Pondré mi oído en la piedra hasta que hable

William Ospina

Fragmento

Pondré mi oído en la piedra hasta que hable

Los hermanos

Él se comportó siempre como si la muerte existiera. No dejó nada para mañana. Ni siquiera en los tiempos en que vivía aún su madre, cuando algo poderoso lo ataba irremediablemente a Berlín como una montaña magnética, dejó de hacer sus excursiones a Silesia y al Rhin, de descender a las minas, de estudiar las rocas basálticas, los musgos, de situar las estrellas sobre los pinos formidables. Entre esos signos que formaban las constelaciones aprendió temprano a ver los Gemelos, los Peces y la Balanza, el cinturón del Cazador, el Escorpión y el Cangrejo, pero también veía el dibujo de su propio destino, el del viajero sin descanso, una avidez más insomne que ese arco que allá arriba quería flechar a los mundos.

Qué extraño que alguien como él sintiera que el tiempo era escaso. Aunque Alexander era dos años menor, su madre, que llevaba el intranquilo apellido Colomb en su sangre, advirtió temprano que había dado a luz a unos gemelos míticos de esos que desde el comienzo se dividen el mundo: para mí la tierra, para ti el cielo, para mí los nombres, para ti las cosas, para mí lo visible, para ti lo invisible, para mí el techo, para ti la intemperie. «Sé que no habrá manera de impedir que se vayan, porque el mundo los llama, pero por ahora hay que traer el mundo a la casa». Y desde temprano desfilaron por Tegel los botánicos y los físicos, los geólogos y los astrónomos, los geómetras, los juristas, los lingüistas y los historiadores. La casa se llenaba de piedras y de ranas, de prismas y de brújulas, de diccionarios, de mapas y de caleidoscopios.

«Esta piedra la recogí en Renania, mira este anillo negro con rayas de azufre, mira los siglos de fuego que hay guardados en ella, el hierro en la lutita, las estrías de basalto, el recuerdo de los torrentes de lava».

Pero ella no podía ignorar que en cada piedra había un volcán llamando, que cada musgo era el mensajero de un bosque, que cada palabra como cada hombre tenía su pasado, que cada mapa era una tentación. Y cuanto más los maestros querían detenerlos con axiomas y ecuaciones, con corolarios y conjugaciones, más soñaba Alexander con caballos y con barcos, con huracanes y con playas salvajes, porque un astrolabio necesita un abismo y un cianómetro necesita muchas clases de azules.

El grave consejero Humboldt había muerto temprano y la madre había administrado el mundo con eficacia y con sabiduría, cortando cada día esas alas para que los pichones no echaran a volar antes de tiempo; pero cuando Dios dispuso que ella muriera y los muchachos entraron en posesión de su herencia, la montaña magnética se esfumó y las montañas verdaderas erizaron el mundo.

Hay jóvenes a los que una canción estremece; a Wilhelm lo estremecía el sonido de una palabra persa o tuareg, aunque ignorara su sentido, y a Alexander lo desvelaba el recuerdo de las formas de una hoja, el fuego de esa heliconia que solo había visto en los dibujos de una viajera holandesa. Un escarabajo negro de triple cuerno le contaba más historias que un libro egipcio, y podía soñar con un wómbat australiano perdido en las montañas de la Luna. A la edad en que los muchachos se están preguntando si les gusta más Luisa o Elena, Alexander se preguntaba si lo atraían más los musgos o las piedras, los vientos o las corrientes marinas, una abeja atrapada en la miel de una orquídea o una caverna llena de murciélagos. Y Wilhelm no sabía si le gustaba más la palabra orquídea o la palabra murciélago, el sonido de seda de los pétalos o el terciopelo de las alas membranosas.

Cuando Zeus se transformó en un cisne y abrazándola con sus alas poseyó a la ninfa en el lago, en uno de los huevos que ella puso venían un par de niñas, Helena y Clitemnestra, una divina y otra humana, y en el otro un par de niños, Cástor y Pólux, el uno mortal y el otro inmortal. Una era la belleza, que solo existe para los demás, y la otra el sentido práctico, que siempre sobrevive. Pero todos, los dioses y los humanos, ignoramos nuestro destino, y los dos hermanos griegos que se adoraban y que eran inseparables no sabían que el uno estaba destinado a morir y el otro a vivir para siempre. Un dios que no puede hacer algo es, como dice el poeta, una cruel fantasía, y el padre de aquellos muchachos sufría de tener que contarles que un día tendrían que separarse, porque la muerte es más poderosa que los dioses. Ellos urdieron sin embargo una coartada amorosa y melancólica, consiguieron que su padre les permitiera trocar sus eternidades, de modo que un tiempo el uno estaba sepultado en la tierra y el otro vivo en el cielo, en el tiempo siguiente el otro bajaba a la muerte y el uno subía a las estrellas, y por un instante, cada tantos siglos, podían abrazarse cuando intercambiaban su suerte.

Alexander niño se preguntaba si ese iba a ser su destino con su hermano, y ya no le importaba cuál de los dos estaba destinado a durar, porque la eternidad podía compartirse, pero trataba de aprovechar los momentos que pasaban juntos y de escribirle a Wilhelm largas cartas cuando se separaban, porque seguramente las horas estaban contadas, y la intensidad de los encuentros tenía que ser más grande que su duración. A los que más amamos nunca los tenemos lo suficiente, y a menudo nos toca amar a otros en su nombre. Como nunca podía atrapar a su hermano, que andaba siempre en otro mundo, trataba de encontrarlo en los amigos que le iba dando la vida, y los quería con desesperación. Aunque no era capaz de encadenarse a las muchachas, porque era esclavo de su libertad, cuando uno de sus más queridos amigos murió, quiso casarse con la viuda, como por protegerla de aquella pérdida, pero ella lo redimió de ese deber. Él, por devoción, le habría entregado la vida, pero ella sabía que la misión de él era otra, y era más absorbente que un sacerdocio.

Estaba hecho para la soledad, pero las amistades apasionadas eran su consuelo, y muchos poetas posteriores supieron expresar el tipo de pasión que unía a este joven con la naturaleza. Sin duda, Rimbaud cuando dijo:

Y yo iré lejos, lejos, como un bohemio errante,

feliz por la naturaleza como si fuera con una mujer.

O Paul-Jean Toulet, que habla así con una cordillera:

De una amistad apasionada

Tú me hablas todavía,

Azur, decorados aéreos,

Montaña pirenaica.

En donde me engañó tan tiernamente

Esa ardorosa ingenua,

Que mentía, aunque estuviese desnuda,

Sin ni siquiera enrojecer.

Mientras que tú, recinto sublime,

Eres color del tiempo:

Nieve en marzo, rosas de primavera,

Agosto, sombrío jacinto.

Aunque se habían dividido el mundo, a partir de cierto momento aprendieron a compartir sus vocaciones, no solo por el placer de compartirlas sino porque la rosa necesita de su nombre, el arado de su estrella y la clasificación del mundo del lenguaje. Mientras Mutis observaba en Mariquita las plantas vivas, era necesario que en Upsa

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