avanzar es necesario contar con cimientos sólidos y sanos. La meditación no es la excepción.

Nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestros sentimientos serán los materiales en bruto. Vamos a trabajar con los pensamientos y las emociones, es decir, felicidad y tristeza, retos y luchas. En el caso de la meditación, contar con cimientos sólidos significa estar bien anclados, presentes, conectados. Hoy en día esto puede resultar muy difícil por diversas razones, por eso me gusta iniciar mi práctica y la de mis estudiantes con un ejercicio para encontrar la base, para ubicar el cuerpo, aterrizarlo y conectarnos con él. El ajetreo de nuestra mente parece no tener fin, con frecuencia nos deja sintiéndonos ansiosos, cansados y a la deriva. Este ejercicio servirá para evitar los pensamientos vertiginosos, para que el cuerpo recupere la conciencia, y para, simplemente, quedarnos tranquilos un momento. Vamos a reconectar nuestra mente y nuestro cuerpo, a encontrar los cimientos.

La técnica de la caída o descenso

La primera técnica de la que me gustaría hablar, la caída o descenso, sirve para liberarnos de la vorágine de nuestra mente, para no quedarnos perdidos en el pensamiento y desvinculados de nuestro cuerpo. Más que una meditación, la caída es una manera de atravesar de modo temporal el flujo de tensión que se produce cuando pensamos, nos preocupamos y vivimos aceleradamente. Nos permite aterrizar en el momento presente de una forma sólida y corpórea. Nos prepara para la meditación.

En la caída deberás realizar tres acciones al mismo tiempo:

  1. Levantar los brazos y dejar que tus palmas caigan sobre tus muslos.
  2. Exhalar de manera amplia y sonora.
  3. Dejar que también caiga tu conciencia: del pensamiento ­hacia lo que el cuerpo siente.

Solo permanece ahí, cobra conciencia de tu cuerpo, pero sin un objetivo específico. Siéntelo, ubica todas sus sensaciones: lo agradable o desagradable, el calor o el frío, la presión, el hormigueo, el dolor, el gozo, cualquier cosa de la que te concientices. No importa cuáles sean los sentimientos. Y si no sientes nada, tampoco hay problema, solo permanece en ese adormecimiento.

En resumen: deja caer, descansa y relájate. Solo estamos permitiendo que la conciencia se ancle en el cuerpo, no buscamos un estado ni un sentimiento específico. No hay manera de que este ejercicio salga mal porque los sentimientos y las sensaciones no son ni correctos ni incorrectos, solo son. Como el hábito de volver al pensamiento y perder el rastro del anclaje en el cuerpo es muy fuerte, es posible que empieces a pensar de nuevo. Para interrumpir tus pensamientos puedes dejar caer tus manos de nuevo. Repite esta acción todas las veces que sea necesario.

Solo realiza esta técnica cinco minutos en cada ocasión: deja caer las manos, exhala de manera profunda y permite que tu mente también descienda y cobre conciencia de tu cuerpo. Permanece ahí un momento, alrededor de un minuto. Luego vuelve a ejecutar la técnica. Repítela las veces que sea necesario.

Relájate desde el interior. Date permiso de no hacer nada, al principio tal vez será una sensación extraña, pero con la práctica se volverá un acto más natural y espontáneo.

A medida que tu conciencia se ancle, nota

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